Tinta Fresca: ‘Las seis cuerdas de mi adolescencia’

Fueron buenos años que miro con más distancia de la que debería. Cuando hablo conmigo mismo de esa época de chivos y ensayos sabatinos me siento como un nonagenario que recuerda su juventud

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Estoy a tan solo unas horas de entrevistar a un viejo amigo de mis años de guitarrista. Lo conocí hace unos nueve eneros cuando éramos compañeros de orquesta.

Su apariencia es la misma, la mía no tanto. Yo era un adolescente encorvado, sin atisbos de barba, que se emocionaba por ir en el bus escuchando las piezas de Agustín Barrios Mangoré que tanto aburrían a mis compañeros colegiales.

Con este amigo, las conversaciones funcionaban diferentes al resto. Él llegó a la orquesta para tocar guitarra eléctrica en un tema de Pat Metheny que estábamos montando. Para ese momento él no sabía nada de música clásica, pero en pocos meses se adaptó y entró al ensamble.

Fueron buenos años que miro con más distancia de la que debería. Cuando hablo conmigo mismo de esa época de chivos y ensayos sabatinos me siento como un nonagenario que recuerda su juventud.

Para ese entonces, hice buenas amistades que aceptaron mis rarezas del momento. Los ensayos de guitarra eran una extraña e injustificable zona segura donde yo era el más joven de todos (el muchacho que estaba en sétimo de colegio) y ni la diferencia de edad podían detenerme de ser yo mismo, a diferencia de lo que sucedía en la secundaria.

Yo no era el más enérgico del grupo ni mucho menos. Era el muchacho alto de la sección de guitarra tres, que se mantenía en silencio pero reía sin inhibiciones.

Los conciertos se me resbalaban de las manos sin darme cuenta y lo que más apreciaba de presentarme eran los tiempos muertos previos al show. Una vez superada la prueba de sonido, nos quedaban unas cuantas horas para ser estúpidos.

En esos ratos nuestro director se ausentaba y el destino nos daba una visa para la inmadurez. En una de estas ocasiones, un amigo despedazó como karateca unas tablas de madera que se encontraban detrás del Melico y tuvo que disimular su muñeca desgastada horas antes de la presentación.

En otro chance, uno de mis más cercanos amigos llegó con el pecho lastimado porque esa misma mañana se había tatuado. Su cara delataba su dolor, aunque sus palabras fueran otras. Tuvo que contener el malestar hasta la noche.

Todo eso sucedía con risas y sin dramatismo. Íbamos a los supermercados cercanos a los recintos de presentación y comprábamos mentos y gaseosas en una suerte de sana rebelión juvenil. Éramos unos muchachos sin poder adquisitivo que brindaban con barquillos en vez de copas.

Crecimos y cambiamos. Nos formalizamos, incluso quienes para esa época ya rozaban los treinta pero se comportaban como chamacos.

Ahora los encuentros casuales cambiaron y, cuando nos topamos, fechamos tardes de birras prometidas que nunca llegarán.

Al director de la orquesta me lo topo de vez en cuando. Es un tipo de poco hablar, pero de palabras honestas. La última vez me conmovió encontrarlo en un concierto y lo vi como si fuera un padre pródigo, al que aún únicamente puedo decirle “profe” y nunca podré llamar por su nombre.

Curiosamente, el día del concierto de despedida, ninguno de nosotros quiso llorar. Fue una reunión de muchas de esas fichas que llevábamos años sin vernos, después de haber abandonado el ensamble por infinidad de razones.

Fue una fiesta que me recordó el día que lloré porque debía salir de la orquesta. Tuve malas calificaciones en el colegio y me vi obligado a pausar mis horas de guitarra, así que me sentía feliz de estar en la fotografía del último día de vida de la orquesta.

A pesar de que apenas nos veíamos una vez por semana, siento que crecí con el resto de mis compañeros como vecinitos de barrio que estrechaban sus manos a diario. Posiblemente con la mayoría de estos muchachos ya no exista amistad, pero esas fotos espantosas del Facebook del 2010 cargadas de compañerismo nadie me las quita.

No sé cómo recordarán el resto de compañeros ese tiempo, pero hoy al toparme con uno de esos viejos compinches de chivos quiero regresar a mi cuarto a desempolvar esa guitarra que me ve todos los días a lo lejos y que abracé durante toda mi adolescencia.