Los días finales del régimen nazi

El régimen nazi agonizaba 70 años atrás. Berlín, la capital del III Reich era asediada por el Ejército Rojo que, finalmente, la tomaría para acabar la guerra

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Asustado a morir, el sirviente se atrevió a golpear desesperadamente la puerta del dormitorio de su amo.

“¡Nos atacan!”, gritaba el mayordomo a su patrón, quien se acostaba a las 3 a. m. y se levantaba hacia el mediodía

Todavía estaba medio aturdido por el sueño, cuando Adolfo Hitler atinó a preguntar: “¿Tan cerca están los rusos?”. Eran las 10 de la mañana de aquel 21 de abril de 1945.

Hitler aparentaba 20 años más de los 56 que había cumplido el día anterior. Era un hombre en ruinas, desde cualquier punto de vista.

Las tropas del Ejército Rojo de la Unión Soviética estaban a solo 19 kilómetros de Berlín, la capital del III Reich , agonizante apenas en el año 12 de los mil que duraría.

Desde esa distancia, la artillería soviética comenzó su castigo contra una ciudad tan en ruinas como su Führer.

La II Guerra Mundial –el conflicto bélico más destructivo vivido por la humanidad– vivía sus últimas horas en suelo europeo.

Para ese entonces, Hitler daba órdenes a ejércitos que solo estaban en su imaginación, Alemania era pasto de los bombarderos de las fuerzas aliadas y los soldados soviéticos estaban prestos para tomar Berlín...

El 7 de mayo de 1945, el III Reich se rindió de forma incondicional, por medio del general Jodl, justo una semana después de que Hitler decidiera suicidarse –junto con su esposa, Eva Braun– al tomar una pastilla de cianuro y pegarse un balazo en la cabeza.

La II Guerra Mundial llegaba a su fin..., solo en el Viejo Continente.

Sin embargo, continuaría en el Pacífico por unos meses más: Japón se negó a rendirse, como las otras potencias del Eje (Alemania e Italia).

Solo lo hizo cuando sufrió el embate de dos bombas atómicas, lanzadas por Estados Unidos, sobre Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de ese 1945, respectivamente.

Esa es otra historia. Volvamos a Berlín.

Tiempos de guerra

En una guerra se pierden las nociones de lo correcto y lo incorrecto; de lo normal y lo anormal; de la justicia y la venganza.

La vida en Berlín era ya complicada sin que hubiese llegado la ofensiva final del Ejército Rojo, que había recibido instrucciones del dictador José Stalin de aniquilar al pueblo alemán.

Antes del 20 de abril de 1945, la capital del Reich fue reducida a 84 millones de metros cúbicos de escombros por los bombardeos de los aviones de Estados Unidos y la Gran Bretaña; en otras palabras, 2.600 hectáreas destruidas u 800.000 casas en el suelo (una de cada tres).

El saldo humano se traduce en 52.000 berlineses muertos y 100.000 hospitalizados; 1.300.000 huyeron.

Como nada es normal en una guerra, quienes se quedaron y permanecían físicamente saludables trataban de seguir con su vida.

La gente seguía yendo a trabajar; los cines, los teatros y los restaurantes mantenían sus puertas abiertas; los teléfonos funcionaban... Cosas de la guerra.

Antes de que las tropas soviéticas marcharan sobre Berlín, existía un floreciente mercado negro del trueque: un litro de gasolina se canjeaba por 30 cigarrillos.

La vida no era nada fácil para los berlineses –como para todos los alemanes– en los días finales del nazismo.

Así, los productos básicos de consumo estaban severamente racionados en la asediada capital.

Para una semana, las familias en Berlín disponían de un kilo de salchichas, 250 gramos de arroz, 250 gramos de frijoles, 30 gramos de café, un kilo de azúcar y una caja de verduras.

Ni los animales del zoológico de Berlín se salvaron de los racionamientos: muchos murieron de inanición.

Antes de la ofensiva final soviética, la Filarmónica de Berlín interpretó un concierto con selecciones de Ludwig van Beethoven y Ricard Wagner.

De este último, favorito de Hitler, se interpretó Götterdämmrung ( El crepúsculo de los dioses )...

Mientras, los músicos de la Filarmónica repetían la historia de los del Titanic, a solo 50 kilómetros de Berlín esperaban 2.500.000 de soldados de la Unión Soviética, con 6.250 tanques, 41.600 cañones y 7.500 aviones.

El zarpazo del oso ruso estaba listo...

Retirada

–Entonces, ¿se marcha? Bien. Adiós.

La despedida de Hitler a Albert Speer –el arquitecto del Reich y fiel vasallo del Führer– fue fría.

“Ni saludos a mi familia, ni buenos deseos, ni gracias, ni nada”, recordaría Speer en sus Memorias acerca del último encuentro con el hombre al que consagró 12 años de su vida.

De ese tope final, Speer describe a Hitler como un “anciano tembloroso”.

Era el 23 de abril de 1945. El arquitecto, como muchos otros cercanos al régimen, había decidido marcharse de la ciudad. Speer así se lo hizo saber a Hitler cuando lo visitó en el búnker que le construyó para soportar los ataques de las fuerzas aliadas.

Sin embargo, nadie huyó como Heindrich Himmler, el temido ministro del Interior.

Himmler, autor de innumerables atrocidades y feroz represor, buscaba un pacto que le salvara su vida y su poder en un régimen nazi de posguerra.

Cuando Hitler se enteró de la traición de su secuaz, montó en cólera, luego lloró como un chiquillo y, finalmente, ordenó su ejecución. El problema fue que no había nadie que cumpliera la orden, tal era la desbandada.

Himmler, finalmente, huiría, sería capturado y se suicidaría a fines de mayo, antes de tan siquiera poder ser acusado de los crímenes contra la humanidad.

El suicidio era tema común en el búnker hitleriano. Por ejemplo, el general Von Loringhoven debatía con sus compañeros si era más apropiado la cápsula de cianuro o el disparo en la cabeza.

La idea del suicidio era común en la Alemania hundida sin remedio en la derrota: 100.000 alemanes optaron por esa muerte en la primavera de 1945.

En Demmin, una pequeña ciudad de 15.000 habitantes en el noreste del país, tan solo el 8 de mayo de 1945, entre 700 y 1.000 de sus residentes murieron por su propia mano.

Se trata del mayor suicidio colectivo de la historia alemana: prefirieron morir a a tener que vivir en un mundo sin nazis, como consigna una nota del diario El País de España.

En el Museo Regional de Demmin se conserva un documento de 28 páginas que consigna el hecho.

La ola de suicidios tenía un denominador: los padres se llevaban a sus hijos con ellos, como revela el historiador Florian Huber en su libro Hijo, prométeme que te vas a disparar.

Así lo hicieron Joseph Göbbels, ministro de Propaganda de nazi, y su esposa Magda: mataron a sus seis hijos.

“Son demasiado buenos para lo que vendrá cuando nos hayamos ido y Dios misericordioso me entenderá si los libero yo misma”, escribió Magda a su hijo Harold, preso en Inglaterra.

“No merece la pena vivir el mundo que vendrá después del nacional socialismo”, agregaba.

Fanática nazi hasta el fin, intentó persuadir a Hitler el 30 de abril de 1945, de que era posible aún ganar la guerra.

Desesperada trató de que el Führer la atendiera. “No la quiero recibir”, fue lo que dijo, y fueron sus últimas palabras que se le escucharon: pocos segundos después, moría el gran dictador.

El suicidio de Hitler fue uno de los 4.000 cometidos en Berlín en abril de 1945.

La caída

El día que Hitler se mató, los soldados soviéticos quemaron Demmin.

La orden número cinco de Stalin era clara: aniquilar al pueblo alemán..., a pesar de que anteriormente había pedido respeto por los civiles.

El sufrimiento de la población civil fue mucho, por los saqueos y las violaciones por parte de unos soldados soviéticos más henchidos de deseos de venganza contra los nazis que los habían invadido que de justicia.

Siempre en una guerra, la primera baja es la verdad: nunca se sabrá con toda certeza lo que sucedió durante esos días finales, antes de que el 30 de abril de 1945, el mismo día que Hitler se despachaba de este mundo, el Ejército Rojo tomara el centro de Berlín.

El ataque final lo realizaron las fuerzas comunistas, ya que el nuevo presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman (Franklin Roosevelt murió el 12 de abril), le ordenó a sus hombres que se detuvieran en la orilla del río Elba, pues Berlín, aseguró, carecía ya de importancia estratégica

Para entonces la capital del III Reich era una sombra ruinosa, con escasos edificios en pie, alfombrada de cadáveres humanos en las calles y cadáveres de animales en el zoológico.

En otras palabras, Berlín era una tumba al aire libre.

Aunque desolada, la resistencia fue feroz por las SS y las juventudes hitlerianas.

El ataque final contra la Cancillería fue sangriento y los combates terminaron cuerpo a cuerpo, hasta que finalmente cayó...

La soldado Anna Nikulina izó la bandera roja con la hoz y el martillo sobre el techo de la Cancillería: el régimen nazi, con sus 12 años de atrocidades, finalizaba el 2 de mayo de 1945.

Murieron 100.000 soldados por bando y 152.000 civiles berlineses en la Batalla de Berlín.

La capitulación de Berlín se firmó a las 6 de la mañana de ese día por el general Weidling, por el Reich , y el general Vasili Chuikov, el defensor de Stalingrado, quien se tomó cumplida revancha de la invasión germana, reseña el historiador David Solar.

Alemania se rindió sin condiciones el 8 de mayo de 1945. Era el día de la victoria.