Actos abominables: ¿qué pasa por las mentes de sus ejecutores?

Crímenes como la mutilación y asesinato de un niño nos hacen perder los cabales, pues están fuera de toda comprensión humana. ¿Qué pasa en la vida de estas personas para que cometan este tipo de atrocidades?

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Estos son los titulares de tres de las noticias que mayor impacto han generado este año en el país: “Hombre asesina a machetazos a dos adultos y tres niños”, “Drogadicto se aprovechó de confianza de niño para mutilarlo” y “Delincuentes arrastraron a niño amarrado del cuello a una moto hasta matarlo”.

Respiremos hondo. Busquemos un poco de paz en nuestros corazones frente a lo atroz. Tratemos de analizar, de digerir, en aras de comprender la oscuridad. ¿Acaso alguno de estos casos nos duele más que el otro? ¿Cómo podemos administrar nuestras emociones cuando nos imaginamos, por ejemplo, a un niño de 12 años con el cuello amarrado a una motocicleta, perdiendo gramos de vida con cada metro que recorría arrastrado?

Es difícil encontrar sosiego ante esos titulares, y tantos otros similares que ha habido en el país durante los últimos 15 años, al menos. En estos tres casos puntuales hay violencia contra niños que no solo lleva a la muerte, sino que también involucra lo que para parte de la opinión pública solo puede calificarse como “atrocidad”, “salvajismo”, “sadismo” y monstruosidad”, entre otros adjetivos que surgen cuando la gente simplemente no puede explicarse cómo suceden crímenes tan descabellados como estos.

De hecho, “atrocidad” fue la palabra utilizada por el presidente Luis Guillermo Solís para describir el asesinato del niño de 8 años en Guácimo de Limón, mutilado y arrojado al río Jiménez, a finales de agosto. El principal sospechoso del crimen, quien está actualmente en prisión preventiva en La Reforma, es un drogadicto de la zona al que todos los vecinos conocían, y cuyo hogar fue incendiado por esos mismos vecinos, en un intento por acabar con los restos de la maldad que los marcó, y que a la vez impactó a todo el resto del país.

Estos casos recientes coinciden con una tendencia que va en alzada dentro de la opinión pública: que nuestro sistema penal no es lo suficientemente duro y severo con los criminales y que más bien rápido los liberan de las cárceles. Por ello, algunos cuestionaron las palabras del presidente Solís y utilizaron el incidente de Guácimo como prueba de que la reciente liberación de reos es un error, aunque una cosa no tenga que ver con la otra.

No es para menos: es justamente después de situaciones como estas en las que el pueblo parece gritar al unísono ideas como la pena capital, el hostigamiento a los criminales, un nuevo orden de leyes más severas y el linchamiento público supuestamente razonable y necesario.

Estas son noticias que despiertan sentimientos de desesperanza y enojo en todo el territorio nacional; son casos que dejan cicatrices infinitas en el tanto son consideradas acciones simple y llanamente grotescas (irregulares, groseras y de mal gusto, según la segunda definición de “grotesco” de la Real Academia Española).

No obstante, es prácticamente imposible que un crimen grotesco como los ya mencionados no tenga explicación y que no sea el reflejo de otros problemas de la sociedad que involucran mayor acción que tener un sistema penal más rígido, sin que ello signifique que un mejor aparato de justicia sea fútil.

Empero, repetimos: hay más agua debajo del puente. Salvo en los casos en los que el responsable del crimen acaba con su vida, luego de las atrocidades todavía queda un ser humano al cual, según nuestra constitución, deben respetársele sus derechos fundamentales. Antes de los hechos grotescos, naturalmente, también hay toda una serie de situaciones que el país no logra atender de forma adecuada, y que a la postre se reflejan en las páginas de sucesos de nuestros periódicos.

Tras realizar entrevistas a especialistas en la materia que analizaron estas situaciones desde distintas áreas, Revista Dominical intenta brindar un balance entre información y emociones, para explicar qué tipo de situaciones y circunstancias pueden llevar a alguien a cometer delitos tan espeluznantes, y cómo se manejan sus perfiles dentro del sistema penal.

¿Estamos hablando de monstruos?

Una de las primeras palabras que se nos vienen a la mente cuando sabemos de un nuevo crimen aberrante es “monstruo”, para referirnos –por supuesto– a quien perpetuó el hecho violento.

En el libro ¿A quién mata el asesino? (2008), escrito por los psicoanalistas Silvia Elena Tendlarz y Carlos Dante García, se manifiesta que “la sospecha sistemática de monstruosidad está subyacente en todo acto criminal”. No importa el crimen: el sistema pone en duda la humanidad y lucidez del criminal desde el minuto uno.

El concepto de monstruosidad se remonta a los sistemas de justicia más arcaicos, y ha evolucionado dentro del sistema penal conforme ha pasado el tiempo. Uno de los ejemplos que brinda ese libro es el de una mujer de Sélestat, en la Francia pos-Revolución, quien una noche asesinó a su hija y cocinó el muslo de su pierna con un poco de repollo. Sí, exacto: una cosa horrible pero, más allá de eso, ¡algo inexplicable!

Con ese ejemplo se ilustra el concepto de “monstruo” que tuvo prominencia durante los inicios de la psicología criminal y la psiquiatría penal, los instrumentos a través de los cuales las autoridades y los jueces intentan explicar todo lo que se pueda desmenuzar sobre crímenes que a todas luces son básicamente inverosímiles.

Los asesinos seriales del siglo XX, por ejemplo, llevaron el adjetivo “monstruo” pegado al nombre durante el resto de sus vidas. Tendlarz y Dante explican que el término era simplemente empleado cuando no había forma alguna de explicar crímenes de esta índole, así fuera que sus historias demostrasen que sus conductas se remitían a recuerdos de sus infancias.

Naturalmente, estos conceptos han sido debatidos por científicos y especialistas durante décadas, y aunque el desencuentro de opiniones ha sido la norma, la mayoría coincide en que hablar de “maldad pura” o “monstruosidad” sería minimizar la importancia que tienen los problemas mentales y los rasgos intelectuales en los crímenes investigados.

“Calificar a alguien de monstruo es como lavarse las manos”, dice Mayela Masís, una de las nueve psicólogas que trabajan en el centro penitenciario La Reforma. Masís y su jefa –Kenya Lobo, coordinadora del departamento de psicología de esa cárcel– nos recibieron en las oficinas administrativas de La Reforma para hablar sobre este tipo de casos, pero como era de esperar con un tema tan denso como este, la conversación nos llevó a otros lugares importantes.

“Decir que son monstruos raros que salieron de la nada sería muy fácil”, agrega Masís. “Yo pienso que cuando se hace toda una combinación de elementos y el producto final es una persona psicopática, no hay nada que hacer, pues se caracterizan por la falta de culpa e indiferencia ante lo que está haciendo; a como hay personas que han causado daño que están arrepentidas de lo que hicieron. Este no es un asunto de maldad pura, sino de control de ira. Por supuesto hay cosas que evidentemente pasan la raya de los límites de lo humano”.

Lo innegable es que todos somos diferentes, al igual que lo son nuestras circunstancias. “Incluso dos hermanos que hayan crecido en la misma casa con los mismos padres tienen historias diferentes, porque la apreciación va a depender de cosas totalmente personales”, afirma Keisy Varela, psicoanalista y licenciada en psicología que trabaja en la Universidad Centroamericana de Ciencias Sociales (UCASIS).

Bajo la máxima de diversidad no podemos, entonces, definir un perfil generalizado del tipo de personas que cometen crímenes atroces. “Sí podemos pensar en ciertas cosas que tienen que pasar para que alguien tenga estabilidad emocional, y saber que si eso no ocurre vamos a tener a un adulto con estas condiciones”, dice Varela.

Tener problemas de salud mental no es sinónimo de que alguien va a cometer delitos grotescos, pero sí es posible decir –según nuestras fuentes– que la mayoría de personas que cometen actos así tienen cierta desestabilidad emocional y mental.

Según Varela, la estabilidad emocional se logra a través de ciertos mecanismos intrínsecamente humanos: se necesita un ser querido que conecte a la persona con la cultura en la que vive, que genere una percepción real, que defina límites y que sea emisora de amor y cariño. “Si estas funciones fallan es muy probable que vayamos a tener a un adulto que se vaya a permitir a sí mismo llevar a cabo cierto tipo de crímenes”, comenta Varela.

Entonces no, no podemos hablar de monstruos aquí.

¿Hablamos de psicópatas, entonces?

Cuando hablamos de estos casos, “psicopatía”, “sociopatía” y “comportamientos disociales” fueron conceptos comúnmente utilizados por las psicólogas de La Reforma y por Sisy Castillo, la directora de la sección de psiquiatría y psicología forense del Departamento de Medicina Legal del Organismo de Investigación Judicial (OIJ).

En esos campos médicos, los psicópatas son incurables y son el tipo de personas que cometen atrocidades y no se arrepienten, sino que parecen orgullosos de sus actos.

En el campo del psicoanálisis hay un poco más de premura antes de utilizar el término, pues para ellos todo se trata de las estructuras clínicas, en el tanto las personas pueden tener neurosis (donde la ley está instaurada), psicosis (donde no hay ley) y perversión (donde hay disfrute en el irrespeto a la ley), y dependiendo de ello podemos entender sus crímenes.

Para la psicología criminal y la psiquiatría, los psicópatas no tienen una enfermedad, sino una condición irrevocable, por lo que se les debe encarcelar en máxima seguridad a sabiendas de que nunca van a mejorar. En el sistema penal lo que más importa no es si alguien es psicópata, sino si la persona que cometió el crimen era capaz de reconocer que lo que estaba haciendo era incorrecto; en caso de que no lo supiera, se habla de que tenía una enfermedad mental.

“Difícilmente nos hemos encontrado con casos de que quien comete crímenes así de graves haya tenido una vida divina”, explica Masís en La Reforma. “Lo que casi siempre tienen en común es una vida de agresiones, de abandono, de carencias afectivas, abusos, experiencias realmente traumáticas, consumo de drogas, sexualidad súper desorganizada, carentes de límites; un montón de factores que si usted los suma a rasgos neurológicos sin la contención adecuada, el resultado final es ese”.

Masís y Lobo recuerdan casos en los que se le da cárcel a personas con enfermedades mentales severas –cuando esas personas deben ir al Hospital Psiquiátrico– cuyos expedientes han tenido que enviar a una segunda revisión pues la investigación psiquiátrica y psicológica del OIJ fue insuficiente para detectar sus males.

Esto sucede en parte porque el centro de psiquiatría y psicología forense del OIJ trabaja en función de las preguntas que les hacen las autoridades durante la investigación de los casos. Si los investigadores preguntan si un sospechoso es bipolar, por ejemplo, y el análisis del centro determina en poco tiempo que no, ese análisis es tomado en consideración por el juez para el veredicto.

“Un sociópata, en la mayoría de los casos, conserva intactas sus capacidades mentales y superiores”, explica Sisy Castillo, del centro del OIJ. Esas personas no se salvan de la cárcel. “¿Cuáles capacidades nos interesan? La capacidad de planeación, organización y motivación para realizar un acto”.

Además del Poder Judicial y el Ministerio de Justicia y Paz, entra otro actor en juego: la Defensa Pública, la única herramienta que tienen a mano este tipo de criminales, quienes usualmente no pueden pagar un abo-gado pero aún así necesitan defenderse ante el Estado.

La Defensa Pública, por ejemplo, solicitó un análisis psiquiátrico del sospechoso de la atrocidad reciente en Guácimo, lo que le ha valido muchas críticas. Marta Iris Muñoz, directora de la Defensa Pública, considera que el análisis es vital para lograr la mejor condena posible, en defensa de los derechos humanos que incluso los criminales ostentan.

“La gente ni sabe quiénes son; creen que son delincuentes malvados, nada más”, dice Muñoz, y reza que hay elementos y circunstancias en las historias de las personas que no solo explican sus acciones, sino que nos explican como sociedad y sirven para defenderlos.

Por su parte, Masís, quien trata con estas personas una vez que ingresan a la cárcel, alega que aunque se tratara de psicópatas no tiene sentido tratarlos como monstruos. “El tema es estar claros en que tampoco surgen de la nada y que hay que darles el trato digno que un ser humano merece”, agrega.

Entonces no, no necesariamente podemos hablar de psicópatas en estos casos que tanto nos marcan.

Tenemos que hablar de salud mental.

Empezamos este reportaje tratando de definir qué circunstancias llevan a alguien a cometer crímenes grotescos. Supimos que llamarlos monstruos o psicópatas flaco favor le hace a la causa, y que en muchos casos las cárceles lejos de rehabilitarlos los ponían en una peor situación.

Como es evidente, las opiniones a veces chocan entre sí y las teorías cambian dependiendo del enfoque de los especialistas. Sin embargo, el tema en el que todas nuestras fuentes coinciden es que la salud mental y todas sus ramas deben de ser temas prioritarios para el país.

“Se necesita prevención, no solo actuar cuando las cosas pasan”, afirma Kenya Lobo, directora del departamento de La Reforma. “Hay tantos casos que hemos visto que se pudieron prevenir. Estados depresivos que yo digo, si alguien los hubiera visto y les hubiesen brindado la atención...”, lamenta.

Esto, por supuesto, no es tan sencillo como solo decirlo, pero primero viene la conversación y después la búsqueda de soluciones. Habrá casos que serán imposibles de contener tanto desde el Estado como desde las comunidades y familias, pero hay otros que, según los expertos, se podían prevenir.

Para Muñoz, de la Defensa Pública, hay situaciones que ellos han defendido en las que bien pudieron haber tenido mayor participación previa herramientas estatales como el Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia y el Patronato Nacional de la Infancia.

“El Estado no suele abordar el problema ni detectarlo a tiempo”, explica Muñoz. “Por ejemplo, este muchacho de Guácimo había dado algunas alertas y si lo hubiéramos remitido a una institución tal vez se le hubiera dado un abordaje adecuado”.

A la vez, en las instancias judiciales y penales el personal no alcanza: el OIJ tiene siete psicólogos y siete psiquiatras, y La Reforma tiene nueve psicólogos para atender poco más de 3.000 presos; en otras cárceles los números son todavía menores.

Como siempre, gran parte de la prevención se debe lograr en las casas y en las comunidades, pero para eso las personas necesitan educarse sobre las enfermedades mentales, y eso conlleva romper con los tabúes del asunto.

Prevenir es complicado, estima la psicoanalista Varela, pero se puede intentar: “Podemos identificar cosas sutiles, cambios en la conducta, cambios de humor demasiado radicales, la manera en la que se relacionan con nosotros va a ser determinante; no nos ve a los ojos, no salen del cuarto...”, concluye.