Tinta fresca: El libro que lo sabe todo

La tradición se cumplirá porque nada puede frenar la necesidad y las ganas de aprender.

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Los jocotes tronadores de setiembre anuncian que en algún rincón de este mundo agitado se afinan los alisios y se pulen los cielos claros, como de vidrio.

En los días que le abren el camino a diciembre se cumplirá la tradición, estará con nosotros el libro que lo sabe todo, esa enciclopedia popular que concede la misma importancia a la receta para las empanadas de guineo que a casi olvidadas rancheras y al telescopio espacial Hubble. Saber es saber.

El almanaque Escuela para todos llega incluso antes de que enrojezcan las pastoras y los muñecos de nieve luchen para no fundirse en las ventanas del trópico.

Pronto lo vocearán los pregoneros y uno, llamado por los gritos, pone los ojos en la portada inconfundible preguntándose qué secretos revelados revelará este año, cuáles chistes blancos esperan nuestra risa.

Podemos dar por descontado que hablará de los peligros de la gastroenteritis y dará, como una oferta irrenunciable, las horas de las mareas para los puertos de América Central y los tiempos en los que parirán vacas y chanchas.

Conservo fresco el recuerdo de mi encuentro con el libro en mi niñez. De alguna forma llegó a mis manos y empecé a hojearlo hasta dar con un tema y unas ilustraciones cautivadores.

Las fotos mostraban bellos murales en los cuales destacaban hombres con piel de cobre y penachos de plumas verdes y largas como esmeraldas eternas. Así conocí el Popol Vuh. (Mucho después vi en Chichicastenango el sitio donde la leyenda coloca el hallazgo del libro sagrado y pensé en mi propio y ya lejano descubrimiento en el patio de tierra de la casa de los abuelos).

Seguí buscando el libro cada año. Lo esperaba con ganas y así lo leía. Me explicó la caída del Skylab, me contó de una remota isla chilena habitada por gigantes de piedra que le dan la espalda al mar, me paseó por la muralla china y elevó mi imaginación con el cuento “La muchacha que visitó las nubes”.

Más adelante, como universitario, visité el Instituto Centroamericano de Extensión de la Cultura, la cuna del almanaque, y conocí allí a doña Manuela Tattenbach, esposa de Roderich Thun, los papás del Escuela para todos.

Entendí mejor la filosofía detrás de las explicaciones sencillas de temas al parecer complicados.

Doña Manuela era ya una señora mayor y hablar con ella fue una experiencia muy agradable. Tenía un porte que asocio con la realeza; su voz grave, como de fumadora, desgranó para varios estudiantes detalles de la aventura iniciada por ella y su esposo para llevar conocimiento a los campesinos centroamericanos. Sabían ya que comprender lo comprensible es un derecho humano.

Hoy octubre avanza en medio de una pandemia. El mundo ha perdido por un virus nuevo un millón de personas, o más, en varios meses. El golpe es parejo, pero sabemos que, ojalá pronto, el conocimiento humano será vacuna y habrá noticias buenas.

El diciembre que camina hacia nosotros será muy distinto a los anteriores, pero traerá su propio aire de optimismo y esperanza en el Escuela para todos de un año inolvidable.

En un futuro que hoy solo imaginamos el almanaque contará con sencillez que una generación enmascarada enfrentó y venció a un virus que echó a correr desde un rincón de un país llamado China, tierra que maravilló a Marco Polo y nos dio la brújula, la pólvora, el papel.