Hace 20 años... un 11 de setiembre

“¿Por qué nos odian tanto?”. Ese fue el clamor de miles de estadounidenses atónitos tras los atentados del 11 de setiembre del 2001, que dejaron casi 3.000 muertos y cambiaron el rumbo de la historia. Lo cierto es que la génesis del terrible episodio se remonta a los años 80, en un Afganistán ya en crisis

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Si algo tenemos todos en la retina es que aquel martes 11 de setiembre del 2001, la ciudad de Nueva York había amanecido con los cielos impolutos, totalmente despejados de nubes, lo que muchos llamaron hoy y hace 20 años, “una mañana perfecta”.

Seamos honestos: aquel episodio que está a punto de “conmemorar” el aniversario del hecho más terrible contra civiles en el propio seno de Estados Unidos sigue hundiendo el dedo en las heridas de las 2.997 víctimas inocentes y otro tanto de miles de parientes y amigos, cuyas vidas quedaron marcadas por la tragedia tras el inédito e inaudito ataque terrorista.

Año tras año, desde aquel aciago setiembre del 2001, la prensa mundial recopila una y 100 historias sobre las víctimas, sus familias, los sobrevivientes, las gestas de los cuerpos de rescate, las decisiones de los altos mandos al máximo nivel... pero también al día de hoy se saben detalles de los “daños colaterales”, víctimas afganas, mujeres, niños y hombres inocentes, quienes sucumbieron ante la arremetida de las fuerzas especiales de Estados Unidos en Afganistán tras el magnicidio de las torres gemelas.

En su búsqueda de los cerebros que orquestaron aquella barbarie -los talibanes dirigidos por Osama Bin Laden-, el Ejército, la CIA, el FBI y toda la “artillería pesada” de Estados Unidos se volcó en aquel país del centro de Asia en un operativo que demoró prácticamente 10 años, hasta que al fin pudieron dar cacería y muerte a Bin Laden, el 3 de mayo del 2011.

Sin embargo, no fue sino hasta hace unos días, 20 años después de los atentados, que finalmente los últimos cuerpos estadounidenses destacados en Afganistán abandonaron el territorio. A pesar de las iniciales luchas contra los talibanes, la complejidad de la situación en aquel país de 36 millones de habitantes terminó por convencer el presidente Joe Biden que ya no había mucho qué hacer, y menos qué ganar en Afganistán y, en una ironía suprema Estados Unidos se retiró dejando a sus otrora acérrimos enemigos en el poder: los Talibanes.

Por supuesto no es la intención de este artículo incursionar en un análisis sobre si la reciente decisión de Estados Unidos es atinada o no, pero sí nos lleva a repasar los “daños colaterales” que pagaron otros centenares de inocentes afganos que quedaron en medio de fuego cruzado durante los años de cruenta persecución estadounidense en su territorio, a la caza de Osama Bin Laden.

Sin embargo, pasarían otros 10 años de intentos por parte de EE.UU. en su intento por neutralizar a Al Qaeda (“La base”, en árabe), que fue creado en 1988 por Bin Laden con el fin de establecer un califato pan-islámico en todo el mundo musulmán, según ha sostenido la Dirección Nacional de Inteligencia de Estados Unidos, mediante una yihad (o “guerra santa”) global.

Y es durante todo este período de dos décadas casi exactas en las que se dieron cientos de bajas de ambos flancos, pero también de pobladores inocentes, atrapados en la cruenta lucha que se desató en su país después de los atentados del 9/11.

Se trata, a no dudarlo, de un tema harto complejo pero que por fin esta semana develó con brillantez la serie documental Punto de inflexión (Turning Point),que recién estrenó la plataforma de streaming Netflix y se ha convertido, de acuerdo con criterios especializados, en una sesuda joya periodística y de investigación que, a lo largo de cinco capítulos de una hora, intenta explicar en una relación de hechos comprobados cómo y por qué los atentados del 11 de setiembre se empezaron a gestar unas dos décadas antes, en el entonces desconocido pero ya reverberante Afganistán.

Solo pensarlo es macabro, pero al revisar la concatenación de hechos expuestos por la ya mencionada serie documental, no hay forma de no arquear la ceja.

Otro de los grandes pluses del documental es justamente el abordaje, sin dejar ni por asomo la investigación, de las historias y los dramas de sobrevivientes o parientes de las víctimas de aquella impensable estela de terror que cambió al mundo para siempre.

Memoria obligada

Es imposible continuar con el análisis sobre la génesis de la hecatombe antes de rememorar, una vez más, detalles de lo ocurrido exactamente 20 años atrás, justo en los albores del nuevo siglo. Tras los nombres de tantas víctimas y también, de miles de sobrevivientes, es imposible que no emerjan, año con año, nuevos testimonios e incluso nuevas historias, como la que narró la recién estrenada película Cuánto vale una vida (Netflix), en la que Michael Keaton protagoniza una historia real tras el 9/11 en un tema que no había sido abordado hasta ahora: la complejidad para pagar los seguros de ley con distintos tasajes, según el nivel de puesto y salario de cada víctima. Una situación tan inaudita como novedosa, pues no existían antecedentes de un caso así.

De hecho, año con año, el tema revive en artículos periodísticos, documentales y películas. Sobra decir que todos volvemos sobre el tema y sí, difícilmente lo vamos a superar algún día, pues las escenas y las historias se reviven con el mismo asombro que se decantó hace dos décadas atrás.

Una reseña reciente de la agencia AFP, con motivo del aniversario, nos ubica en aquella soleada mañana que, unos minutos antes de las 8 de la mañana, 19 yihadistas -la mayoría de Arabia Saudita-, abordaron cuatro aviones en aeropuertos de Boston, Washington y Newark, cerca de Nueva York. Llevaban cuchillos, permitidos entonces si la hoja (navaja) era de menos de 10 centímetros.

En el sur de Manhattan, cientos de empleados ya estaban en sus oficinas en Wall Street -donde se alzaban las Torres Gemelas -, cuando a las 8:46 a.m. el vuelo 11 de American Airlines que había despegado de Boston hacia Los Ángeles, fue secuestrado por cinco yihadistas y terminó estrellado entre los pisos 93 y 96 del edificio norte.

Los 87 pasajeros y tripulantes murieron en el instante, aunque vivieron momentos previos de agonía porque se percataron de que el vuelo había sido raptado. Lo mismo experimentaron centenares de las 50.000 personas que trabajaban en el World Trade Center (WTC), símbolo del poderío económico estadounidense, pues muchos quedaron atrapados por encima del piso 91, sin acceso a escaleras de emergencia.

En uno de los datos reales que ha surgido hasta el día de hoy, se estima que entre 50 y 200 personas saltaron o cayeron de ambas torres.

Joseph Dittmar, un experto en seguros que residía en Chicago, estaba a esa hora en una reunión con decenas de corredores de seguros de todo el país en el piso 105 de la torre de enfrente, el edificio sur del WTC.

Nadie “vio nada, ni sintió nada, solo la luz parpadeó”, contó Dittmar a la AFP casi 20 años después.

A las 8:50 a.m. el presidente George W. Bush, de visita en una escuela primaria de Sarasota, Florida, fue alertado del impacto de un avión en la primera torre, lo que se asumió inicialmente como un accidente. Pero entonces, minutos después su jefe de Gabinete, Andrew Card, se acercó y le susurró al oído: “Otro avión acaba de impactar la segunda torre. Estados Unidos está siendo objeto de un ataque”.

En una entrevista con National Geographic, el expresidente explicó lo que le pasó por la cabeza tras conocer la noticia. “Mi primera reacción fue de ira: ‘¿Quién demonios le ha hecho esto a Estados Unidos?’, pero después solo me centré en los niños y el contraste entre la noción del ataque y su inocencia me aclaró mi trabajo, proteger a los estadounidenses”.

Dittmar contó que tras un llamado a evacuar la torre sur, todos bajaron al piso 90 y al mirar por la ventana quedaron aterrados.

“Fueron los peores 30, 40 segundos de mi vida (...) al ver esos enormes agujeros negros en el edificio, llamaradas rojas como nunca habíamos visto en nuestras vidas, volutas de humo gris y negro que salían de esos agujeros”.

“Vimos muebles, papeles, gente que se precipitó al vacío (...) cosas aterradoras, terribles. Tenía tanto miedo”, recordó entre lágrimas. Dittmar decidió salir del edificio por la escalera, una decisión que le salvó la vida.

Por su parte, el chef Michael Lomonaco emergió del centro comercial subterráneo del WTC y vio horrorizado la torre norte en llamas.

A último momento, Lomonaco había decidido pasar por la óptica para cambiar los cristales de sus gafas, antes de subir a su trabajo en el piso 107 de esa torre, en el famoso restaurante Windows on the World.

Podía ver personas agitando manteles blancos desde las ventanas” del restaurante, recuerda. “Veía manteles y servilletas, era terrible, terrible”.

Al igual que Dittmar, Lomonaco creía que se trataba de un accidente.

En uno de los datos reales que ha surgido hasta el día de hoy, se estima que entre 50 y 200 personas saltaron o cayeron de ambas torres.

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“EE.UU. está bajo ataque”

“En algún momento, entre el piso 74 y 75,la caja de la escalera comienza a oscilar violentamente, los pasamanos se desprenden de la pared, los escalones ondulan bajo nuestros pies como olas en un océano, sentimos una pared de calor, olemos combustible”, recuerda Lomonaco.

Eran las 9:03 a.m. y el vuelo 175 de United Airlines con 60 pasajeros y tripulantes, además de cinco terroristas, que había despegado de Boston con destino a Los Ángeles acababa de estrellarse contra los pisos 77 a 85 de la torre sur del WTC, justo encima de ellos, provocando una explosión gigante.

Muchas personas que estaban desalojando el edificio quedaron atrapadas en los ascensores y por encima del piso 85.

Al llegar al piso 31, Dittmar y un puñado de compañeros de infortunio se cruzaron con bomberos y rescatistas que corrían escaleras arriba. “Su mirada lo mostraba, sabían que no regresarían”, dice.

Dittmar demoró unos 50 minutos en llegar a la planta baja y luego caminó hacia el norte con un colega en medio de los escombros cuando de repente, a las 9:59 a.m., escuchó el ruido ensordecedor del derrumbe de la torre sur y casi instantáneamente “el grito de decenas de miles de personas” en pánico, testigos de la tragedia televisada en directo al mundo.

“No puedo creer que vaya a morir así”

Al Kim, un paramédico de 37 años, se preparaba para acoger heridos en el hotel Marriott, frente al WTC, cuando escuchó un ruido tremendo y se lanzó bajo una camioneta estacionada bajo un puente para protegerse.

La torre sur se desplomó en 10 segundos, matando a más de 800 civiles y rescatistas que estaban en la zona. La polvareda era tan inmensa que Kim quedó en total oscuridad.

“No puedo creer que vaya a morir así”, pensó. Cuando consiguió salir de allí, “tan lejos como abarcaba la vista, la devastación era total”, recordó.

“No podía respirar de tan acre que era el aire. Recuerdo utilizar mi camiseta para taparme la boca. No podía ver mis manos junto a mi cara”, contó a la AFP casi 20 años después, al recorrer emocionado por primera vez la explanada del Museo y Memorial del 9/11, a pasos del puente que podría haberse desplomado pero que se mantuvo firme y le salvó la vida.

Con los ojos heridos, cejas y vías respiratorias quemadas y el cuerpo cubierto de una gruesa capa de cenizas, escuchó la voz de dos colegas, los ubicó y los tres se tomaron de la mano “como niños de escuela”. Así avanzaron en la oscuridad total, entre escombros y llamas.

Escuchaban alarmas que sonaban sin parar. No lo sabían aún, pero eran los sensores de decenas de bomberos enterrados bajo los escombros, que se activan si no hay movimiento durante un cierto tiempo.

Media hora antes, a las 9:30 a. m., ya informado del ataque contra la segunda torre, Bush había calificado los atentados de “tragedia nacional”. “El terrorismo contra nuestra nación no prevalecerá”, dijo.

En el Pentágono, el cuartel general del departamento de Defensa situado en Arlington, Virginia, Karen Baker -una experta en relaciones con la prensa del ejército, que entonces tenía 33 años-, ya sabía a esa hora que los ataques contra el WTC no habían sido un accidente, pero se sentía “en el lugar más seguro del mundo”.

Caminaba desde la cafetería del Pentágono hacia su escritorio cuando el vuelo 77 de American Airlines que había despegado del aeropuerto de Washington Dulles hacia Los Ángeles, con 59 pasajeros y tripulantes a bordo, secuestrado por cinco yihadistas, se estrelló contra la fachada oeste del edificio de concreto reforzado. Eran las 10:15 de la mañana.

“Fue una explosión fuerte y luego sentimos un temblor”, recuerda. “Pensamos entonces que era una bomba”.

“Desde abajo podía ver personas agitando manteles blancos desde las ventanas del restaurante. Veía manteles y servilletas, era terrible, terrible”.

— Michael Lomonaco, chef

Una batalla en el cielo

A las 9:58 a.m., Edward Felt, pasajero del vuelo 93 de United Airlines que había despegado de Newark, Nueva Jersey, con destino a San Francisco, logró encerrarse en el baño y llamar al teléfono de emergencias 911 para denunciar que su avión había sido secuestrado por cuatro yihadistas que se apoderaron de la cabina y desviaron la nave hacia Washington DC.

Fue una de las últimas de 37 llamadas de teléfonos celulares hechas por pasajeros y tripulantes a familiares desde el avión secuestrado.

Otro pasajero, Jeremy Glick, logró explicar a su esposa en tierra que los pasajeros votaron y decidieron asaltar la cabina, pero que aguardaban sobrevolar una zona rural para actuar.

“¿Están listos? Vamos”, dijo otro, Todd Beamer, mientras hablaba por teléfono con un interlocutor en tierra.

El enfrentamiento fue breve: cinco minutos después de la llamada de Felt, a las 10:03 a.m., el avión se estrelló a 900 km/h contra una colina arbolada cerca de la pequeña comunidad de Shanksville, en Pensilvania, a 20 minutos de la capital estadounidense.

Gordon Felt, hermano de Edward, se hallaba en el campo, al norte de Nueva York, trabajando en una colonia para jóvenes autistas.

Casi 20 años más tarde, en el lugar donde cayó el avión y donde se construyó un memorial en un inmenso parque, recuerda que cuando se enteró de que Edward estaba en el avión secuestrado le dejó un mensaje en el contestador de su celular. “Ed, cuando aterrices llámanos, estamos inquietos”.

Unas horas más tarde, su cuñada lo llamó para decirle que no había ningún sobreviviente y pidió a Gordon dar la terrible noticia a su madre.

Las desgracias se sucedían frenéticamente. El caos era total. A las 10:28 a. m. colapsó la torre norte del WTC tras arder durante 102 minutos.

El entonces alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, llamó a la calma desde la zona de los ataques y ordenó a la población evacuar el sur de Manhattan a las 11:02 minutos.

Miles de residentes y trabajadores de la zona comenzaron entonces a marchar a pie durante horas por calles y carreteras hacia el norte de Manhattan o cruzando puentes hacia Brooklyn. Decenas de ferrys, yates y barcos pesqueros acudieron al rescate para evacuar a cientos de miles de personas por el río Hudson hacia Nueva Jersey.

A las 12:16 p.m. las autoridades decretaron el cierre total del espacio aéreo tras despejar del cielo estadounidense a más de 4.500 aviones, en una operación jamás antes vista y que, contra todos los pronósticos, se logró.

Durante varias horas los rescatistas y bomberos se afanaron en hallar sobrevivientes de los atentados entre los escombros. Al Kim y otros rescatistas consiguieron salvar al bombero Kevin Shea, enterrado entre los desechos y gravemente herido. Fue el único sobreviviente de los 12 miembros de su brigada.

Hacia las 12:30 p. m., un grupo de 14 personas fue rescatado de la torre norte, donde quedó protegido por un pedazo de escalera que milagrosamente no se derrumbó. El último rescate exitoso tuvo lugar al mediodía del 12 de setiembre.

El chef Lomonaco intentó hacer una lista de los empleados que estaban en el restaurante en el momento de la tragedia. Muchos no respondían. Tras varios días se enteró de que eran 72 de un total de 450. Ninguno sobrevivió.

Huir de Manhattan

Bush fue evacuado desde la escuela primaria de Florida a la base aérea de Barksdale, en Luisiana (sur), a 1:04 p.m. , y puso a las fuerzas armadas en “estado de alerta máxima”. Más tarde fue trasladado a otra base aérea en Nebraska (centro), y finalmente fue autorizado a regresar a la Casa Blanca, en Washington DC, hacia las 7 de la noche.

Su vicepresidente, Dick Cheney, que estaba en la Casa Blanca cuando ocurrieron los ataques, fue evacuado de la residencia presidencial en la mañana y llevado a un búnker.

Dittmar, que halló refugio en el apartamento de una amiga, solo pensaba en una cosa: irse de Nueva York.

Finalmente consiguió tomar un metro repleto de gente al final de la tarde -la circulación fue reanudada tras una paralización total de una hora y media- y llegar a la estación de trenes Penn Station, en la que compró un billete a Pensilvania, donde viven sus padres.

En el tren todo el mundo estaba en silencio, nadie decía una palabra. Cuando Dittmar, de 44 años, llegó a las siete de la noche, su madre lo abrazó y le acarició el cabello. “Era exactamente eso lo que precisaba en ese momento”.

Estaba exhausto y no alcanzó a ver el discurso de Bush, hora y media después, en el que anunció un saldo provisorio de “miles de muertos”.

Los datos finales, recopilados tras meses de cotejos en muchos casos vía ADN, se estableció que serían 2.753 víctimas en Nueva York, 184 en el Pentágono y 40 en Shanksville.

“Estamos buscando a quienes cometieron estos actos malvados (...) No haremos distinciones entre los terroristas que cometieron estos actos y quienes los protejan”, dijo Bush.

Al llegar a su casa esa noche, tras cruzar un Washington acordonado por las fuerzas del orden, Karen Baker comenzó a digerir la enormidad de lo ocurrido al abrazar a su marido y a sus dos hijos.

“La pura tensión los había llevado al límite y estaban llorando. Se desmoronaron. Eso fue realmente duro de ver”, contó.

El paramédico Al Kim permaneció entre los escombros de las torres hasta la noche, cuando una ambulancia lo llevó hasta su trabajo en Brooklyn.

Condujo a su casa aún cubierto de polvo de pies a cabeza por calles completamente desiertas, con las luces de emergencia en el techo del coche para que la policía no lo detuviera.

Al llegar, Al Kim se emocionó. “Era muy tarde, la mitad de la noche. Me duché. Y al día siguiente temprano en la mañana estaba de regreso, había mucho que hacer y muchos funerales a los que acudir”.

El esfuerzo de identificación de las víctimas del 11-S es la investigación forense más grande y compleja de la historia de EE. UU.

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Contracara

Del otro lado del mundo, en Afganistán, emergían como un tenebroso efecto dominó las iniciales consecuencias por los atentados del 11 de setiembre. Imposible detallar acá el nivel de detalle del filme Punto de inflexión, con tomas reales, inéditas, que además abarcan una línea de tiempo que incluye al propio presidente Barack Obama mientras sigue atento, con rostro inexpugnable, el operativo que culminó con la captura y muerte de Osama Bin Laden.

La valía de Punto de inflexión, justo por ofrecer parte de la historia en tiempo real, se agiganta. Contiene mucho material de archivo inédito, testimonios de sobrevivientes, grabaciones de los audios de los aviones, las torres de control y los organismos de seguridad.

Pero no se trata solamente de eso (que no es poco): el celebrado director y productor Brian Knappenberger propone además una línea de tiempo que se remonta a la invasión soviética a Afganistán en 1979, para entender los antecedentes y el contexto en el que se produjeron los ataques, así como las no menos sangrientas consecuencias: la guerra contra el terrorismo, más precisamente contra Al Qaeda y su líder, Osama bin Laden.

De hecho, tras realizar una imponente reconstrucción de los hechos, aunados a duros testimonios de sobrevivientes y de dolientes, se agiganta la pregunta que tratará de contestar el documental en los otros cinco capítulos: “¿Por qué nos odian tanto?”.

Y es que lo que se decantaría después sería, según expertos involucrados directamente con la respuesta estadounidense ante los responsables, un “ojo por ojo” en el que los daños colaterales por cuenta de inocentes serían tan dolorosos como las historias de las miles de víctimas de los atentados del 11 de setiembre del 2001.

Afganistán. Era el 13 de noviembre de 2001. El sol apenas comenzaba a salir sobre las montañas Hindú Kush cuando los talibanes desaparecieron de Kabul, la golpeada capital de Afganistán, recapitula una retrospectiva publicada por la agencia AP.

Era un momento en que Estados Unidos todavía lidiaba con la conmoción por los ataques terroristas de dos meses atrás. Los perpetradores y su líder, Osama bin Laden, estaban en algún lugar de Afganistán, protegidos por los talibanes.

Había una misión: encontrarlo y llevarlo ante la justicia.

En ese preciso momento, Afganistán -con dos décadas de desorden detrás y dos décadas más por delante-, se suspendió en un momento intermedio. Las páginas de su historia reciente estaban ya llenas de sufrimiento, pero por primera vez en un tiempo algunas páginas en blanco llenas de potencial estaban justo adelante. Nada era seguro, pero muchas cosas parecían posibles.

En ese contexto, los afganos entendieron que la misión contra Bin Laden significaba una oportunidad para asegurar su futuro, un futuro tan turbio en ese día como lo es hoy. En esos meses y años posteriores al 2001, creyeron en el poder de “los extranjeros”.

Desde hace cientos de años hasta el confuso caos de las últimas semanas, cuando Estados Unidos se retiró de su base aérea y después de la capital, la palabra “extranjero” ha significado muchas cosas en el contexto afgano, desde invasores hasta posibles colonizadores, agrega AP.

Y es entonces cuando el citado documental Punto de inflexión arremete con su increíble arsenal investigativo, que no toma partido pero sí muestra las dos terribles aristas de las víctimas inocentes de este y del otro lado del mundo, desde miembros del ejército estadounidense muertos en combate o destrozados por bombas, hasta niños pequeños muertos en tiroteos o tras sucumbir ante los drones que buscaban al enemigo, pero que igual, mataban a la población.

Se puede pensar que, ante la magnitud de los hechos, prevalecía un “ni modo” en la reacción estadounidense. Pero entonces volvemos a la pregunta original, la que plantea el documental del director Brian Knappenberger, “¿Por qué nos odian tanto?”. El laureado cineasta presenta así su obra principal: “Es el proyecto más grande que he hecho. Realizamos 88 entrevistas en cuatro países durante el último año, rastreando lo que condujo al 11 de setiembre, la guerra de 20 años contra el terrorismo y el colapso de Afganistán en manos de los talibanes (...) Lo que está trayendo una conclusión deprimente y horriblemente trágica a la historia de la guerra más larga en los Estados Unidos”.