Toda rosa tiene su espina: Una noche con Def Leppard y Poison

Def Leppard, Poison y Tesla se juntaron el 17 de junio en Las Vegas. Un grupo de ticos hicimos el peregrinaje para vivir el concierto que nos llegó con 30 años de atraso.

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– “¿Ustedes también vienen para un concierto? Qué bien. ¿Van para el EDC?”

– “¿EDC? No: ¡Nosotros venimos a ver a Def Leppard y Poison!

– “Ah. Ok.”

La cara de desconcierto de la muchacha lo dijo todo. La joven –usuaria del mismo gimnasio que mi cuñado, Randall– no tenía ni idea de qué era eso de Def Leppard y Poison, así como nosotros ignorábamos de qué iba el tal Idicí . El rato que esperamos nuestras maletas fue la única coincidencia, pues seguro ella no había entrado al kínder (¿o nacido?) cuando nosotros –los cuarentones de hoy– llamábamos a Rooper y a Hoffman para pedirle Toda rosa tiene su espina o Pon un poco de azúcar en mí . Ella había hecho el viaje hasta Las Vegas para asistir a una de las máximas citas de música electrónica del mundo, plagada de magos de las tornamesas, las computadoras y las secuencias. Nosotros, en cambio, solo queríamos reencontrarnos con aquel viejo rock and roll .

Lado A

Carlos Sánchez Miranda pasó a la historia en el 2015 por ser el juez de familia que dio por válida la primera unión de hecho entre dos personas del mismo sexo en Costa Rica. El dato no tiene que ver con esta historia, Carlos sí.

A finales de la década de los 80 tanto mis padres como los de él formaban parte de una comunidad de matrimonios católicos y en varias ocasiones coincidimos en su casa, mientras los adultos se reunían. Yo, entonces un chiquillo a punto de terminar la escuela, carecía de cualquier afición musical, criado entre las rancheras y boleros de mi papá; las baladas de las empleadas, y las canciones religiosas de mi mamá. Fue entonces Carlos el que me compartió la buena nueva, al poner en mis manos la versión en acetado del Hysteria, de Def Leppard.

Lanzado el 3 de agosto de 1987, el Hysteria hizo de Def Leppard una superpotencia musical. Fue el momento de máxima gloria para la banda de hard rock británica, el primer disco que grabó después de que el baterista Rick Allen perdiera el brazo izquierdo en un accidente, en 1985, y el último en contar con el salvaje guitarrista Steve Clarck, previo a su prematura muerte por envenenamiento alcohólico, en 1991. El hoy juez Carlos Sánchez probablemente no recuerde que me prestó aquel disco, pero para mí fue un punto de giro.

Si bien el Hysteria llegaría a vender 25 millones de copias en todo el mundo, yo no me conté entre sus compradores. Fue en un casete TDK que grabé el disco y en las siguientes semanas lo escuché hasta rayar en la obsesión. Un vecino, Christian Herrera, me regaló una portada para mi casete, fotocopiada de un original, que se había tomado el trabajo de colorear meticulosamente.

Así, en 1989 entré al colegio con Def Leppard bajo el brazo, literalmente: forré el cuaderno de inglés con una foto de aquellos cinco rubios peludos (arrancada de una Metal Hammer , creo), y a quienes el profe no tuvo reparo en tildar de “momias”.

Def Leppard era un grupo fresa, parte de la corriente glam-hair del heavy metal que coqueteaba sin asco con el pop y la estética andrógina, que pegaba en el radio y MTV y era suficientemente incorrecto sin caer en lo diabólico. Aquel fue un camino sin retorno para mí: poco a poco la mesa de noche se empezó a llenar de casetes de Bon Jovi, Skid Row, Mötley Crüe, Cinderella, Alice Cooper, Ozzy Osbourne, Guns N’ Roses, Tesla, Van Halen, Faster Pussycat, Whitesnake, Warrant, White Lion, Ratt. Y Poison, mucho Poison.

Lado B

Las Vegas revienta en actividad musical y calor. La temperatura de verano en el desierto hace que caminar por las ardientes aceras de esta viciosa urbe sea un acto de amor (a la charanga).

Cientos de miles de jóvenes toman la ciudad a propósito del EDC, un extravagante festival que junta durante tres días a los dioses de la electrónica, frente a una audiencia que bien puede bailar hasta morir (no es cuento: este año la noticia fue que nadie murió en el festival).

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De ahí que en cualquier restaurante o bar, al mencionarse el tema de los conciertos, lo natural fuese que nos preguntaran si estábamos ahí para asistir al EDC. Si el mesero de turno era menor de 30, nuestra respuesta causaba la misma mezcla de apatía y desconcierto que nos dio la muchacha tica del gimnasio con la que empieza este cuento. Si, por el contrario, el interlocutor era de los nuestros, ahí casi que nacía una amistad: “¿Def Leppard? ¿Poison? ¡Tesla? ¡Rock and roll, baby!”

Ya jugamos, y lo sabemos. Nuestras bandas tienen hoy que hacer bulto, salir a la calle en combo con tal de garantizarse los llenazos que lograban 25 años atrás por su cuenta. Al revisar el calendario de espectáculos venideros en Las Vegas vemos toda clase de promociones que parecían impensables en los tiempos de Roberto Chiabra: Alice Cooper + Foreigner; Styx + REO Speedwagon; Journey + Asia; Steve Miller Band + Peter Frampton; Boston + Joan Jett; Def Leppard + Poison + Tesla.

Es el 17 de junio y estamos en el MGM Grand Arena, donde el promedio de edad de la concurrencia ronda los 45 años. Muchos visten desteñidas camisetas negras, reliquias de giras pasadas, de glorias pasadas. Tesla abre la noche, con un set corto de media hora, apenas para su puñado de éxitos. El grupo cuyo nombre hace homenaje al científico Nikola Tesla se mantiene en buena forma, y la gente le hace feliz barra en su power ballad por excelencia, Love Song , y en su clásico de clásicos: Signs (¿sabían que no es un tema propio, sino un cover original de la Five Man Electrical Band?).

Llega el primer descanso, propicio para comprar cervezas de $12 y camisetas de $40. Yo, que sé qué sigue, tomo fuerza, estiro músculos que hace rato no ejercito y me disculpo con mi garganta: llegó la hora del galillo.

Bonus track

En 1989, el festival de la canción del Liceo de Curridabat tuvo un jurado conformado por las estrellas musicales de nuestro cantón: Raúl Villalta, Margarita Libby y Cabis Calderón (el del mariachi). Ese día mi amigo, el hoy reconocido artista plástico y caricaturista Francisco Munguía, pasó congojas en su interpretación de Cuando seas grande , de Miguel Mateos, y el triunfo fue para un trío –del que solo recuerdo a Champepa– que se embolsó a jueces y estudiantado con su versión de Every Rose Has It’s Thorn .

Aquella balada desbarataba ayer y hoy hasta el corazón más plantado. Sus creadores eran cuatro muchachos que parecían muchachas, cuyos rasgos femeninos irónicamente los hacían el símbolo de la testosterona roquera. Si Def Leppard era una fresada, Poison era la exageración del estereotipo, con un frontman arrollador y galán como Bret Michaels, secundado por un baterista que se daba el taco de llamarse Rikki Rockett, un bajista desbordado en porte de busca pleitos como Bobby Dall, y un guitarrista pirotécnico que era una hipérbole andante: el detonador C.C. DeVille.

Las luces se apagan en el MGM y las buenas costumbres se van con ellas. Lo siento por la pareja que está bien sentada detrás mío, pero durante todo el set de Poison me es imposible no taparles: el asiento que pagué fue inútil de ahí en adelante, pues el cuerpo se mandaba solo. Había que brincar, bailar y sacudirse como si fuese 1989.

Poison ha soportado todo tipo de altos y bajos: Bret se tornó estrella de realities ; Rikki venció al cáncer y C.C. a las drogas. Y ahí están, aún con sus rasgos delicados, comportándose como los ídolos que alguna vez fueron, claros en que las muchachas que antes les tiraban sostenes ahora están casadas y que, probablemente, sus esposos los quieren tanto o más que ellas.

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Su repertorio en Las Vegas fue un grandes éxitos impecable, indestructible. Pidan su complacencia, que esa noche sonaron todas: Fallen Angel, Something to Believe In, Unskinny Bop, Nothin’ But a Good Time, Talk Dirty to Me , y la balada atómica que tres adolescentes curridabatenses hicieron suya para ganar un certamen colegial de la canción del que ya nadie se acuerda.

No lo sabía aún, pero al día siguiente el cuerpo me cobraría el abuso al que lo sometí con la sobredosis de Poison. Cuando Mónica, mi esposa, me dijo que ya era hora de levantarnos para seguir nuestro plan turístico en Las Vegas, mi respuesta fue un balbuseo incomprensible, un lamento de rock and roll destartalado. “Ya no estamos en 1989”, gritaban, furiosas, mis rodillas.

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Histeria

Las momias del heavy metal que adornaban mi cuaderno gozan de buena salud, para descontento del profe de inglés y Luis Fishman.

Def Leppard suena tan bien como cuando Rooper y Hoffman los programaban. Dos guitarras, bajo, batería y se hace la magia.

La agrupación anda celebrando los 30 años del Hysteria (lanzado cuando Tesla y Poison apenas gateaban en la escena roquera). De aquel mítico álbum el concierto incluyó seis éxitos inoxidables ( Animal, Rocket, Love Bites, Armageddon It, Hysteria y Pour Some Sugar on Me ), y no hubo un alma entre los presentes que no los reconociera… sí, hasta los más pollitos (los “chiquillos” de 30).

Esa noche vi por primera vez a Rick Allen, el baterista amputado que aprendió a tocar con un solo brazo. También escuché el duelo prometido de guitarras entre Phil Collen –quien después de 30 años de actuar sin camisa aún no exhibe grasa corporal– y Viviam Campbell, el más “nuevo”, que llegó hace 25 años para suplir al fallecido Steve Clark, y finalmente pude experimentar con todos los sentidos la amalgama de voces que se dan cuando ellos y el bajista Rick Savage y el cantante Joe Elliot se hacen uno solo. Def Leppard es como uno de aquellos Transformers que juntos formaban un robot gigante. Un único ser conformado por cinco criaturas.

Después de cuatro horas de concierto, la realidad volvió. Tesla, Poison y Def Leppard hace mucho abandonaron, para no volver, las listas de éxitos. Son clásicos, como clásicos somos sus fanáticos. La nostalgia, para ellos y para nosotros, es alimento. Rock and roll, baby.