¡Qué fue lo que sonó, por Dios Santo! , dijo uno de los evacuados por avalancha del río Reventado

Orlando Campos Solano, de 83 años, dice que aquella noche la corriente se llevó las tuberías del agua, los postes de luz, casas y edificaciones

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Los cartagineses que vivían en los distritos de El Carmen, San Nicolás, Guadalupe y hasta en El Tejar de El Guarco fueron las víctimas directas de la avalancha de lodo, piedras y palos que bajó del Irazú el 9 de diciembre de 1963. La tragedia de esa noche es una de las más recordadas en ese periodo de dos años de erupciones y lahares, que dejó muerte y destrucción.

Orlando Campos Solano, de 83 años, había contraído matrimonio en 1962. Vivía con su esposa, Mireya Cordero, en Guadalupe de Cartago y recuerda que como a las 9 de la noche él estaba haciendo una puerta de madera, cuando de repente sonó un estruendo. ¡Qué fue lo que sonó, por Dios Santo!, le dijo a su esposa.

Poco después de ese retumbo se quedaron sin comunicación, sin corriente eléctrica y se oía a lo lejos un escándalo como si fuera pólvora. Eran las piedras que bajaban entre la lluvia y el viento desde Prusia, por el río Reventado. Conforme se acercaban, se oían más fuerte.

Mireya, la esposa, recuerda que con radios de baterías solían escuchar las alertas que don Emilio Piedra Jiménez, dueño de Radio Victoria, emitía cada vez que bajaba una avalancha, pues la televisión era apenas incipiente y casi nadie tenía televisor. Dijo que esa noche muchos se salvaron gracias al constante llamado que desde esa emisora se hizo para evacuar. El mensaje estaba acompañado de una cortina musicalizada con una marcha, con la que alertaban cada vez que había peligro.

Pronto el lahar llegó a barrios como El Carmen, Fátima, Loyola, Guadalupe y otros poblados, donde de repente muchas casas quedaron bajo el lodo y las piedras. “Fue algo terrible, nosotros pensábamos que se iba a acabar el mundo. La avalancha se llevó las tuberías del agua potable, los postes de luz, y nos quedamos a oscuras y sin comunicación”, dijo don Orlando Campos.

En la parte de los diques de Taras había un caserío con su plaza de deportes, iglesia y fábricas como la Kativo y la de jabón Prim, que quedaron tapadas. Unas partes eran más profundas que otras y todo quedó como una sola planicie de barro y materiales, donde algunas casas tenían más de cinco metros de lodo encima.

A como pudieron, los bomberos y cuerpos de rescate evacuaron varias barriadas. Hasta en el cajón de las vagonetas llevaron a los pobladores a partes altas de Quebradilla, Tobosi, el Alto de Ochomogo y otros.

Con su hija de 11 meses envuelta en una colcha, sus suegros y su esposa, Orlando fue llevado al salón comunal de Quebradilla.

Al día siguiente una hermana de él, preocupada por lo ocurrido, llegó para llevárselos a la casa donde ella vivía, en La Rueda de Quebradilla. Ahí estuvieron una semana, para luego irse a alquilar una vivienda en una parte de Taras que no fue afectada por los desbordamientos.

De los 20 fallecidos de esa noche, Campos recuerda que una hija del panteonero, del que solo recuerda que se llamaba Efraín, perdió la vida porque a los rescatistas no les dio tiempo de sacarla, pues ella dormía en un cuarto en la parte de atrás de la casa. Ahí quedó. “Yo fui al otro día y vi cuando la sacaron de donde yacía, debajo de un catre”.

Se acabó el negocio de los helados

A la casa de don Orlando la avalancha llegó con menos fuerza, pero aún así el lodo levantó la puerta del frente que daba al corredor, se metió a la sala y hasta la moto, que tenía a un lado de la cocina, quedó tapada por el material, de modo que solo la manivela se veía.

Como a las 5 de la madrugada del día siguiente, la mayoría del material se fue asentando a lo largo del trayecto. Con la claridad de la mañana, varios lugareños comenzaron a ver la magnitud de lo ocurrido. “Fue algo triste, algo terrible”, recordó.

Cuando eso ocurrió, ya la ceniza tenía varios meses de caer, pero la mayoría era arrastrada por el viento hacia Llano Grande y Tierra Blanca de Cartago, así como a Moravia, Guadalupe, Coronado y otras partes de San José, Heredia y Alajuela. En las noches el volcán se veía como fuego, rememoró.

Para esa época, el trabajaba en una fábrica de helados, los cuales distribuía en una bicicleta por los negocios cercanos. En esa labor le ayuda un hermano. Las ventas se vinieron abajo, pues muchos negocios comenzaron a cerrar debido a la situación económica. Varias familias dejaron las casas dañadas que estaban cerca de la iglesia de Guadalupe y emigraron.

Como la ceniza cubrió los potreros, el ganado comenzó a enfermarse y hubo grandes pérdidas.

Parte de los mismos materiales que bajaron del volcán sirvieron para que, tiempo después, con la ayuda de los Estados Unidos se construyeran los diques. Algunas piedras eran tan grandes que la maquinaria no las podía mover, por lo que fueron dinamitadas.

Cuando se rehabilitó la carretera a Cartago, mucha gente iba a Taras a ver todo lo que se había destruido, así como las faldas del volcán con toda la vegetación quemada.

Luego de lo vivido, Orlando ha visitado solo dos veces la cima del Irazú. Dice que viendo el panorama le parece increíble lo que desde ahí se generó cuando él apenas tenía 21 años. Un relato que ahora le transmite a sus cinco hijos, 14 nietos y 11 bisnietos.