Obituario 2019: Agnès Varda, cine en la playa

Cineasta belga, 1928 - 29 de marzo 2019

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Agnès Varda eligió su propio nombre. Sus padres la nombraron Arlette, pero prefirió Agnès a los 18 años porque el primero le sonaba como de niña. Apenas a los 30, un desafortunado cumplido nombraba “abuela” de la Nueva Ola francesa, un grupo de críticos convertidos en cineastas que transformaron el paisaje del cine internacional en los años 60. A los 90, a su muerte, era de nuevo como una niña, no porque se hubiera reducido su sagacidad en lo más mínimo, ni porque se disminuyera la complejidad de su arte, sino porque, como los ojos que empiezan a descubrir el mundo, despertaba en sus seguidores la nostalgia de aquella curiosidad voraz de la infancia.

En febrero, tras siete décadas de tesonero trabajo en la fotografía, el cine y las artes visuales (sus tres épocas, fundidas hacia el fin de su vida), la artista belga estrenaba en la Berlinale Varda por Agnès donde desplegaba su vida y su obra como una clase maestra que, al final, le enseñaba más a ella misma que a nosotros. Su oficio, después de todo, había sido de retratista. “La herramienta de todo autorretrato es el espejo. Te miras en él. Le das la vuelta y ves el mundo”, explicaba en Interview hace ya diez años.

Pensar en Varda es, pues, meditar sobre el tiempo y su elástico empeño en confundirnos. Ella misma jugaba con eso: en sus últimas dos décadas disfrutó ampliamente del reconocimiento público, mucho más que en los 50 y 60, cuando el joven cine francés emergió como remolino, porque ahora se la entendía. Es tramposo decir de una artista que se adelantó a su época, pero pareciera que hasta los últimos años ha quedado claro el peso del arte de Varda. Sin temor a la grandilocuencia, puede ser que sea una de las cineastas más influyentes del presente, la más popular y difundida del “ensayo” en el cine. Varda entiende el “¿Qué sé yo?” de Montaigne, acuñador del ensayismo, como una invitación a entender primero a los demás y, por medio de sus impresiones sobre ella, a sí misma.

Esa es una de las estrategias artísticas más fértiles y difundidas de hoy, y la vemos germinar en películas como Los espigadores y la espigadora (2000), donde Varda se acerca a los excluidos de la bonanza europea, a quienes viven de recolectar alimentos tirados a la basura, a quienes buscan entre escombros, restos y márgenes. Allí Varda se encuentra nada menos que con su propio carácter perecedero, y en las papas descartadas en el campo mira sus manos arrugadas y su cuerpo pequeñito, destinado también a decaer. En Las playas de Agnès (2008), recorre esa frontera borrosa que no es una cosa ni la otra en busca de la fuerza que la ha impulsado hacia adelante. La playa, decía, le encantaba cuando era casi plana: “Es tan puro que es como el principio del mundo. Me permite, como una metáfora, creer que siempre estuve en la playa de mi mente”.

Nada de narcisismo en este empeño; más bien, generosidad y escucha que empujan las formas de narrar hasta sus límites. Desde su primer largometraje, La pointe courte (1955), su ficción sobre una pareja en conflicto se hace porosa para dejar entrar el drama vivido en una aldea de pescadores. “Mi punto era: ¿cómo puedo encontrar una forma cinematográfica de contar la vida y lo que la rodea? ¿Cuáles son mis herramientas? ¿Cómo puedo hacer cine y no solo recitar algo? Tuve éxito con algunas cosas, especialmente cuando las hice ligeramente falsas”, explicaba.

Así que se lanzó a la calle, a filmar en la Francia rural, pero también en California, donde su marido Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo, 1965) intentaba triunfar en Hollywood, y donde retrató a las Panteras Negras, el arte callejero y el grafiti, y la crisis de una guionista sorprendida por la vida en pleno exilio, como le sucedía a ella misma en su complejo matrimonio (a la muerte de Demy en plena epidemia del sida, le dedicó uno de los más hermosos cuentos de descubrimiento del cine, Jacquot de Nantes, de 1990). En los 70 y 80 hizo musicales sobre el aborto, panfletos sobre el feminismo, retratos fantásticos como Jane B. par Agnès V. (1988, con Jane Birkin) y un incendiario reclamo de dolor y libertad, Sin techo ni ley (1985).

Varda reemerge en el 2000 y cruza su cine con el arte visual, de nuevo a la vanguardia, ampliando el lenguaje de la imagen al cruzar su pasión por la pintura con su profundo conocimiento del cine, su luz, su sonido y su movimiento. En sus videoinstalaciones se juega y se llora: son playas falsas repletas de inflables reales, tumbas para su gato, un homenaje a los héroes de la Segunda Guerra Mundial, una conversación cara a cara con viudas que, como ella, siguen viviendo y siguen amando al desaparecido. Se convierte en una de las cineastas más queridas del mundo, inspiración y desafío.

Hace poco, Rostros y lugares (2017), codirigida con el fotógrafo JR, fue un inesperado éxito de taquilla y la puso en la palestra de nuevo. Aquí teníamos a una figurita con el pelo medio blanco, medio berenjena, a sus casi 90 años recorriendo Francia, redescubriéndose y mostrándonos, a espectadores supuestamente difíciles de sorprender, que el cine no ha terminado de descubrir las infinitas formas de vernos y de ver al otro, al mismo tiempo y en nuestra singularidad radical y poderosa. Al final de Varda par Agnès, su figura se desvanece en la playa. Volvía a casa.

En febrero, tras siete décadas de tesonero trabajo en la fotografía, el cine y las artes visuales (sus tres épocas, fundidas hacia el fin de su vida), la artista belga estrenaba en la Berlinale Varda por Agnès donde desplegaba su vida y su obra como una clase maestra que, al final, le enseñaba más a ella misma que a nosotros. Su oficio, después de todo, había sido de retratista. “La herramienta de todo autorretrato es el espejo. Te miras en él. Le das la vuelta y ves el mundo”, explicaba en Interview hace ya diez años.

Pensar en Varda es, pues, meditar sobre el tiempo y su elástico empeño en confundirnos. Ella misma jugaba con eso: en sus últimas dos décadas disfrutó ampliamente del reconocimiento público, mucho más que en los 50 y 60, cuando el joven cine francés emergió como remolino, porque ahora se la entendía. Es tramposo decir de una artista que se adelantó a su época, pero pareciera que hasta los últimos años ha quedado claro el peso del arte de Varda. Sin temor a la grandilocuencia, puede ser que sea una de las cineastas más influyentes del presente, la más popular y difundida del “ensayo” en el cine. Varda entiende el “¿Qué sé yo?” de Montaigne, acuñador del ensayismo, como una invitación a entender primero a los demás y, por medio de sus impresiones sobre ella, a sí misma.

Esa es una de las estrategias artísticas más fértiles y difundidas de hoy, y la vemos germinar en películas como Los espigadores y la espigadora (2000), donde Varda se acerca a los excluidos de la bonanza europea, a quienes viven de recolectar alimentos tirados a la basura, a quienes buscan entre escombros, restos y márgenes. Allí Varda se encuentra nada menos que con su propio carácter perecedero, y en las papas descartadas en el campo mira sus manos arrugadas y su cuerpo pequeñito, destinado también a decaer. En Las playas de Agnès (2008), recorre esa frontera borrosa que no es una cosa ni la otra en busca de la fuerza que la ha impulsado hacia adelante. La playa, decía, le encantaba cuando era casi plana: “Es tan puro que es como el principio del mundo. Me permite, como una metáfora, creer que siempre estuve en la playa de mi mente”.

Nada de narcisismo en este empeño; más bien, generosidad y escucha que empujan las formas de narrar hasta sus límites. Desde su primer largometraje, La pointe courte (1955), su ficción sobre una pareja en conflicto se hace porosa para dejar entrar el drama vivido en una aldea de pescadores. “Mi punto era: ¿cómo puedo encontrar una forma cinematográfica de contar la vida y lo que la rodea? ¿Cuáles son mis herramientas? ¿Cómo puedo hacer cine y no solo recitar algo? Tuve éxito con algunas cosas, especialmente cuando las hice ligeramente falsas”, explicaba.

Así que se lanzó a la calle, a filmar en la Francia rural, pero también en California, donde su marido Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo, 1965) intentaba triunfar en Hollywood, y donde retrató a las Panteras Negras, el arte callejero y el grafiti, y la crisis de una guionista sorprendida por la vida en pleno exilio, como le sucedía a ella misma en su complejo matrimonio (a la muerte de Demy en plena epidemia del sida, le dedicó uno de los más hermosos cuentos de descubrimiento del cine, Jacquot de Nantes, de 1990). En los 70 y 80 hizo musicales sobre el aborto, panfletos sobre el feminismo, retratos fantásticos como Jane B. par Agnès V. (1988) y un incendiario reclamo de dolor y libertad, Sin techo ni ley (1985).

Varda reemerge en el 2000 y cruza su cine con el arte visual, de nuevo a la vanguardia, ampliando el lenguaje de la imagen al cruzar su pasión por la pintura con su profundo conocimiento del cine, su luz, su sonido y su movimiento. Pero en sus videoinstalaciones se juega y se llora: son playas falsas repletas de inflables reales, tumbas para su gato, un homenaje a los héroes de la Segunda Guerra Mundial, una conversación cara a cara con viudas que, como ella, siguen viviendo y siguen amando al desaparecido. Se convierte en una de las cineastas más queridas del mundo, inspiración y desafío.

Hace poco, Rostros y lugares (2017), codirigida con el fotógrafo JR, fue un inesperado éxito de taquilla y la puso en la palestra de nuevo. Aquí teníamos a una figurita con el pelo medio blanco, medio berenjena, a sus casi 90 años recorriendo Francia, redescubriéndose y mostrándonos, a espectadores supuestamente difíciles de sorprender, que el cine no ha terminado de descubrir las infinitas formas de vernos y de ver al otro, al mismo tiempo y en nuestra singularidad radical y poderosa. Al final de Varda par Agnès, su figura se desvanece en la playa. Volvía a casa.

El autor es periodista y programador de cine.