Tinta fresca: La vida suena, la vida cuenta

“Acudid a mis venas y a mi boca/ Hablad por mis palabras y mi sangre”. Pablo Neruda

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Aún viva, Catalina está muerta de miedo.

La acusan de rebelión y de participar en manifestaciones callejeras, pero solo es cierto lo segundo.

Se encuentra ante el pelotón de fusilamiento y sus verdugos no saben que guarda un chilindrín de colores con forma de flor en una de las bolsas del delantal.

Va a morir y piensa probablemente en sus cuatro hijos, su esposo y en las injusticias que esparce como peste la Guerra Civil.

Con el chilindrín cerca del cuerpo permanece agarrada a la vida hasta el último instante. El odio ciego le siega la existencia una mañana de septiembre de 1936, cuando España empieza a padecer bajo la bota del bajo Francisco Franco, y el cuerpo queda en una fosa común.

La primera condena para Catalina es la cárcel, la segunda, inexplicablemente, la pena capital; la tercera, un olvido inmerecido.

Martín Díaz, su hijo menor, tiene nueve meses cuando queda huérfano y es suyo el chilindrín de colores. Y es en ese niño en quien posiblemente más pone su madre la cabeza cuando escupen el fin las bocas oscuras de las armas.

El sonajero es un símbolo potente. Es el sustituto de Martín en la desgracia. Al llevarlo con ella, Catalina deja entre los vivos al bebé que cargaba en brazos al momento de ser detenida. Así lo salva.

En agosto del 2011, arqueólogos españoles revisan en Palencia tierra y tiempo y dan con varios esqueletos donde estuvo un cementerio.

Hallan, todavía con rastros de cal viva, unos huesos únicos. El cráneo está despedazado y los restos muestran tiros en las vértebras, la clavícula y las costillas. Cerca, dispersos, botones de nácar, enganches para esos botones y dos suelas de hule de unos zapatos 36. Junto a la cadera izquierda, un sonajero de colores.

Son innecesarios los exámenes genéticos. Con las referencias disponibles se sabe que es Catalina.

Los científicos toman el relevo en esta historia y comienzan a poner en su lugar los hechos, los verbos y los signos correspondientes que, en este caso, no son el punto final ni el punto y aparte sino los tres puntos abiertos al futuro.

Martín Díaz, hoy de 83 años, dice no recordar nada de su madre. Nadie conserva fotos de ella. Catalina es durante ochenta años un fantasma anónimo sepultado en un sitio desconocido de Palencia. El hallazgo del cuerpo enmarca su muerte y la limita.

Uno le cree a Martín cuando afirma no tener recuerdos de Catalina, pero podemos dudar y decir, por ejemplo, que quizás sí, pero le duele rememorar y opta por pasar de largo.

“Nada de lo que sucedió debió haber pasado”, dice Martín. “Nada” es, además del fusilamiento, su orfandad, su travesía larga por el silencio impuesto porque los parientes eligieron no hablar de lo ocurrido en el 36 por el miedo que despierta nombrar las heridas. Pero las heridas están para ser dichas, contadas, recontadas. Esa es la forma humana de curarlas.

En una foto reciente, Martín sostiene en la mano derecha el chilindrín. Cuando conoció el hallazgo se opuso a saber detalles. Algo (mucho) cambió entre esos dos momentos.

Martín estuvo atrapado entre los tres puntos suspensivos –suspendidos– de un relato familiar contado mal y poco. Es su hija Martina quien empuja ahora hacia adelante. Afirma que guardará el sonajero en una urna, un sitio especial, para que otros conozcan su importancia.

El chilindrín, flor de plástico enmudecida ochenta años, suena de nuevo aunque a simple vista no funciona.

Catalina Muñoz Arranz, 37 años, ciudadana de Cevico de la Torre y asesinada por franquistas, está por fin a salvo de los estragos de la desmemoria. Tendrá una tumba y tendrá paz, una paz necesaria también para quienes le sobrevivieron y hoy desde la vida la nombran con libertad.