Gregorio Samsa somos todos

Monstruos inevitables Hace cien años se publicó La metamorfosis , espejo de nuestra incertidumbre personal

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Jacques Sagot

¿Se ha sentido usted alguna vez ajeno a su entorno social, radicalmente distinto de sus semejantes? ¿Ha experimentado la soledad moral de la que hablaba Scheling (ir a contrapelo de las axiologías política, religiosa, ética, social, sexual de su época)? ¿Ha sentido, desde el epicentro del alma, no pertenecer al grupo humano en el que está inserto? En virtud de su diferencia, ¿lo ha hecho el mundo sentir como una aberración social, una especie de criatura teratológica?

¿Ha experimentado la desesperada necesidad de pertenecer a algo (un partido político, una barra deportiva, un club de filatelia, siquiera una membresía en el grupo “Corazones solitarios”?)

Si tal es el caso, usted es Gregorio Samsa. No hay un solo disidente de los siglos XX y XXI que no se haya sentido como el hombre-insecto, algunos de ellos en momentos de terrible epifanía personal, otros durante la totalidad de sus alienadas, desposeídas existencias. Con Gregorio Samsa, Kafka retrató al hombre de su mundo, de su época, con asombrosa fidelidad a su psicología íntima.

Un testamento no ejecutado. Kafka solo dio el imprimatur a un puñado de cuentos. El grueso de su opus quedó en manos de Max Brod, quien –¡loados sean los dioses de la literatura!– ignoró la voluntad postrera del autor de quemar su obra inédita, y nos permitió gozar de un narrador que captura al ser humano moderno: angustiado, paranoide, enajenado (ajeno a sí mismo), triturado por los feroces engranajes de una burocracia anónima, amenazado desde la raíz del ser por no sé qué torvo sentimiento de culpabilidad, y carente de principio de identidad.

Su pregunta cardinal es: “¿quién?” –o, peor aún, “¿qué soy?”–. Una criatura en estado de intemperie metafísica. La literatura fue la espada de Kafka, su navío, su mapamundi, y su íntima, esotérica religión. Por lo demás, 22 cuadernos y 30 cartas legadas a su novia Dora fueron destruidas por los nazis: pérdida inmensurable si consideramos la hondura y el esmero formal con los que Kafka trató el género epistolar (piénsese en sus Cartas a Felice y su conmovedora Carta al padre ).

¿Quién, qué soy? Súbdito del imperio austrohúngaro, nacido en Bohemia, judío arrastrado a regañadientes a la sinagoga, y forzado a escribir en alemán, Kafka era un zurcido multicultural que, en su caso, no condujo a la armonía de un ser unitario, sino a un atroz sentimiento de ausencia de filiación étnica, cultural, política, lingüística, profesional. Por lo demás, estudiante de química, filología e historia del arte; y, finalmente, un oscuro abogadito que se ganaba la vida durante el día redactando actas notariales…, pero que, al caer la noche, se transfiguraba en sanador de su propia alma doliente y en observador implacable del mundo.

Entonces, sus inmensos ojos de lémur se encendían para confiar al papel esa suma de súcubos y espectros que lo atenazaban: esos ojos de criatura sorprendida en medio de la oscuridad, ojos bellos en su vulnerabilidad, su expresión de permanente estupor, y de desesperado buscador de ternura. Algo que la gente no suele saber: como tantos melancólicos, Kafka tenía un sentido del humor privilegiado.

La metamorfosis se cuenta entre ese manojo de obras que Kafka osó publicar. La comenzó en 1912, para darla al mundo en 1915. ¿Cuento largo, novela corta? ¿Lo que los franceses llaman nouvelle , y Unamuno nivola ? Esto no tiene importancia. La metamorfosis es una atrozmente real pesadilla: perdurará en la conciencia del lector durante toda su vida, como esos malos sueños que parecen dilatarse hasta la eternidad, pero que quizás, en términos cronológicos objetivos, no duran más que algunos segundos.

El inexpresable terror de la simplicidad. Gregorio tiene 22 años y es un vendedor ambulante de telas. “Una mañana, al despertar de un sueño particularmente agitado, se descubrió a sí mismo transformado en un gigantesco insecto”. ¿En una cucaracha? No hay forma de establecerlo de manera inequívoca.

Toda la obra transcurre en tres piezas de la casita de Samsa: su dormitorio –donde erra, dormita, se pasea por los techos y paredes, arrastrando el polvo en sus vibrátiles patitas–, la sala familiar –ámbito de reunión de su padre, su madre y su hermanita Greta, de 16 años– y el salón donde su padre lee el periódico.

La “entomologización” de Samsa lo ha tornado inhábil para trabajar, cosa que genera la iracundia del pater familias. La madre está escindida entre su amor y el sentimiento de asco que su hijo le inspira.

Greta es su único asilo de ternura. Toca el violín, y su música mueve a Gregorio a la más honda conmoción estética. Es un alma exquisitamente refinada.

Kafka no nos habla del sufrimiento de Gregorio. No lo vemos estallar en imprecaciones o alzar los brazos crispados maldiciendo su destino. Guarda silencio. Acepta su monstruosa mutación como si fuese la cosa más natural del mundo. No ofrece resistencia, si bien no renuncia nunca al amor.

Sabemos que sufre porque se deja morir de inanición, no porque un infidente Kafka nos esté suministrando constantemente el “reporte meteorológico” de su alma. La criada termina por barrerlo, cuando lo encuentra muerto, víctima de la infección que la manzana podrida lanzada por su padre había generado en su caparazón. Allí quedó incrustada, suerte de recordatorio de alguna falta capital e inexpiable (atención al significado bíblico de la manzana). Es lo sobrenatural doméstico. La historia se reduce a casi nada.

La mutación de Gregorio es el gran hecho, y eso ya lo sabemos en la primera frase.

Después, tres inquilinos llegan a la casa a fin de solventar la crisis financiera en que la degeneración de Gregorio sumió a la familia, pero huyen empavorecidos al ver al monstruo.

Frankenstein, Hop-Frog, Rigoletto, Quasimodo, el Hombre Elefante, la Bestia, el Hombre Lobo… En la vasta galería de los monstruos literarios o cinematográficos, no hay uno tan hondamente trágico, tan insular y tan hambriento de afecto como nuestro pobre Gregorio.

La metamorfosis es uno de esos libros falderos, por poco insidiosos, que se adhieren a nosotros para jamás abandonarnos. García Márquez lo leyó estremecido y corrió a devorarlo una segunda vez.

¿Quién es Gregorio? La única respuesta sincera a tal pregunta sería: en mayor o menor medida, Gregorio es todos nosotros porque –pese a nuestros intentos cosméticos– tenemos un coeficiente de monstruosidad física o moral en nuestro ser; porque todos somos poco más o menos marginados, e irremediablemente solitarios en algún nivel de nuestro ser.

Kafka tenía muy mal concepto de su aspecto físico (“soy un pequeño monstruo”), y se vestía impecablemente –suerte de discreto, oficinesco dandismo– a fin de disimular su asumida fealdad.

¿Cómo no amar a Gregorio? La metamorfosis no trata de la monstruosidad, sino de la precariedad del principio de identidad. Cualquiera que no sepa qué o quién es, quedará abierto a todo tipo de mutaciones. De hecho, la mirada de cada prójimo lo hará pasar alternativamente de Adonis a sapo verrugoso.

Como Las metamorfosis de Ovidio, ese hombre insecto igual podría haber sido batracio, reptil, felino o vampiro. La obra de Kafka abunda en personajes zoomórficos o en animales antropomórficos. La pregunta que nos escuece el alma es: ¿qué diantres es el ser humano? Más vigente hoy que nunca: ¿esencia, existencia, naturaleza, condición, construcción cultural? ¿A alguien puede sorprenderle que tal indefinición genere angustia, la Angst profunda de Heidegger?

No nos abstendremos de proponer nuestra hipótesis. Gregorio Samsa es el artista, con todo lo que en él hay de aberrante, excesivo, autocontenido e insular. El artista es y será siempre un monstruo. Esto no significa que no pueda ser simpático, incluso adorable, a veces aplaudido, otras execrado –pero monstruo al fin–.

Lo más paradójico de todo: aunque sea para recluirlo en su habitación y atormentarlo, la sociedad no puede vivir sin él.