Modo avión desactivado: la vida en tierra firme de los pilotos jubilados

Empezaron a volar con Lacsa y se jubilaron con Avianca. Tres pilotos recientemente retirados comparten anécdotas que empezaron a escribirse en el aeropuerto de La Sabana y las vivencias únicas de quienes por 45 años vieron el mundo desde arriba.

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Su familia venía a bordo, acompañándole; la tripulación aprovechó todas las oportunidades para celebrarle; los pasajeros aplaudieron de buena gana una y otra vez. En aquel avión todos compartían la felicidad, a excepción del homenajeado, pues a medida que se aproximaba a Costa Rica, el capitán Walter Steivorth Strunz tomaba conciencia de que cada maniobra, cada comando, cada comunicación sería la última.

El vuelo, procedente de Los Ángeles y con escala en Guatemala, era el último para un piloto que dejaba atrás 45 años de aviación y más de 27.000 horas. El retiro no le llegó porque lo buscó, sino más bien porque lo alcanzó: las regulaciones dicen que los pilotos al llegar a los 65 años no pueden volver a tocar los controles de un avión; para ellos la jubilación es obligatoria.

“Dejar de volar es dejar parte de tu vida de un día para el otro, aunque te sintás bien. Ese último tramo del vuelo fue triste”, dice Steinvorth. Él es uno de tres capitanes que se retiraron en tiempos recientes de Avianca, todos pertenecientes a una generación que hizo sus primeras horas de vuelo en La Sabana en aviones heredados de la Segunda Guerra Mundial y que vivieron el sorprendente cambio tecnológico que dinamizó a la aviación de los últimos 50 años.

Los capitanes Steinvorth, Fabio Gamboa y Jorge Arturo “Tuto” Córdoba empezaron volando en los años 70 con la recordada aerolínea nacional Lacsa y, al igual que ella, fueron asimilados luego por Taca y finalmente por Avianca, empresa con la que se retiraron con meses de diferencia, al cumplir 65 años. Hace algunas semanas, a pedido de Revista Dominical, los tres volvieron a enfundarse en sus uniformes y quepis para regresar a su otra casa, el aeropuerto Juan Santamaría (ellos, inconscientemente, aún le llaman El Coco en medio de la conversación). Ahí, cerca de la pista que tantas veces recorrieron, las anécdotas afloraron sin dificultad.

Modo avión: Off

La mayoría de nosotros cuando hemos ido al aeropuerto, lo hacemos con el pasaporte en una mano y el equipaje en la otra. Y por eso ignoramos que quienes visitan el Santamaría por motivos distintos a un viaje deben pasar por un engorroso proceso de admisión y controles de seguridad que pondrían a prueba la paciencia del mismísimo Job.

Y ahí, mientras esperan pacientemente entre distintos operarios que necesitaban entrar a la terminal, los tres capitanes extrañan, y con razón, aquellos tiempos en que su ingreso era expedito. No lo dicen y no hace falta: en sus trajes, los pilotos son una imagen aspiracional. Para muchos niños el saludo del capitán del avión vale más que el del presidente del país o la estrella deportiva, y la vida que el resto de los mortales imaginamos acerca de quienes ejercen esa profesión por lo general está asociada a aventura, éxito y distinción.

Y sí, algo de eso eso hay.

Superados los controles de seguridad, cruzamos el aeropuerto hacia la Sala VIP de American Express, donde sería la entrevista. Aquella travesía toma más tiempo de lo previsto, pues el Juan Santamaría reacciona sorprendido ante el regreso de tres viejos conocidos, y los saludos, abrazos, chistes y bromas se multiplican a su paso. “Diay, ¿qué hay que hacer para que ustedes jalen de aquí?”, les espeta risueño un oficial de seguridad a los veteranos pilotos.

Antes de empezar la plática, la oficina de prensa de Avianca nos facilitó el acceso a una de las aeronaves de la empresa con el fin de realizar la sesión de fotos. Para los tres fue la primera vez de nuevo en la cabina, en el asiento de mando. Sujetar una vez más los controles fue una experiencia agridulce, admiten. Los tres están perfectamente capacitados para tomar aquella máquina y ponerla en el aire, pero ya no les es permitido.

Del trío, a Wálter es a quien bajarse del avión, por así decirlo, le ha costado más, y no tiene problema en reconocerlo. Por su parte, Fabio y Tuto se sienten cada día más a gusto en su nuevo rol de retirados, con los pies, nunca mejor dicho, bien puestos sobre la tierra.

Al rememorar sus orígenes, los tres coinciden en su vocación por los aviones fue casi inevitable: Steinvorth y Córdoba son hijos de pilotos, mientras que Gamboa se crió entre estos, dada la cercana amistad que sostuvo su padre con algunos aviadores de la vieja guardia. Los tres crecieron viendo hipnotizados el ir y venir de los aviones en el antiguo aeropuerto de La Sabana y de adolescentes se las arreglaban para ir aprendiendo, aún cuando fuera a espaldas de sus familias.

“Siendo hijos de piloto, era como una tradición, de hecho recuerdo ver al papá de Wálter llegar a mi casa. Desde ese momento uno empieza con lo de los aviones, uno oía las historias, las bromas, de una u otra manera se va permeando”, explica Tuto.

“Nunca pensé en otra cosa que no fuera ser piloto, al igual que mi padre, quien se pensionó en Lacsa. A los papás pilotos no les gusta que uno sea piloto pero no lo logran, y más en esos tiempos que la aviación era muy peligrosa. Mi papá sabía a qué nivel tenía que llegar”, añade Steinvorth.

“En el colegio siempre dije que quería ser piloto”, sentencia Gamboa.

Sus años de formación son reflejo de una Costa Rica menos complicada, de gente que confiaba más y temía menos. Para aquellos chiquillos con ansias de volar era común irse al aeropuerto y pasar como Pedro por su casa hasta la pista, donde no faltaban los pilotos que les ayudaran a matar fiebre, llevándoselos de acompañantes en vuelos ida y vuelta a Limón, Parrita, Golfito. Para cuando su entrenamiento formal comenzó, los tres ya acumulaban considerables horas de vuelo y aprendizaje a partir de despegues y aterrizajes en pistas rudimentarias y peligrosas.

Y como el oficio se lleva en la sangre, Gamboa heredó la profesión a su hijo, con quien llegó a coincidir en Avianca e incluso a ser parte de la misma tripulación. Lo mismo pasó con Steinvorth, pues sus tres hijos son profesionales relacionados con distintos ámbitos de la aviación, incluyendo a una hija piloto. E igual que sus progenitores, ellos también ya experimentaron los temores propios de cualquier padre que ve elevarse a un hijo por los aires al mando de un vehículo cargado de decenas de personas a su cuidado.

La vista desde la cabina

Pasillo, centro o ventana.

A la hora de escoger asiento en un avión, varios tipos de viajeros se identifican. Los que piden ir a la par del pasillo son los más propensos a ir al baño, o bien que no quieren pasar por la molestia de incomodar a desconocidos; los del centro son los que compraron su tiquete de últimos y no les quedó de otra, y los de la ventana solo quieren comerse el mundo, y por más millas que acumulen de tanto viajar, siempre se sorprenden ante la vista de las nubes y las puestas de sol.

Son esos viajeros los que darían lo que fuera por tener la visibilidad de la que gozan los pilotos desde su cabina. Ellos sí pueden rajar de tener los mejores asientos, incluso por encima de los clientes de primera clase.

“Volando te encontrás con Dios; ves el poder de las tormentas y un sinfín de cosas que la gente no nota. En las noches prácticamente tocás la Vía Lactea, la nitidez de las estrellas es apasionante. Te llena de fuerza. Yo me sentía muy cerca de Dios en eso. Ves turbulencias que son monstruos, que te destruirían el avión”, comenta el capitán Gamboa, quien se retiró en octubre del 2018, tras 47 años en el aire.

“Yo no concibo mi vida en cuatro paredes, en una oficina. Ser piloto es sinónimo de libertad pura, tu oficina tiene una vista maravillosa del planeta y todos los días cambia”, añade Steinvorth.

“Esto no es un trabajo. Nosotros no trabajamos, nosotros volamos. No es cualquiera al que le dan una máquina de 100 millones de dólares para trabajar”, dice por su parte Tuto, el más reciente en colgar el quepis (en mayo próximo cumplirá un año desde su último vuelo).

De hecho, si su trabajo se analiza fríamente, la imagen puede ser escalofriante: no solo están a cargo de una costosa y delicada nave voladora, sino que la vida de todos abordo están en sus manos, y el margen de error no existe. “Tenés que estar enamorado de tu profesión, porque si te ponés a pensar solo en la responsabilidad que tenés en la mano, la vida se te hace una pesadilla. Salís corriendo. Es complicado. y por eso nos mantenernos al día, debidamente entrenados. No se pueden andar atormentado por la responsabilidad”, explica don Wálter.

En el caso de Avianca, todos sus pilotos deben pasar dos veces al año por el simulador de vuelo, donde son puestos a prueba en distintas situaciones que podrían enfrentar en el aire. “Al principio, jóvenes, la preocupación era ir a pasar el simulador de vuelo cada seis meses, porque de eso dependía tu carrera. Luego, con la edad, empezás a tenerle más miedo al examen médico”, dice Steinvorth, a lo que sus colegas coinciden entre carcajadas.

Familia y retiro

Algo constante en la vida de cualquier persona cuyo trabajo se desarrolle dentro de aviones comerciales es el sacrificio familiar, ver a los hijos crecer de un día al otro casi sin darse cuenta, los domingos que no son domingos y los sábados que parecen miércoles o jueves.

“La familia es la gran sacrificada. De los 30 días del mes, 21 estás volando. Yo me acuerdo de mis hijos haberlos visto pasar de así a así (indica con las manos el aumento de estatura). Mi esposa era la que los criaba”, explica Córdoba. “Los 24 de diciembre no existen, los domingos tampoco. De 45 años volando me tocaron unas seis navidades en casa”, añade Steinvorth.

“Parte de mi deseo de retirarme era el poder dedicarme a mi esposa, a mis hijos, ahora los veo, los disfruto, y estoy viviendo una fase de mi vida que me llena la falta que me hace volar”, cuenta por su lado Gamboa, quien en su nueva rutina ya encontró tiempos para nadar y llevar clases de pintura. Él y Tuto ya son abuelos (Córdoba incluso es bisabuelo), mientras que a Steinvorth, al momento de la entrevista, le faltaban algunos meses para estrenarse en esas lides.

Los tres saben que los tiempos son otros, que ellos vienen una generación que se curtió a la brava, en años en que la aviación era un riesgo constante y en que no se podía soñar con sistemas GPS. Escucharlos contar como si nada las historias de cuando navegaban guiándose con la frecuencia de radioemisoras como Titania, o de cómo debían ubicarse a partir de puntos de referencia para saber dónde hacer un giro es tan espeluznante como fascinante.

Piloto que se respeta tiene un gusto especial por las pistas con mayor grado de dificultad y consultados, los tres hablan de cómo, por ejemplo, en Costa Rica un aterrizaje en Golfito era una prueba de habilidad, o bien de todo lo que implicaba aterrizar años atrás en los aeropuertos de Cuzco, en Perú, o Tegucigalpa, Honduras. “Ahí antes todo era visual, ibas metido entre las montañas dando vueltas y cuando ves la casa con el perro y la ropa tendida sabías que había que dar la vuelta”, explica Tuto sobre Toncontín.

“La tecnología hoy no te deja pasar los sustos que te llevabas antes. En la época de oro de los vuelos chárter a San Andrés, íbamos de noche, en aviones de pistón, y a lo que se pudiera ver. Si por allá caía un rayo, te ibas corriendo”, comenta don Wálter.

Otro cambio significativo es el climatológico, y en el gremio de los pilotos difícilmente encontrará negacionistas del cambio climático. “El tiempo antes era más benigno. Ahora te metés en un cúmulo y no sabés; vas con el radar viendo cómo pasás. Yo he despegado de Buenos Aires a Lima y de las 4 horas y media he pasado 4 horas y 15 minutos con turbulencia. No podés hacer nada”, lamenta don Fabio.

Para los pilotos, la tecnología ha sido una enorme ayuda. No es que sea más fácil (al final el trabajo exige el mismo grado de concentración que décadas atrás) pero una nave como la moderna A320 es una maravilla para aquellos que echaron colmillo con los C46, el DC6, el DC8, el 727, el BAC 1-11, el 137...

Hoy estos pilotos aprencian la vida desde el suelo. Seguirán volando como pasajeros, aunque reconocen que en realidad los expilotos son los peores pasajeros. “Uno sabe lo que está pasando, lo que están haciendo, y no tenés el control. Es como decirle a un médico que lo van a operar”, concluye Tuto.

En el parqueo del aeropuerto, los tres intercambian abrazos pero al final deciden irse a almorzar juntos. Al parecer, al anecdotario aún le quedaban muchas horas de vuelo.