Opinión impopular: no me gusta el mundial

La pasión tiene síntomas. Un grito de “gol” se contagia, en cuestión de segundos, garganta por garganta. Si cada cuatro años la fiebre por el fútbol es una pandemia, ¿cómo la evaden los que son inmunes al furor?

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Son como cualquiera. Mejor dicho, se ven como se vería cualquiera en otro momento del año o, incluso, hace tres años. No antes, no ahora.

No pasan inadvertidos por mucho tiempo, un partido de la Sele los delata.

Son el compañero sonto, el que llegó a trabajar sin la roja, sin un pañuelito simbólico de la identidad nacional. Parece imposible, dice que se le olvidó el partido.

No grita los goles pero, embriagados por la euforia, su silencio tampoco les estorba a los otros.

Todo el restaurante se pelea un lugar frente al televisor, con premura y sin modales. Pero llega algún buenazo salvatandas: el que se sienta de espaldas a la pantalla como si aquello no le interesara en lo absoluto.

“Jamás, nunca ver partidos de fútbol. Eso de jale a ver un partido, yo digo que no. Voy y tomo con ustedes pero me ofrezco para darle la espalda al tele. Todo el mundo quiere sentarse viendo el tele, pero yo no”, asegura Rafael Chavarría, un actuario de 29 años.

Cada cuatro años, cuando el Mundial cruza los televisores como un cometa con una cola que tarda un mes en esfumarse, es de los que apagan la tele sin ningún remordimiento de perderse el espectáculo.

“Leo noticias en general, por ahí me entero de quiénes son los deportistas que sobresalen, pero no soy fan de seguir ningún deporte. No tengo tele, todo lo que consumo lo escojo”, dice Karolina Hernández, una productora audiovisual de 34 años.

“Una vez estuve alquilando una casa que era amueblada y tenía varios teles, lo primero que hice fue sacar el tele del cuarto”, asegura.

Pero expulsar al Mundial no es tan sencillo como sacarlo del cuarto, sobre todo cuando pareciera que absolutamente todos los demás lo están disfrutando: en la casa, en la calle, en el trabajo, en redes sociales.

Cuando uno es hater, amargado, antifútbol o indiferente al Mundial da la impresión de que los partidos aparecen hasta en la sopa y, como dice aquel otro dicho que habla de caldos, a quien no le gusta le tocan dos tazas.

“La última vez que vi un partido fue en la agencia para la que trabajo, cuando jugó la Sele, este año. Todo el mundo estaba viéndolo y yo estaba lampareando: haciendo nada en el teléfono”, dice Johnny López de 30 años, quien labora como diseñador publicitario y, por su interés en aprovechar la coyuntura para promociones, evadir el tema es una tarea de medidas drásticas.

“Trato de evitarlo totalmente. No me meto a redes sociales”, resuelve López.

“Con Rusia el huso horario es más lejos, lo cual es una ventaja porque los partidos son a las seis de la mañana. El de Brasil fue un caos, era al mediodía, teníamos que hacer posteos”, se queja.

Cuando uno odia el Mundial no pertenece a ninguna barra. Lo único que tienen en común personas de todas las edades, género y oficio es que, durante las próximas cuatro semanas, no le darán su apoyo a la Sele ni a ningún otro equipo de fútbol. Son una minoría que no tiene hacia donde escapar ni, tampoco, una plataforma para el reclamo formal.

“En general, sufro mucho”, dice la periodista Laura Quesada, de 44 años. “Yo entiendo muy bien la dinámica de los medios de comunicación. Es un tema cultural: el fútbol abarca la mayoría de las coberturas. Me levanto y veo fútbol, oigo fútbol, veo programas de fútbol, canales internacionales de fútbol... No ha empezado el Mundial y yo ya estoy fastidiada.”

Desazón mundialista

Los fans del Mundial tienen las banderas, las camisetas de los equipos, el álbum Panini, el maquillaje de colores, los sombreros graciosos y el pegajoso “Oé, oé, oé”.

Por otro lado, los que odian el Mundial tienen que morderse la lengua.

Durante las cuatro semanas que duren los partidos eliminatorios, no tienen hacia dónde vertir sus aversiones (aunque en comentarios en redes sociales algunos han sugerido conformar un grupo de Facebook).

“Me han dicho de todo. Que soy un amargado, que nada me gusta. Cuestionan que si uno puede sobrevivir sin ver un partido de fútbol y sin saber nada (del Mundial)”, dice López.

Generalmente, los “odiosos” son inofensivos.

Rehuirle al fútbol se trata más de la autopreservación que del ataque –aunque, también, el Mundial enciende ardientes batallas en redes sociales y grupos de WhatsApp con quienes piensan que la cultura del fútbol es un interés innecesario o, incluso, un gusto tonto–.

“Cuando juega Costa Rica y dicen ‘ganamos’ es como que yo vea una película pornográfica y que piense ‘tuvimos sexo’”, bromea Chavarría, quien tiene listos un par de memes para enviarlos a sus amigos en WhatsApp durante estas próximas semanas –uno de ellos es una carita indiferente que dice “No me provoca nada”–.

Muchos de los gruñones se toman su lugar en el ecosistema futbolístico con buen humor: son el antagonista gracioso o, también, los amigos llevaderos.

“No es que me divierte, pero en lugar de ahuevarme le veo el lado entretenido al asunto”, contradice Chavarría. “Prefiero eso antes de amargarme. No los voy a ahuevar pero quiero que sepan que no me importa”.

“Cuando se ponen a hablar de fútbol, ni entiendo nada ni me interesa. Hay una alienación ahí, pero no porque lo traten a uno mal”, describe Hernández sobre la relación con sus amigos.

“Lo que termina haciendo uno es integrándose cuando no queda de otra. Costa Rica juega en el Mundial, y la Fuente de la Hispanidad se llena: tenés que ir. ¿Qué vas a hacer? Tenes que ir aunque sea por la fiesta”, dice la productora audiovisual.

Al final, vivir el Mundial se trata de las emociones y recuerdos que para otros son contagiosos: desde niños jugaban mejengas en la escuela; de adultos, recuerdan las fiestas de celebración y, también, las borracheras de las derrotas.

“Cuando mi tía me llevó a un partido, jugaban Saprissa y Puntarenas. Nunca me llamó la atención” , dice Chavarría sobre su única experiencia en el estadio, a los 10 años.

Aún cuando para muchos la experiencia del fútbol es adoctrinación obligatoria en la infancia, crecer y es una válvula de escape. Tras la mayoría de edad, toman el control de sus decisiones y, de forma adulta, deciden evitar el fútbol.

“Todo comenzó en la escuela, cuando estaba en educación física”, recuerda López sobre su infancia. “Corría de un lado para otro evadiendo la bola y ojalá nunca me tocara patearla, porque si lo hacía, cagaba la jugada, me hacían bullying todos los demás compañeros”, dice. “El fútbol representa todo eso con lo que no estoy de acuerdo, todo eso que me hizo bullying durante tantos años: estos hombres heterosexuales, blancos, lomo plateado, con todos sus privilegios, machistas”.

Para quienes crecen en familias que no son fiebres, es más fácil acostumbrarse a no prestarle atención a los partidos ni a las barras.

“No me evoca recuerdos de infancia, de secundaria ni de universidad. El fútbol en mi vida no ha significado nada más allá de una industria que mueve mucha plata”, asegura Quesada.

Las personas consultadas para este artículo son críticas. En Facebook, quienes escriben de forma negativa sobre el Mundial y sobre la industria del fútbol también lo son.

Su principal argumento contra el campeonato suele ser la cantidad de atención que recibe –en los noticieros, en los temas de conversación de redes sociales y hasta en los almuerzos familiares–. Sienten que, durante cuatro semanas, el mundo se paraliza por la euforia masiva.

Otros recuerdan la violencia de las barras o, también, que cada cuatro años cualquier otra fecha de junio pasa a ser secundaria. Hay familias en los que hasta se han cancelado cumpleaños por los partidos.

“Yo me siento como si estuviera en un bar lleno de gente borracha y yo soy la única sobria”, dice Hernández. “No tengo nada en contra del deporte ni del fútbol como tal, ni de la competencia. Es contra la maquinaria que está detrás y estupidiza a la gente”, afirma.

“Es una especie de opio, es un negocio de entretenimiento”, añade Hernández, quien piensa con fervor que es inútil celebrar las victorias en el Mundial porque los resultados están arreglados.

“A la gente se le olvidan los problemas sociales, políticos, porque solo están enfocados en eso. Todo el mundo enfocado viendo a once maes jugar contra otros once”, lamenta.

Reglas de convivencia

Pese al desgaste de las próximas semanas, los síntomas de la fiebre mundialista son pasajeros y las familias, los amigos y los trabajos regresan a su orden “normal”.

“Vengo de una familia que no es futbolera. El que ha sido un poquitillo más futbolero es mi papá, que ha sido seguidor de Cartago toda la vida. Pero tampoco es obsesivo”, dice Quesada.

“En el último mundial, compartí con los compañeros de la oficina. Nos fuimos, nos pusimos la camiseta roja. No me movió tanto ir a ver el partido sino el momento con los compañeros de la oficina. Aparte de eso, ya no más”, asegura la periodista.

“No me apunto, no me apunto con el tema del fútbol. Pero respeto a los que les gusta”, añade.

Como una minoría en sus relaciones interpersonales, otros terminan cediendo para no afectar la armonía con sus conocidos y seres queridos. Después del Mundial, tendrán que continuar viéndolo, hablándoles y hasta queriéndolos, después de todo.

“La última vez que vi un partido fue el de Liverpool contra el Real Madrid. Fue obligada porque mi novio es argentino y obviamente es fiebre del fútbol. Lo llevé a casa de mi papá, porque mi familia es futbolera”, asegura Hernández.

“Ahora, le estuve ayudando a conseguir un lugar para ver los partidos porque son en la mañana. Probablemente, hasta lo acompañaré algunas veces y le haré porras pero, más que todo, por apoyarlo a él. Es un argentino de Lionel Messi, es uno de los favoritos. Tampoco se puede desligar de su idiosincrasia”, afirma con resignación.

Pero, precisamente, la idiosincrasia de un mundo que se desvive cada cuatro años por un campeonato de fútbol masculino es lo que incomoda a varios.

El Mundial es, efectivamente, un tema de cultura: es importante para quienes crecen rodeados del fútbol – desde las experiencias en las mejengas hasta la convivencia frente a la pantalla–, tal y como ocurre en Costa Rica.

“En la vida hay que tener balance de todo. Las realidades y las tragedias continúan para todo mundo”, asegura Quesada. “Tal vez debería tomarme un poco más a la ligera el tema del fútbol pero vieras que no puedo. Por más que trato, no puedo”.