Tinta Fresca: Ventana abierta a Paco el sabio

Hablo de Amighetti porque llueve y entonces tenemos charcos para asomarnos y ver el cielo en ellos.

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Cruzaba con frecuencia por el campus en su andar pausado hacia el correo y pensé que en una de tantas lo vería, pero nunca ocurrió.

Yo conocía su nombre y su obra porque Francisco Amighetti era uno de nuestros artistas grandes, una leyenda que habitaba una casa con una ventana abierta al oeste por donde entraban los días a despedirse.

Costa Rica fue un país sin ventanas hasta que Amighetti se las inventó y entonces pudimos asomarnos a procesiones, cantinas o galleras barridas por el tiempo pero reconstruidas por obra de su gubia, su madera y sus manos maestras.

“La niña y el viento” y “El niño y la nube” fueron mis primeros descubrimientos de su cosecha enorme, pero fue “La tortuga” el grabado que me llevó a imaginar, es decir, a caminar más allá de lo visible y lo evidente. Lo vi y pensé en un mar apenas insinuado en el símbolo del animalito que flota en una palangana al sol. Penetré en un Caribe que me era aún desconocido y además sentí envidia por las dos niñas que admiran concentradas su juguete vivo de caparazón amarillo.

Paco Amighetti fue un invitado regular de Guido Sáenz en “Atisbos”, programa que para algunos significaba aburrimiento. Para mí no.

En un episodio, don Guido llamó a Amighetti Paco el Sabio, el más adecuado sobrenombre para alguien que iluminaba a su interlocutor con una sabiduría cuya semilla eran los viajes, las lecturas, la vida vista desde muy cerca.

Mucho de eso está en sus libros de prosa y de poesía, que en Amighetti son lo mismo. En sus creaciones se borran las fronteras que en la teoría delimitan ambos géneros. Todo en ellas es de una belleza que nos devuelve a un paisaje conocido aunque jamás lo hayamos visto, a un momento del pasado que no vivimos, quizás a una pérdida.

Escribe casi siempre en un tono semejante a la tristeza, pero en el cual no hay dolor ni espinas. Es más bien una nostalgia bien llevada, un regreso a las fuentes que alimentan la historia personal que, en el caso del creador, es la materia prima de su arte.

Por eso hay en sus palabras una luz especial. Es como si un rayo de sol entrara a una habitación en penumbra a través de un cristal roto por una piedra lanzada desde afuera y nos despabila.

Entrados ya en confianza haré una confesión: siempre quise un grabado de Amighetti. Y lo digo en pasado porque ya lo tengo. Me lo regalé en un cumpleaños y elegí uno que, además de bellísimo, establece un lazo amoroso con mi propia nostalgia.

Muestra a un grupo de personas trabajando en los patios de un beneficio de café, como lo hicieron durante décadas mis abuelos y mis papás en La Verbena, una finca que llegó a ser el corazón laboral del pueblo donde crecí.

Pienso en ellos de inmediato cuando miro la obra y más cuando en los atardeceres brillantes de febrero o de marzo el sol pega en la pared de la que cuelga y vuelve de cobre el marco negro, la marialuisa vino y las montañas de granos revueltas por los rústicos rastrillos de madera.