Tinta Fresca: La esfera ancestral

Al fin de cuentas, aliados de la fortuna o gendarmes de la esperanza, nos apasiona mundialmente un deporte democrático por excelencia

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Mi partido era trepidante. El balón quedó picando. Con hambre de gol, le pegué de media vuelta. El bólido sobrevoló el zaguán, aterrizó en el portal navideño y decapitó a Melchor. Antes de caer sobre el camino de aserrín que conducía al pesebre, la cabeza del pobre rey mago volcó los patitos de colores que nadaban en la porción de espejo que hacía de lago apacible, en mi diciembre lejano.

“Niño, deja ya de joder con la pelota”, canta Joan Manuel Serrat en Esos locos bajitos. La bola, la pelota, el esférico o el balón –llámelo como guste–, es el sueño infantil, el objeto atávico que buscamos alucinados, hasta que de viejos dejamos de perseguirlo por culpa de nuestras rodillas maltrechas. No obstante, la chochera de la bola y el fútbol es una pasión que nos dura toda la vida. Es anhelo de libertad, es sensación lúdica, es juguete por antonomasia. De carajillos, la atesorábamos en las casas donde el pan y el afecto conjugaban las palabras padre y madre con afán, techo y lumbre. Y al aire libre, el fútbol convocaba igual, a güilas con tacos y a los humildes descalzos, quienes, por cierto, percutían auténticos cañonazos con el poder de sus troles.

Ser dueño de la bola otorgaba el privilegio del puesto fijo en la mejenga. Los más gallitos escogían a los mejores. En orden descendente, la rifa evolucionaba del astro al más malo. Y ya en plena acción, el balón saltarín ligaba pie a pie el hilo invisible de nuestra complicidad cotidiana. Fiesta del sudor. Si no había pelota, cualquier bodoque, cosa o tarro que medio rodara, servía para armar el ritual universal entre ricos y pobres. Si contigo pan y cebolla, pelota de trapo.

Del fútbol también nos cautiva su estirpe de dios pagano que erige ídolos de multitudes y, con la misma autoridad con que bendice y glorifica, deshereda y castiga a los súbditos de su casta. Será quizás que nos fascina la redondez del balón por la facilidad como rueda, corre, salta y vuela. O será, tal vez, porque nos remite a los orígenes, al vientre de la mujer amada y fecunda que nos eterniza. Y si profundizamos en los porqués del fútbol, desde una óptica sideral, podemos distinguir en la pelota de gajos su semejanza con el planeta azul que, al girar sobre su propio eje, define el tiempo de nacer, el tiempo de reír, el tiempo de llorar y el tiempo de morir, mientras la esfera ancestral, viajera de la inmensidad, coquetea alrededor del Sol con su levitación mágica.