El cine no entiende (casi nunca) el alma del videojuego

Con el anuncio de la nueva película de Super Mario aparece una pregunta inevitable: ¿por qué le ha costado tanto al sétimo arte capturar la esencia de las historias nacidas en una PlayStation o en un Nintendo?

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“Humillante”. “Sin gracia”. “Sin alma”. “Una papa sin sal”. “Más malo que ver soldar”.

Las cajas de comentarios de Facebook suelen incluir desde los más ofensivos hasta los más creativos insultos en contra de la figura de turno, sea un político, un farandulero o un futbolista. Ya parece ley de vida.

Pero si ha habido una categoría que prácticamente no ha fallado en recibir comentarios de odio en redes sociales, esa sería la de videojuegos en el cine, una suerte de categoría que no hace más que ir en aumento dentro de la industria.

No vayamos muy lejos: con el anuncio de The Super Mario Bros. Movie (2023) bastó un adelanto de menos de dos minutos para dejar un sabor más que acrílico para la fanaticada del legendario fontanero, incluido en el imaginario colectivo desde 1985. Figura pop inigualable (al nivel de compararse con Mickey Mouse), Mario despierta pasiones y exigencias desde cualquier sitio dónde se le mire.

Pero esta reacción displicente en torno a su próxima cinta animada no es una excepción, sino una norma en cuanto a las adaptaciones de videojuegos. Son contadas las historias de consolas que llegan satisfactoriamente a la pantalla grande y, para quien escribe estas líneas, algo sistemático debe de estar ocurriendo para que este tipo de intentos, habitualmente, acaben en el descontento.

Un salto de champiñón en el cine

El arte está al servicio de poner los dos pies de su creatividad donde desee. El cine, por ejemplo, ha bebido incansablemente del teatro, de la literatura y de la danza prácticamente desde su fundación, hace poco más de cien años.

Pero con la eclosión de los videojuegos en la cultura pop, a partir del último tercio del siglo XX, la inserción de este formato en el séptimo arte ha sido, por decirlo sutilmente, decepcionante.

No debería de extrañarse, por supuesto, si se piensa desde ambas disciplinas como artes relativamente “nuevos”. Mientras el cine se configuraba, el videojuego nacía y experimentaba con las posibilidades que permite el audiovisual desde la interacción.

A la luz del anuncio de The Super Mario Bros. Movie, la reflexión es inevitable: ¿por qué ha costado tanto ver buenas adaptaciones de videojuegos en el cine?

Es curioso que, para remitirse al comienzo de este vínculo, sea el mismo Mario el que aparezca como primer antecedente. En 1980 se estrenó en salas Super Mario Brothers: Peach-hime Kyushutsu Dai Sakusen, un animé de una hora de duración que hoy se mira como pionero.

Desde entonces, son masivos los ejemplos que han tratado de emular la experiencia del videojuego desde una pantalla fija, un reto que pocas veces sale bien.

Lev Manovich, escritor especialista en cultura digital, reflexiona en un punto clave sobre esta complejidad. En su libro El lenguaje de los nuevos medios apunta a que el problema en la intersección de ambos formatos ocurre desde un plano metafísico: el cine sucede en el tiempo, pero los videojuegos suceden en el espacio.

Lo que Manovich quiere decir es que en los videojuegos se hacen recorridos con un mando de control, mientras que en el cine te sientas y ves pasar cosas. Por tanto, siempre hay algo que te vas a perder en la adaptación a la pantalla fija, porque lo más importante que ofrece el videojuego como medio nunca te lo podrá dar el cine.

Desde esa aproximación, no queda más que pensar que el cine se ve obligado a darle fuerza a la historia, ya que el formato le quita fuerza a su propia experiencia.

Terreno infértil

El problema es que ese “agregado” (darle fuerza a la historia) no suele ser suficiente. No en vano el mayor grueso de estas adaptaciones se recuerdan como filmes olvidables que, aunados a las fórmulas de producción masiva (los típicos tres actos dramáticos propios del blockbuster hollywoodense), han dejado resultados como Jumanji, una expedición hecha con una fórmula que, desde el primer segundo, no deja espacio a la sorpresa.

Lo mismo se podría decir de Uncharted (2022), Hitman (2015), Pixels (2015), Need for Speed (2014) y Prince of Persia (2010), cintas de acción que se estropean al tratar de emular esa experiencia y que, además, parecen ser producidas con un ojo en el guión y otro en la taquilla.

En otras palabras: la ausencia de un autor en la silla del director (para evitar sentir el peso de la maquinaria hollywoodense encima) es otro eje concreto que ha provocado el trastabillar del cine de videojuegos.

Aún así, un “autor” no garantiza el éxito. Una de las pocas esperanzas recientes en torno a estas adaptaciones fue Assassin’s Creed (2016), estrepitoso filme dirigido por Justin Kurzel, director que venía de verse competente tras adaptar la siempre compleja Macbeth (2015,) inspirada directamente de la obra de William Shakespeare.

Kurzel, incluso, tomó como protagonistas a los dos intérpretes de su filme pasado: los talentosos Michael Fassbender y Marion Cotillard. Las expectativas eran buenas, pero el resultado no tanto.

Se trató de una historia pobre en emociones y que parecía no entender el alma del material base: sentir que uno está explorando un mundo de posibilidades infinitas (no olvidemos que la saga de Assasin’ś Creed significó uno de los primeros grandes juegos que logró ejecutar el concepto de “mundo abierto”, o sea, que no se trataba de una historia lineal sino que el jugador elegía, más o menos, el orden de las misiones según el recorrido que quisiese realizar).

Caso contrario ocurrió con Lara Croft: Tomb Raider (2001), cinta dirigida por el nada aclamado Simon West, director de filmes de acción que, tanto antes como después de aquella cinta, no guardaba en su filmografía nada demasiado destacable.

Haya sido por casualidad o por un momento de iluminación divina, West supo hacer aquella adaptación entendiendo el alma de la saga Tomb Raider (nacida en 1996).

La crítica Sonia Herranz, en un ensayo publicado en el portal Espinof, da en el clavo al referirse al cariño que se le guarda a esa película, dos décadas después. Ella asegura que la calidad del filme se logró gracias a tener variadas secuencias de acción donde veíamos a la protagonista hacer piruetas y salvar el día.

“En muchas ocasiones, casi nos daba igual de qué iba el juego (Tomb Raider); lo que queríamos era disfrutar de Lara y sus increíbles habilidades, mientras resolvíamos puzles y recorríamos laberínticos escenarios para encontrar el objeto de turno”, escribió.

También, Herranz acota otra virtud de aquel largometraje: la elección de Angelina Jolie —mega sex symbol de comienzos de siglo— fue vital para catapultar la figura de la heroína. “En ninguna adaptación de un videojuego a película ha sido nunca tan importante la elección del protagonista. Porque Tomb Raider es Lara Croft y el carisma del personaje tiene más peso que el diseño del juego, la contundencia de los enemigos o el propio argumento que, en honor a la verdad, nunca ha sido el plato fuerte de ninguno de los Tomb Raider originales”, añade en su crítica.

Absolutamente todo lo contrario ocurre con la nueva cinta de Mario que, desde su primer adelanto, provoca la molestia de los más acérrimos fans. La razón es simple: la voz del fontanero parece más a la del actor que la interpreta (Chris Pratt) que la del acento italoamericano que la ha patentado por décadas.

Es que sí, los fanáticos de videojuegos suelen ser así de quisquillosas, por lo que no hay que ser adivino para profetizar que su adaptación del 2023 se enmarcará en una zona segura, con fórmulas tipo Disney que no la harán una cinta indigerible, pero tampoco memorable.

En ese sentido, las expectativas también giran hacia producciones seriales como la adaptación de The Last Of Us (2013) de HBO, pactada para estrenarse en el 2023.

Este título, sin duda alguna, es uno de los grandes picos del gaming de todos los tiempos, con su fascinante historia postapocalíptica que se traza como un híbrido entre el cine y el videojuego. Para dar una idea, de las 13 horas de duración del juego, se presentan casi dos horas de cinemáticas.

Las expectativas más pesimistas hacen pensar que, si bien HBO es una compañía más que competente para producir series, no sería de extrañar que la empresa ofrezca un proyecto sin riesgos ante la toxicidad que ha caracterizado a una buena parte de los seguidores de The Last of Us.

Acá el contexto: el videojuego lanzó su maravillosa secuela en el 2020, una entrega que le dio la espalda al camino “obvio” que sugería el juego e introdujo nuevos personajes que, lastimosamente, fueron víctimas de ataques antisemitas, homofóbicos y racistas.

Cuando HBO anunció la adaptación del juego (la serie solo llevará a la pantalla chica los eventos de la primera entrega) una legión de seguidores levantó un movimiento en redes para presionar a HBO y que la empresa no metiera mano en temas que, a sus ojos, son “progres” y que tienen intenciones de quedar bien con la “inclusividad”. En otras palabras: el público quiere que la serie se aparte por completo de la secuela y retrate al pie de la letra todo lo que ocurre en la primera entrega.

Ante una comunidad espectadora tan complicada, puede que no haya espacio para soltarse la melena. Si HBO cede a las presiones y traslada la historia tal cual las cinemáticas del juego, ¿qué sentido tiene hacer una adaptación? ¿Será copiar planos y secuencias con actores de carne y hueso?

El camino de los videojuegos en el cine pareciera no ser el más esperanzador. Estas adaptaciones son impensables de ejecutar con presupuestos reducidos y difícilmente un gran estudio se animaría a algo diferente, si por la víspera se saca el día.

Por ejemplo, para quien escribe estas líneas, la adaptación de The Last of Us podría ser valiosa en tanto navegara en su rico universo, uno que se desarrolla en un futuro post apocalíptico y hay bandas de sobrevivientes de toda clase. Contar historias paralelas, profundizar libremente sobre otros personajes y apartarse del material base podría ser más interesante, ya que el contenido primigenio es excelente y, a primera vista, no pareciera que hubiese demasiado que aportar.

Pensemos en Paul W. S. Anderson, quien es un buen ejemplo de cómo un director puede aportar a una obra, si hubiera que ubicar rápidamente un caso de estudio.

Este cineasta británico demostró lo rico que es navegar en los mundos de los videojuegos con libertades, tal cual lo hizo recientemente con Monster Hunter (2020) y en el pasado con la saga de Resident Evil (2002-2016), donde le impregnó un sabor y estilo propio a cada película, con texturas inspiradas en el cine clase B y donde el combate contra las criaturas de turno (zombies) es lo que importa, al igual que ocurre en la franquicia de videojuegos.

Esta es una línea de trabajo mucho más interesante, pero por su mismo atrevimiento puede resultar menos atractivo en cuanto a las posibilidades de que la fanaticada original del juego le dé la espalda.

Como si ya no fuese complejo que el formato del cine y la tevé complique estas adaptaciones, existe un ecosistema de producción-audiencias que acaba haciendo todo más complejo.

En lo personal, creo que el valor está en la experimentación. Puede que para muchos sea motivo de burlas, pero el largometraje Super Mario Bros. (1993), realizado con actores de carne y hueso, es una locura plausible por sus atrevimientos.

Aquella cinta, para bien o para mal, es casi incomprensible de entender cómo se hizo. Es una historia que está más cerca de parecer un sueño febril que una recreación de aventuras del fontanero. Aún así, tiene personalidad y se mira con el respeto de una producción temeraria que será irrepetible.

El desafío que tiene la tevé y el cine es, por tanto, inminente. No hay industria que haya tenido mayor crecimiento en el mundo como la del gaming (según un nuevo informe de PwC, el sector de los videojuegos podría alcanzar un valor de $321.000 millones en el 2026), lo cual será motivo definitivo para que, desde Hollywood, no se le pierda el ojo a una nueva gallina de los huevos de oro. Eso sí, habrá que ver cuánto soporta la maquinaria o el público.