Zapping: La vida es un 'reality show'

Si vivimos virtualmente para los otros, ¿quién está viviendo realmente para nosotros?

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Llevo cuatro años de vivir sin televisión por cable ni televisor. No es un dato arbitrario, es importante: diez años atrás no habría podido decir eso sin dar a entender que era tecnológicamente impedida.

Hace una década yo no era una millenial, era una adolescente sin capacidad de voto. Hace una década llamábamos a la gente desde celulares de tapita y la familia Kardashian estrenaba su serie de reality show –bla bla, a todos nos toca y nos duele envejecer–.

Cuando empecé a vivir sin tele, me aterraba perder su compañía. Una pantalla conforta porque da algo para ver siempre (aunque sea el reflejo de una misma cuando está en negro). Ahora que vivo cómodamente sin tele, me conforta cerrar los ojos para no ver sus vidas en mi celular.

Me he mal acostumbrado a ver desconocidos y conocidos que resuelven sus vidas personales en espacios virtuales y públicos. Hay héroes y villanos, hay explicaciones en video sobre porqué bloquearon a alguien, por qué eliminaron una cuenta en Twitter o por qué se equivocaron en algo personal que, por su exposición, se convirtió en un circo público.

Esto no es ni un ataque al oversharing (como le dicen en inglés a publicar información de sobra en redes sociales) ni una apología para los que ponen en privado sus cuentas de Twitter y de Instagram. Esta es una reflexión sobre nuestra cultura audiovisual.

Andy Warhol dijo que en el futuro todos seríamos famosos por 15 minutos, pero dudo que imaginara que se trataban de minutos por día, si sumamos todos los textos, fotos y videos que compartimos constantemente en nuestras redes.

Admiro el compromiso que tienen empresas como Faceboook, Snapchat, Twitter e Instagram para normalizar nuestros comportamientos virtuales como innatos a nuestra experiencia social porque, en el remolino que nos absorbe, se nos olvida que es imitado.

Las proclamas que hacemos sobre nuestra identidad tienen poco que ver con los dibujitos rupestres que pintaban nuestros ancestros en las cavernas. Al “compartir” no estamos produciendo diarios personales ni estamos creando registros patrimoniales de nuestras historias familiares (sobre todo si publicamos algo para que se borre en 24 horas).

La virtualidad no es una traducción literal de nuestra tradición análoga. No tiene por qué serlo, pero tenemos que ser capaces de cuestionar las diferencias entre lo privado y lo público, la intimidad real y la virtual.

No es accidental que, en diez años, aprendimos a protagonizar, escribir, grabar y editar nuestra propia telerrealidad, nuestros canales exclusivos de reality show. Estamos aprendiendo a nacer como figuras públicas.

Vivimos como si todos los demás nos estuvieran viendo pero no estamos aprendiendo a hacerlo con integridad ni a cuestionarlo con ética.

Es obvia la razón por la que muchos no manejan bien la presión de las redes sociales. Tenemos una discusión pendiente que implosiona cada tanto: si vivimos virtualmente para los otros, ¿quién está viviendo realmente para nosotros?