Radiografía de un fantasma

Intentó ocultar el cigarrillo en la bolsa del saco y en un santiamén la prenda comenzó a echar humo. Imperturbable, doña Margarita –la subdirectora- tuvo que hacer malabares para no estallar de la risa y los estudiantes, petrificados, hacíamos lo propio para disimular

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Tuvo un paso fugaz por las aulas del Liceo Napoleón Quesada. Era el año 1969. Los estudiantes del tercer nivel seguíamos fascinados sus lecciones de vida, muchas de las cuales, en plena adolescencia, quizás no comprendíamos en su justa dimensión. Llegó como emergente al cole y se quedó pocos meses, suficientes para que su mensaje calara en nuestros corazones, al punto de que más de medio siglo después, muchos exalumnos del ‘Napo guadalupano’ lo recordamos vívidamente.

Aquel profe divertido usaba camisa sin corbata, saco y pantalón al estilo de la época. Cálido, sonriente, comunicativo y, oh paradoja, también de pocas palabras, los matices de su personalidad hicieron que, no más de entrada, alguien del grupo le endosara el certero sobrenombre de Profundo. Se trataba del nuevo docente que provenía de quién sabe dónde, el profesor que hablaba bajito, apenas para ser escuchado, un ser humano hasta cierto punto extraño que se sentaba encima del escritorio a ofrecer su caudal de experiencias, mientras fumaba copiosamente.

De ahí el “mosquero” que se le armó la ocasión en que la subdirectora del colegio irrumpió sin avisar en el aula, recinto en el que era terminantemente prohibido fumar. Profundo intentó ocultar el cigarrillo en la bolsa del saco y en un santiamén la prenda comenzó a echar humo. Imperturbable, espigada y férrea, doña Margarita –la subdirectora- tuvo que hacer malabares para no estallar de la risa y los estudiantes, petrificados, hacíamos lo propio para disimular tan bochornoso como festivo espectáculo.

Profundo era amable y sombrío, abierto y reservado, sonriente y triste, registros emocionales de un semblante noble y experimentado que tornaba indescifrable su pronóstico del tiempo interior. El vuelo inexorable y tan lejano de las hojas en los calendarios me impide precisar ahora si Profundo era el profesor de Estudios Sociales, o si impartía otra materia. De cualquier modo, como regla general, sus disertaciones pedagógicas recorrían valles, caminos y montañas, llanuras, ríos, mares y profundidades de lo insondable.

Peco por omisión al evocar ahora la figura del citado profesor enigmático, sin mencionar a otros mentores del Liceo Napoleón Quesada, cuya impronta educacional fue decisiva en nuestra generación de personas de bien. La verdad es que todos hemos recibido la influencia benefactora de muchos educadores a lo largo de nuestras vidas y, sin saber realmente cómo ni por qué motivos, con los años se convierten en espíritus que en cualquier momento vuelven tangibles con sus enseñanzas, según sean los pasajes, circunstancias y vicisitudes por las que estemos atravesando.

Le llamábamos Profundo y así como vino, desapareció. Nunca supimos más de él. Ahora bien, ¿por qué razón después de más de cinco décadas Profundo ha vuelto a mi memoria? La explicación es simple. Porque todos somos seres producidos por la alquimia; es decir, la mezcla y el resultado de espíritus y fantasmas con quienes hemos convivido y nos han legado sus enseñanzas, sus frutos, sus vivencias. Son las sensaciones e imágenes del devenir existencial de aquellos seres con quienes nos hemos topado en los senderos y compartido risas y lágrimas. Mientras tanto, la vida continúa y, como ocurre en los relatos cinematográficos, unos antes y otros después nos vamos aproximando, paulatinamente, al desenlace de las historias personales y a los créditos finales de nuestro propio, entrañable y desgastado libreto.