En Club Magaly, un sueño sensual y sobrecogedor navega con 'Muerte en Venecia'

El clásico de Luchino Visconti, basado en la novela corta de Thomas Mann, reflexiona sobre la creación artística, la belleza y la obsesión

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Sobreviviente a todas las muertes que se le han anunciado (hasta ahora), el cine ha permanecido vivo principalmente por su capacidad de crear ensueños. Uno puede haber visitado Venecia, pero Venecia es y será la de Luchino Visconti en su película de 1971, Muerte en Venecia (Morte a Venezia), si es que el espectador se dejó atravesar por ella.

Este sábado 14 de abril, a la 1 p. m., la mostrará Club Magaly –en el Cine Magaly– en un ciclo dedicado al cine de Italia y de Francia. El 21 de abril se exhibirá Un profeta, de Jacques Audiard, y el siguiente sábado, Rififi, de Jules Dassin.

¿Cuál es esa Serenissima de Visconti? Una empapada de sudor y de muerte, trenzada entre el esplendor y la aniquilación, en la Europa que acabaría con la Primera Guerra Mundial. En sus playas, con modestos y elegantes trajes adecuados a su nobleza, pasean las damas y los caballeros de las aristocracias en sus estertores finales.

Sobra decir que es una Venecia imponente. Navegamos al inicio con Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde, rara vez menos que perfecto actor), un compositor maduro que ha encontrado un impasse en su creación musical.

A bordo del vaporetto, cruza la laguna hasta la ciudad italiana cuya muerte todos sabemos próxima en el futuro. La ciudad que se hunde, que se ahoga. La más bella del mundo.

Von Aschenbach nació como escritor en una novelita (1912) de Thomas Mann, afín a Visconti en muchas cosas. Si el director italiano arrastraba el legado de la sangre noble, Mann traía consigo la altivez del norte alemán, de la burguesía de Lübeck. Ambos consagrarían varia obras a añorar el pasado esplendoroso del siglo XIX, el siglo del progreso.

En Muerte en Venecia, ambas sensibilidades confluyen en un ensueño fílmico –con música de Gustav Mahler, otro nostálgico proyectado hacia el futuro–, una meditación sobre la creación artística, la belleza y la obsesión.

El ser que dispara la reflexión del artista maduro es un efebo de belleza andrógina, el noble polaco Tadzio (Björn Andrésen). A lo largo del filme, el músico lo perseguirá, primero sin querer, y luego con tensa obsesión, a lo largo de los callejones húmedos de Venecia, bajo sus arcos antiguos y sus palacetes derruidos.

La belleza de Tadzio es el arte, la obra perfecta, la obra que supera lo humano y se transfigura en el acceso a lo espiritual. Es una concepción del arte ya superada, y también una visión del artista como un genio atormentado, muy de su época, pero conmovedor de todos modos por la absoluta convicción con la que el cineasta comparte la obsesión de su protagonista.

Si bien el carácter erótico de la atracción por Tadzio es innegable, no es exceso de prudencia el que nos lleva a pensar una y otra vez en esa "obra de arte" que no puede lograr, que es imposible terminar de tallar sobre el mármol. Siempre falta algo o sobra algo: el artista carece de la comprensión necesaria para abarcarla en todos sus extremos o, por el contrario, desborda arrogancia y humanidad. Al final, no le queda más que sucumbir a medio camino, antes de lograr esas notas finales que cierren su oleaje orquestal.

Desde el punto de vista de la producción, Muerte en Venecia es un deleite en sí mismo. La profusión de detalles de vestuario y utilería ameritan un estudio minucioso. Visconti se hizo experto en estas reconstrucciones históricas detalladas y decadentes, de las cuales el logro supremo es El gatopardo (Il Gattopardo), Palma de Oro de 1963, épica de la unificación italiana. Entre otras cosas, popularizó una noción de la política que proviene de la novela de Lampedusa: cambiar para que todo quede igual –resumen accidental de la política tica–.

En Muerte en Venecia, la diva Silvana Mangano, como la madre de Tadzio, luce un vestuario que abruma por su hermosura. En Tadzio apreciamos un vestuario juvenil característico de la belle époque, discreto y elegantísimo.

Pero en Aschenbach es donde el vestuario y el maquillaje se vuelven narración: se va degradando sobre el cuerpo del músico obsesionado, cuya entrega a la persecución de la belleza lo va degradando, absorbiendo o incluso quemando como el calor veneciano.

Para cuando el calor se vuelve mortífero y desata una epidemia de cólera, Aschenbach es otro. La ambigüedad del principio deviene en decadencia. Si al inicio Tadzio nos parece frágil y luminoso, poco a poco parece más anémico, más endeble.

No se desvanece su jugueteo infantil, indiferente a Aschenbach, pero sí brota ahora su inmadurez. En el autor viejo, ahora, los recuerdos ensombrecen su ceño y paralizan por completo su mente. La música que podría haber retornado a él se diluye en un mórbido espejismo veneciano.

Demasiada belleza cansa. Puede ser inhóspita, hostil. La visión de Visconti quiere abarcar esta muerte en vida en su ironía completa: entre más nos acercamos a la perfección, más nos rechaza. Nos reconocemos imperfectos e insuficientes. Ni el arte sirve de trampolín ni la belleza física de paliativo.

Cuando llega el inevitable desenlace, la belleza pasa indiferente. El arte, en las notas de Mahler y en la imagen de Venecia que se disuelve, permanece con nosotros.