Historia de vida: Y el desamparo se hizo a la mar

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Lo último que recuerda de aquel sábado del 2013 fue haber salido en su moto como un bólido del Ferry de Paquera, con la mente convulsa por un cúmulo de líos personales, sin prudencia para esperar el lento movimiento de vehículos que iban abandonando la embarcación.

Simplemente les rayó a todos y se enfiló a toda velocidad rumbo a Santa Teresa de Cóbano (Puntarenas), donde vivía entonces.

Es su último recuerdo hasta unos dos meses después, cuando recuperó algo de consciencia y se supo postrado, multioperado, adolorido e inmóvil en la cama de un hospital.

Familiares, amigos, médicos. Al principio, tenía una vaga consciencia y solo por ratos, de sus visitas. Con el paso de los días su mente comenzó a recuperarse. Y a digerir las frases sueltas que empezaron a taladrarle el alma y que muchas veces lo harían preguntarse por qué y para qué diablos estaba vivo.

“El día antes del Día del Padre usted iba rayando un bus y chocó de frente contra un camión de la cervecería. Quedó con todo y moto debajo de las llantas del bus. Estaba tan malherido que los médicos tuvieron que recoger sus testículos y acomodarlos en la bolsa escrotal. Tuvo dos infartos camino al hospital. Nadie se explica cómo está vivo. Sus piernas están destrozadas. Casi hubo que reconstruirlo todo del esternón para abajo. Por dentro y por fuera. No va a volver a caminar. Recomendamos amputar sus piernas, así no le sirven de nada. La vida sigue, pero tiene que saber que nunca va poder volver a surfear”.

* * *

Ismael Araya Solano tiene 37 años y es reconocido en el gremio de surf del país como un verdadero titán, el rey de Puerto Viejo, emblema de su generación y precursor de las generaciones actuales que tienen la oportunidad de descollar en un deporte que va en franca alzada.

Su fenotipo no puede ser más apegado al que puede manejar el imaginario colectivo si se piensa en un surfo caribeño, y más si ese caribe es ese paraíso exótico llamado Puerto Viejo.

Su cabello ensortijado y rubio tostado evidencian la huella de una vida entera metido en el mar, igual que su piel de color caramelo furibundo.

Y sí, su historia está marcada por el vaivén de las olas, por su ronroneo esperanzador en las mañanas o el bamboleo atronador en las noches de tormenta.

Y más allá. Porque en su infancia llena de pobreza y carencias, el mar nunca les negó el alimento ni a él ni a su andanada de hermanos. Son 22 en total entre los hijos de su padre y los hijos de su madre; él es el único que la pareja tuvo en común. “Una torta como tantas, fui yo”, dice sonriendo al repasar su historia temprana.

Duro de vencer

De chiquillo, a Ismael le pasó de todo. Lo pateó un caballo; estuvo a punto de ahogarse; a los 12 un accidente en el mar al chocar con la tabla de su mentor, Hernán Hilton, casi le amputó el brazo izquierdo. El tremendo remiendo que le hicieron de emergencia con tal de no cortarle el brazo ahora parece ser parte del “diseño” de costuras en la anatomía de este hombre de porte férreo pero con gestos de niño.

También sufrió maltratos y hambre; nunca tuvo zapatos para ir a la escuela, la que ni siquiera terminó.

Ismael hace el repaso de su dura infancia como algo que simplemente le tocó vivir. No hay en sus palabras ningún dejo de conmiseración. Pondera por sobre todo el megaesfuerzo de su madre para sacar adelante a su prole, dice que la ama con profunda admiración y agradecimiento, que mata por ella.

Incluso entiende perfectamente que ella, desesperada ante tanta pobreza, lo diera en adopción a los seis años a una acomodada familia turrialbeña que siempre vacacionaba en Puerto Viejo.

“Fueron como seis meses. Él era médico y solo tenían dos hijas, que se convirtieron en mis hermanas mayores durante esos meses. Fueron buenísimos conmigo, me trataban como un hijo, pero yo lloraba mucho. Recuerdo que extrañaba mucho el mar. Como ellos me daban comida diferente, bien hecha, con cebolla y chile y de todo empecé a vomitar, no sostenía nada en el estómago. Entonces un día solo me dijeron que me tenían que regresar a mi casa”, cuenta Araya mientras irradia felicidad con el recuerdo.

“Ellos (su familia adoptiva) no volvieron a Puerto Viejo mientras yo viví en Turrialba, cuando volvieron fue para regresarme... mi mamá no tenía idea de que yo volvía, no había teléfonos, no había nada... solo recuerdo haber llegado y donde ella abrió la puerta me abrazó y no me soltaba, me besaba la cabeza y lloraba y lloraba... ¡apenas pude soltarme me fui directo a correr y ensuciarme con mis hermanos! Yo tenía mi habitación propia y ahora volvía a dormir con cinco personas en un cuartillo... pero estaba en mi casita y en mi Puerto Viejo”.

Hijos del mar

Ya a los 7 u 8 años Ismael –quien aprendió a nadar casi al tiempo que a caminar– había empezado a coquetear con eso de retar a las olas, inspirado en Gabriel, su hermano mayor, a quien considera “el surfeador más grande de todos los tiempos”.

“La vida lo llevó a él por otros caminos, pero nadie en la historia ha domado las olas de Salsa Brava como él. Les ganaba a todos, incluido Álvaro Solano (excampeón nacional). Como Gallo no ha habido”.

La muchachada de entonces no podía siquiera soñar con comprar una tabla, pero entonces se hacían de los trozos que dejaban surfos extranjeros cuando las tablas se les partían en dos tras algún accidente menor; los chiquillos las lijaban y las reparaban.

Pronto llegó la adolescencia; la guapura, el liderazgo en el pueblo por ser un ducho en el mar, el pegue con las chiquillas. Más con las de afuera, que alucinaban de oírlo hablando en exótico patuá.

Pero también los problemas en la casa, el abandonar el techo materno, el desistir de sacar siquiera el título de primaria. Empezó un período convulso que acabaría solo hasta que empezó en sus 20’s: de domar las olas, Ismael empezó a ser domado por las drogas.

En el abismo

“Iba cuesta abajo. Solo el mar me daba paz, nunca dejé de surfear. Pero el resto de mi vida perdió el sentido hasta que un día un señor que se llama William Delgado me invitó a una fiesta. Yo todo feliz, voy llegando adonde me dijo y me voy encontrando con una iglesia. Me di cuenta de que me había llevado engañado pero aún así entré... don William era el pastor y esa noche todo empezó a cambiar. No me convertí en santo, porque eso no existe, pero recuerdo a toda la gente orando por mí, creyendo en mí otra vez...”.

A los 24 años el exsurfeador Álvaro Solano le ofreció trabajo formal como instructor. Por primera vez Ismael supo lo que era un salario quincenal; tiempo después se le presentó una buena oportunidad en Santa Teresa de Cóbano y tuvo que cambiarse el chip: dejó su amado Puerto Viejo y se fue a vivir al Pacífico.

Se convirtió en padre muy joven; su hijo mayor hoy tiene 15 años; el segundo, 10. Son hijos de mamás diferentes pero cuenta con orgullo que se quieren muchísimo entre ellos. De su actual relación tiene una hija de apenas 20 meses. La niña estaba en el vientre de su madre cuando Ismael sufrió el accidente.

* * *

Las vivencias terribles a menudo son tan traumáticas que, después de que se atraviesa lo peor, poca gente es capaz de contar cómo pudo sobrevivir a la hecatombe.

Ismael, por ejemplo.

Es viernes de rabioso calor en Jacó, donde radica actualmente. En el ardiente mediodía, acompaña el almuerzo con café caliente. Uno tras otro. “Ayuda a equilibrar la temperatura”, dice.

Suelta sus recuerdos-pesadillas de hospital con tono lacónico. “A mí me reconstruyeron todo por dentro, y también por fuera” dice mientras se levanta la ropa y muestra el torso y las piernas marcados por enormes y sobresalientes costuras.

Aplaca nuestro inevitable gesto de asombro con una pincelada de humor: “Creo que se ve más serio desde afuera que desde aquí”.

Como fuera, salió de la gravedad y al día de hoy, al parecer no le quedaron daños internos permanentes.

Entonces se impone lo inevitable, el tema de la pérdida de sus piernas.

“A pesar de todo lo mal que estaba, a mí no me pasaba por la mente eso... que no iba a volver a caminar. Hasta que uno un día me tiró la pregunta ‘¿usted sabe que sus piernas sufrieron daños permanentes?”.

Aún así, yo sentía que la cosa no era conmigo. Hasta que me dieron la salida y vi la silla de ruedas por primera vez. Ahí sí sentí el ácido”.

La segunda mitad del 2013 fue dantesca para Ismael.

De un momento a otro no solo se convirtió en una persona discapacitada, si no que las características informales de su oficio como instructor de surf lo dejaron manos arriba con respecto a incapacidades o indemnizaciones de algún tipo.

Sus amigos surfos y otros muchos se organizaron e hicieron colectas, con las cuales logró sobrevivir en los tiempos más duros, cuando aún estaba inmerso en rehabilitación, citas médicas, etc.

El diagnóstico final fue que nunca iba a volver a caminar. Tiene piernas, solo que están inmovilizadas.

–Te voy a hacer una pregunta que puede sonar insensible o ruda. Si no podés usarlas... ¿no es como más práctico que te las amputen para que no tengás que cargarlas?

– Exactamente lo mismo me recomendaron los doctores. Y ese día salí del hospital y no volví más. Son mis piernas. Muy dentro de mí pensé que cortármelas no era una buena decisión. Empecé a tratarme con un acupunturista buenísimo de Heredia, de apellido Toshiro... yo no creía en eso pero la ayuda que me dio ese doctor fue algo increíble, en todo sentido. No volví porque estoy en muy mala situación pero definitivamente él fue un ángel que me ayudó a salir del hueco en ese momento.

– Es decir ¿él logró que volvieras a sentir algo en tus piernas?

– Definitivamente. Antes de él yo metía la pierna en un hormiguero de esos colorados y no sentía nada. Poco a poco empecé a aumentar sensibilidad y ahora, por ejemplo esta semana estaba acostado en la cama y empecé a tratar de mover la pierna derecha, de levantarla. Lo logré a puro músculo ¡casi me muero del esfuerzo!, fue apenas un movimiento pero... (empieza a hacer un gesto de fuerza, su rostro se contrae, remite a Hulk, el personaje de ficción cuando se empodera, lanza un gruñido) ¡ gggrrrrr , pude sacar el “Ki”, lo sentí!.

El “Ki” es su palabra de fuerza. Se la escuchó a un amigo. Pero hasta enero del 2014, Ismael no sabía lo que era sacar el verdadero “Ki”.

Desolado, desorientado, con tres bocas qué alimentar, desesperado por vivir de la (generosa) caridad ajena e incapaz de sostenerse física ni financieramente, muchas veces pensó en el suicidio. También se lamentó de que, por las razones que fuera, se hubiera producido un milagro que lo tenía con vida.

A la par de tanta calamidad, también se aparejaba otra que le laceraba el alma: el accidente le había quitado casi todo, incluso su alimento físico y espiritual vital: perderse entre las olas del mar a luchar, volar y soñar.

Un día de enero, ya sin esperanzas, Ismael sentó en su silla de ruedas a contemplar el mar. Sentía que el pecho le iba a explotar. De dolor, de rabia, de impotencia.

Entonces, le sobrevino un impulso y se tiró a la arena como lo hacía de niño. Empezó a arrastrarse trabajosamente hasta que llegó al agua y se internó en el mar.

Su rostro resplandece como no lo ha hecho antes en cinco o seis horas de conversación. Alza la voz, narra con vehemencia: “¡Oiga vea yo sentí que estaba naciendo otra vez, el agua me alivianó totalmente y de un momento a otro se me olvidó todo! ¡Empecé a sentirme yo de nuevo, ya no tenía nada, no me pesaban las piernas, podía sentir la fuerza del mar y de las olas, quería torearlas!” dice al borde de las lágrimas por la emoción.

¡El ‘Ki verdadero!

Y entonces, Ismael Araya supo lo que era el “Ki” De ahí a hoy, no ha habido retorno. Empezó a surfear usando sus piernas como apalancadores y concentrando toda su fuerza del tronco para arriba. Por supuesto, requiere de un doble de esfuerzo en todo sentido, en especial en el tema del equilibrio. Pero está dicho que Isma está hecho de una madera diferente, quizá un ADN que le permitió sortear tantos accidentes y desventuras en el pasado. Lejos de verlos como avisos de que su vida estaba predestinada a la tragedia, él los percibió como parte de la vida que le tocó sortear a él.

“Como a todos los demás. Yo no me siento pobrecito. La paso mal a menudo, al menos estos últimos tiempos han sido duros económicamente. Soy instructor certificado de surf, he sido comentarista de surf, me he seguido preparando hasta como guardavidas. De hecho sé que tengo un don para enseñar, mis alumnos de antes del accidente y otros de ahora después, me dicen que mi forma de enseñar y mi filosofía son diferentes, que los motivo mucho. ¡Les saco el Ki!”, dice entre risas.

Sin embargo, al pan, pan. “Claro que tengo mis momentos. A veces no tengo ni fuerzas para levantarme de la cama. Aunque la silla de ruedas lo es casi todo para mí, a veces me despierto en la madrugada y eso que uno medio dormido no está del todo consciente. Y en eso veo la sombra de la silla y caigo en la realidad de la nueva vida que tengo ahora. No me quejo, pero decirle que todo el tiempo estoy con el ‘valiente’ al tope sería mentir”.

Pero muy a menudo, cuando se queja, recibe una bofetada de la vida, esa vida que no lo ha querido soltar.

“El otro día había unas olas increíbles. Entré por ellas. Luché y luché y cuando iba por la más roff terminé revolcado ¡casi me da un infarto del esfuerzo! No lo logré y salí furioso del mar. Venía arrastrándome en la arena hacia la silla de ruedas y en eso me paró un señor, con una chiquita como de 10 años. Y me dice ‘Vea muchacho, usted es el héroe de mi hija. Tenemos tres días de estar viéndolo surfear y estamos impresionados, pero ella en especial. Déjeme decirle que usted es una inspiración para cualquiera”.

Esas palabras resuenan a diario alrededor de Ismael. Así lo comprobamos durante nuestro recorrido en Jacó junto a él. Verlo en acción en el agua es simplemente hermoso. Conmovedor.

Verlo luchar con el agua a puro brazo, con sus piernas inamovibles hincadas sobre la tabla, surcando el mar a pura hombría, talvez sin nada en el estómago porque a veces no tiene ni para desayunar... eso le confiere dimensión de titán.

Sus alumnos, amigos y hasta desconocidos se quedan sin habla al observar la solidaridad entre el gremio de surfeadores, pues siempre que hay alguno cerca le facilita la faena a Isma para entrar o salir del agua: simplemente lo cargan en la espalda.

“Yo tengo el alma llena de agradecimiento. Tengo muchos ángeles alrededor. Pero lo que más quiero es una oportunidad formal de generar ingresos, soy buenísimo como instructor, estoy arrancando en Facebook la página ‘Ola Escuela de Surf’, además de mi página personal, Ismael Araya, donde se puede ver algo de lo que hago y lo que piensa la gente que conoce mi trabajo”, dice con un dejo de esperanza. Tremenda esperanza, si se toma en cuenta que su vieja computadora colapsó y que aún no ha podido hacerse de un teléfono inteligente.

No importa. En Jacó hay muchos Café Internet, dice. Desde ahí, por el momento, se comunica con el mundo cibernéticamente.

Efectivamente, la realimentación que recibe en FB es tan solo el espejo de lo inspiradora que puede ser la lucha de Ismael.

Ese temple ha empezado a generar una ola de recompensas impensadas: fue elegido para representar al país en el Campeonato Mundial ISA de Surfing adaptado 2015, que se realizará a fines de setiembre en California.

Según Gustavo Corrales Ch., entrenador de la Asociación Internacional de Surfing (ISA, por sus siglas en inglés), quien actualmente está a cargo de la logística completa y la representación de Ismael en el torneo, esta oportunidad le conferirá a su pupilo un bagaje de experiencias y conocimiento que disparará el ya desatado potencial de Araya.

“Se trata del primer mundial de surf en para personas discapacitadas, ya sea de nacimiento o, como el caso de Ismael, por alguna circunstancia de vida. Ismael fue el elegido por la Federación de Surf de Costa Rica en razón de la batalla ejemplar e inspiradora que ha forjado a partir de lo que le pasó. Se reta a sí mismo a diario en todos los campos... está para grandes cosas. Él apenas está asimilando su proceso, lo que no sabe es lo que se viene porque el fuelle que despliega dentro y fuera del mar es impresionante”.

Ismael jamás ha cruzado frontera alguna del país. Mucho menos sabe lo que es subir a un avión. Está ilusionado, pero sereno. A la espera del pasaporte y, por supuesto, de que se le conceda la visa para ingresar a Estados Unidos.

Sin embargo, aprendió a vivir un día a la vez y, en medio de los últimos estertores de la conversación, y ya con el tema del Mundial en la mesa, se distrae cuando escucha el cuento de que, quien escribe esta nota, no sabe nadar.

Entonces se le sale el profe-surfo-catedrático, saca pecho y sin disimular su asombro, sentencia: “¿Cómo? ¿No sabe nadar? Vea, vamos a hacer una cosa. Pero lo vamos a hacer. Uno no puede vivir con pendientes de por vida. Yo la voy a enseñar a nadar. Se lo prometo. Es más ¡la voy a enseñar a surfear!”

Con esa promesa y su blanca sonrisa, se despide de todo el equipo de La Nación con un prolongado y sentido abrazo.

Ya rumbo a casa, todos veníamos exultantes, casi eufóricos. Llenos de vida. Y entonces caímos en cuenta de que Ismael nos había contagiado el “Ki”.

revistadominical@nacion.com