Zapping: En hombros de gigantes

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Hace algunos años, no demasiados, yo trabajaba en una diminuta editorial en Curridabat. Tenía un puesto extraño –algo así como asistente del director–, de medio tiempo; el puesto me exigía poco y yo le entregaba menos.

Buena parte del tiempo laboral se me iba acompañando a mi jefe a visitar autores, imprentas y distribuidoras. En alguno de esos viajes, le dije que estaba leyendo Fahrenheit 451, la novelita icónica de Ray Bradbury, pero me costaba mucho avanzar: me quedaba dormido a los dos párrafos.

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Había comprado el breve libro por su estatus legendario: es una de esas novelas que la gente –y las páginas en Internet, y los críticos, y la gente que no sabe nada de nada, y la gente que lo sabe todo– dice que hay que leer sí o sí.

Un clásico, pues.

Yo, que por entonces me consideraba un lector digno y voraz –ese pensamiento ilusorio ya quedó atrás, por suerte–, me sentía obligado a leer aquel libro clásico, impulsado –forzado– precisamente por ese misticismo, esa ley de vida generalizada que dice que hay que leer los clásicos.

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No pasó mucho tiempo antes de que Fahrenheit 451 acabara en el estante, acumulando polvo e insectos, incompleta su lectura. Lo mismo me pasó con otros libros “obligatorios” a los que les di la oportunidad hasta que desistí del todo: esos libros que todo el mundo debe leer, pues, parece ser que no son para mí, aunque sé que de mucho me pierdo: asumo el riesgo.

Cuento esta anécdota porque, un par de horas antes de escribir esta columna, mi jefa me increpó, una vez más, por no haber visto ni una sola de las películas que ella considera básicas y elementales para cualquier ser humano que se precie. Casi me despide cuando confesé no haber visto Casablanca ; casi me niega el habla cuando yo negué Goodfellas ; creí que tendría que llamar una ambulancia cuando le dije que todavía tenía pendiente –es decir, que probablemente nunca veré– Jerry Maguire .

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Por razones que no puedo definir, las historias clásicas –las necesarias, las must – terminan aburriéndome. Este es un intento: siento que no me hablan a mí, que vienen de otra época, que su validez es menor dado mi contexto. No niego su calidad y, repito y repetiré hasta la saciedad, sé que me pierdo de muchísimo. Después de todo, son clásicos por buena razón.

Pero, más que ellas, me aburre la actitud que se genera a su alrededor. El esnobismo tiene muchas formas y menospreciar a quien disfruta de gustos distintos o prefiere dar oportunidad a artistas –o escritores o músicos o cineastas o emprendedores– jóvenes es más nocivo de lo que uno podría pensar. Al cabo, las grandes historias no se circunscriben a una edad o una época: están en todas partes y en todos los tiempos. No dejemos morir lo viejo, lo tradicional, pero tampoco tengamos miedo de avanzar, de mirar hacia el frente.

Hace años, cuando le dije a mi entonces jefe que me aburría con Bradbury, me respondió que el mayor logro de los clásicos es influenciar a nuevos creadores, nuevas historias, nuevas voces que sí nos hablan a nosotros, el otro público: enanos en los hombros de gigantes.