Tinta fresca: Retrato de un hombre bueno

“El agua había desaparecido hacía mucho tiempo, pero el recuerdo del agua todavía estaba allí”. (El cantor de tango).

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Mi padre se asoma al presente por la ventana sin cristales de un recuerdo.

Avanza en blanco y negro por la nave de una iglesia y lleva en brazos al niño que fui.

Varios pasos adelante, detenidos para un fotógrafo cuyo nombre jamás conoceremos, ven al frente un adulto y una mujer en traje de novia.

La puerta del templo se muestra sin detalles porque estos fueron tragados por el contraluz y en la esquina superior izquierda padre e hijo reclamamos nuestro sitio en la foto, enfocados como debe ser.

Es el 9 de marzo de 1974. Mi padre camina cerca de los cincuenta años, yo tengo dos y cuatro meses y llevo zapatos blancos, embetunados posiblemente con gladiol, y camisita a rayas de manga corta.

Es la única fotografía en la que estamos juntos, en otras que conservo se le ve solo o con mi madre. Viene a mí, mientras escribo, una tomada de noche en el caserón de los abuelos –donde parecía eterno el fuego en la cocina de hierro– y en la cual mi padre se dirige a un interlocutor fuera de cuadro.

Un fotógrafo lo encontró en 1953 en Rivas de Pérez Zeledón mientras construía un templo a cuatro brazos con mi abuelo. Ambos posan en lo alto de un andamio, en paz, como si en vez de una labor compleja estuvieran dedicados a armar una ballena de madera empezando por el costillar.

Le atraían las veraneras rojas y una que sembró en el patio llevada quién sabe de dónde abrazó la tapia y encendió el patio de tierra durante años.

Le oí repetir toda la vida "a descansar a la tumba" y lo cumplió. Trabajaba mucho, incluso en los días feriados y domingos, en los que subía al monte a cuidar el cafetal y a estar donde crecían los nísperos más dulces y los jocotes más tronadores.

“A descansar a la tumba” habría sido un epitafio adecuado para un hombre bromista, honrado e incansable.

Casi muere joven cuando emigró al sur, a las bananeras, donde lo enfermó el paludismo. Mi abuela le pedía que volviera, pero él se plantó en un no. Se enamoró de una chiricana, sostenía mi abuela. Al amor le atribuía que él escogiera los peligros de los bananales a la seguridad de la familia. Pero al final aflojó, regresó y en la meseta se casó y empezó a construir una familia.

La foto de bodas –hoy en una repisa de la sala de mi casa– lo muestra en traje entero, bigote recortado y acentúa unos ojos en los cuales me reconozco. Muchos notan un parecido que antes yo veía lejano y al cual, creo, me acerca el tiempo.

Los años me aproximan a la edad que tiene mi padre en la foto en la cual me lleva alzado y he decidido escribirle porque merece que este hijo lo llame padre amoroso y hombre bueno.

Honro su memoria desde el terreno de la palabra, conservando en el patio, a la intemperie, el molejón con el cual afilaba algunas herramientas de trabajo y con dos veraneras encendidas en macetas de arcilla. Las palabras fluyen, como el agua y el tiempo, la lluvia que baña la piedra es la misma de la que beben las plantas.

Pedí a un sobrino que tallara una flor de lis a cada lado de esa piedra/recuerdo/molejón porque, como sabe todo el mundo, la flor de lis simboliza al árbol de la vida y en los mapas antiguos señalaba el norte.