Tinta fresca: Santa Rosa es también una frontera

A la sombra de árboles enormes, higuerones, guanacastes, una placa mantiene viva la frase advertencia de Francisco Orlich: “el que con aviesa intención invade Costa Rica de Santa Rosa no pasa”

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Allá, lejos, una hilera de volcanes. El Orosí, el Cacao, el Rincón de la Vieja. Tierra viva sobre fuego milenario. El espinazo norte del país. El final de la cordillera. O el inicio, según lo veamos.

Aquí, en la loma, viento. Un viento que desaparece a ratos y en otros agarra impulso y corre con fuerza y se estrella contra el monumento en el cual se leen dos fechas en números romanos: 1856 y 1955.

Dos invasiones con el mismo resultado. Dos enfrentamientos. La muerte paseando dos veces por los llanos donde ahora, advierten los letreros, andan hormigueros, venados, felinos grandes.

En marzo del 2002, con la ayuda de don Félix Amado Grillo, me encontré en Liberia con cinco sabaneros y dos cocineras que habían trabajado décadas atrás en la hacienda Santa Rosa.

Vita María Centeno, Guillermo Lara, María Teresa Espinoza, Juan Fuentes, Bernardino Angulo, Jesús Villarreal y Tito Rueda empezaron a jalar el hilo de la memoria y a contar.

Tito, que entonces pasaba de ochenta años, explicó que había llegado desde Nicaragua a los dieciséis. “Me fui para el Tempisque cuando vendieron esa carajada”.

La carajada de la que hablaba Tito Rueda era la hacienda.

En los recuerdos de todos Santa Rosa era la tierra inmensa que recorría el tigre y donde el fogón se encendía antes que el sol por el este.

Era donde se castigaba con el zopilote los errores de la peonada.

¿No sabe qué es el zopilote?, me preguntó Tito Rueda.

Negué con la cabeza y entonces dijo: “Mataban uno y lo ponían en una de las ramas más altas de un palo hasta que estuviera engusanado y hediondo...".

Oigo, sorprendido.

“Cuando el zoncho llevaba días en el palo a uno lo amarraban con un mecate y lo jalaban y lo jalaban para que arriba tuviera que olerlo”. Si la falta era grave la penitencia podía durar media hora.

“A un amigo mío lo treparon una vez porque una ternera se le zafó”.

Lo treparon, lo bajaron y lo volvieron a trepar. El peón pedía que pararan el castigo, pero la duración la definía el patrón, no el castigado.

En la historia de Santa Rosa cuenta la gente que la habitó, héroes cotidianos como quienes allí se jugaron la vida en marzo de 1856 y en enero de 1955.

El monumento, en un alto, y las placas cercanas, nos hablan de hombres convertidos en soldados a quienes la historia llevó al combate.

Abajo, los corrales de piedra inspiran a pensar cómo habrá sido el enfrentamiento que recordamos tan tímidamente cada marzo y más tímidamente cada enero.

Afirman los libros que la batalla del 56 duró quince minutos. Se dice fácil, pero qué eternidad debe de ser un cuarto de hora entre bayonetazos, cuánto infierno puede caber en un tiempo tan corto.

En la casona, ahora un modesto museo, letreros didácticos nos hablan hoy de ayer. Aquí pasó esto en tal fecha, aquí pasó lo otro años después.

Los tablones del piso crujen.

Una foto explica que después del incendio del 2001 rescataron de las ruinas un yugo que fue empotrado luego en la construcción resucitada. Es un recordatorio de que la casona experimentó otra transformación, que no es la misma de antes, pero que la esencia del símbolo se mantiene.

Santa Rosa es la vieja casa, la hacienda, la batalla, el parque nacional.

Es también el encuentro con el Pacífico del cual nacimos. Donde la tierra toca el mar están nuestros más antiguos pedazos de territorio. Millones de años atrás allí empezó a emerger el país que hoy habitamos.

En 1856, sangre de nuestra sangre fue a su defensa. También en el 55. A ellos está dedicado el monumento de la colina.

A la sombra de árboles enormes, higuerones, guanacastes, una placa mantiene viva la frase advertencia de Francisco Orlich: “el que con aviesa intención invade Costa Rica de Santa Rosa no pasa”.

Santa Rosa es también una frontera.