Gitanos de carnaval: los peones de la diversión

No existe fiesta popular sin juegos mecánicos, y no existen juegos mecánicos sin los “fiesteros”. Son la brigada de la diversión, y sus jornadas se desmenuzan bajo el sol y el frío en un trabajo tan demandante como satisfactorio. Con la emoción de terceros en sus manos, este gremio se aleja de cualquier normal.

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“Como todo trabajo, hay que ponerle humor uno”, dice Kenneth Valverde, de 24 años, mientras le roba dos minutos al reloj. Es lunes 28 de diciembre y Kenneth tiene que recoger los tiquetes de todos los juegos que la empresa Diversiones Stop puso en una esquina del campo ferial de Zapote.

Cae la noche y Kenneth –después de al menos diez horas de trabajo– corre enérgico entre las atracciones para recoger todos los boletos de la vuelta en curso. Entró a trabajar al cabo de un par de horas desde que salió el sol y probablemente se irá a dormir pasada la medianoche.

Kenneth decide ponerle el humor él al asunto. Cuando montan los juegos tiene que subirse el metal al hombro y unirse a una estampida de pares con una misión común; cuando las fiestas abren sus puertas al público tiene que ayudar con mantenimiento en las mañanas, para luego recoger tiquetes (trabajo que en el gremio se conoce como “improvisado”) y echar mano en labores fortuitas; y cuando todo acaba debe comprometerse con el desmontaje –venga otra vez ese metal al hombro–.

A diferencia de los usuarios de los juegos mecánicos que ayuda a poner en marcha, cuya conmoción se limita a unos cuantos minutos, el cuerpo de Kenneth está en constante movimiento. La luz solar imprime sombras sobre la piel de este vecino de Pérez Zeledón, quien pasa todo el día de pie y caminando para allá y acá y de vuelta.

Sin grúas, fiesteros de Ciudad Mágica instalan una montaña rusa bajo el sol de mediodía. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

En fechas especiales –como Navidad o fin de año– no puede pasar tiempo con sus hijas, quienes están a 143 kilómetros de distancia, en casa, mientras él es una pieza del engranaje que permite horas de diversión a familias y grupos de amigos. No ve a sus hijas desde hace seis meses y va a poder compartir de nuevo con ellas hasta enero.

Él le pone el humor, como sus amigos. “Entre compañeros hay momentos muy buena nota, muy divertidos” afirma. “Y es bonito ver que la gente se divierte con el esfuerzo suyo”. Pasan los dos minutos que Kenneth le robó al reloj y sale corriendo en busca de más tiquetes.

Si uno viene varios días a Zapote y pone atención, Kenneth va a convertirse en un denominador común.

Cataratas pétreas

Las luces brillan imponentes en todos los tonos de neón mientras grandes y numerosas plataformas mecánicas se columpian o rotan horizontalmente por los aires del campo ferial de Zapote. Óvalos de hule suenan en una esquina, chocando los unos contra los otros.

Marcos González, de 18 años, ayuda a desmontar los carros chocones para montarlos en un camión. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

Todos los aparatos emiten sonidos vigorosos que se opacan con decenas de músicas distintas que se mezclan sin sentido alguno... ni aún así suenan tan fuerte como los gritos de quienes, durante día y noche, se aventuran a poner su estabilidad cardiaca y emocional en inmensos brazos mecánicos que tienen todas las malévolas intenciones de asustar, marear y confundir.

La escena es común y periódica; se repite todos los años en este y decenas de campos feriales a lo largo del país. Donde haya fiestas populares no puede faltar el contacto con la raza bovina, los chinamos de comida festiva, y al menos un par de juegos mecánicos para aumentar todas las probabilidades de diversión del público, que en su tiempo libre se congrega con su comunidad en ferias en las que –aunque a veces tendamos a olvidarlo– hay todo un grupo de personas que, en lugar de disfrutar las fiestas, está sumando horas para su pago semanal.

A ellos, a los encargados de estas toneladas de maquinaria recreativa, se les conoce como “fiesteros”, y su estilo de vida nómada los dota de características humanas y laborales alejadas de cualquier norma. En Estados Unidos les llaman “ carnies ” y solían manejar una jerga propia; en Costa Rica y en América Central no podría decirse lo mismo, pero conforman una cofradía única.

Conociendo al gremio

En fiestas como las de Zapote, dada la gran afluencia de público que esperan los entes organizadores, convergen tres empresas de juegos mecánicos –la guatemalteca Play Land Park, y las costarricenses Ciudad Mágica y Diversiones Stop–, las cuales ocupan gran parte del campo ferial así como terrenos privados en el área de Curridabat que durante el resto del año son, a lo sumo, parqueos.

Rafael Cornejo, de El Salvador, fuma bajo un contenedor, luego de comer, durante el montaje. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

Hablamos entonces de un ejército de al menos 100 hombres que, desde días antes de iniciadas las fiestas y hasta días después de concluidas, dedican la mayoría de horas de la jornada a montar, operar y desmontar estas potentes estructuras de diversión y dispersión.

Por otro lado, una cantidad evidentemente menor de mujeres también forma parte del campamento de fiesteros, pero por lo general se dedican a cocinar para la armada, a operar algunos aparatos y a vender los tiquetes con los que los civiles pueden usar los juegos.

Durante los cinco días que vimos una parte del montaje y desmontaje de las pesadas y amplias armaduras en cuestión –un trabajo nada fácil que implica un excesivo uso del cuerpo durante muchas horas, bajo el sol ardiente y la noche fría– nunca vimos a una mujer en esa línea de trabajo. Paolo Malavasi, encargado de la división de Ciudad Mágica que operó el año pasado en Zapote, confirmó que es inusual que mujeres pidan trabajo en el campo de la maquinaria.

Los hombres –algunos menores de 20 años y otros por encima de los 40– no eran capaces de arrugarle la cara a ninguna de las partes arduas del trabajo, desde la lejanía de sus familias durante gran parte del año hasta tener apechugar el cansancio físico con otra carga de pesadas piezas de metal.

Dependiendo de la empresa, los fiesteros duermen en camas en contenedores en los campos feriales, o en casas que las compañías alquilan en vecindades de la zona, y se bañan por ahí, donde puedan. La comida generalmente la tienen subvencionada, pero eso no les quita las ganas de comerse alguna chuchería de la feria.

Por lo demás, al ser un trabajo tan demandante, no hay tiempos muertos en las jornadas labores. Cada minuto de sus días es aprovechado al máximo por los empleadores.

En ojos ajenos

Cuando corren las fiestas, los asistentes no ponemos mucha atención a quien opera los juegos en estos parques temáticos itinerantes. No vemos más allá de nuestra propia diversión, naturalmente.

Vemos el metal, los colores, la moción, la velocidad. Vemos un contagioso pánico en los ojos de los demás. Vemos el tiquete de papel o de plástico con el que nos aseguramos un campo en la hilera de asientos, si es que vemos una hilera de asientos.

Los dormitorios y la cocina de Ciudad Mágica se encuentran en contenedores detrás de los juegos. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

Quizá vemos la mano de quien recibe el tiquete, y si de casualidad le vemos los ojos podemos observar el reflejo del resto de atracciones en su iris. Si ponemos atención, vemos algunas caras largas y otras que no denotan insatisfacción o fatiga. Vemos que hay personas para quienes las fiestas son la vida entera.

Pero por lo general nuestro combustible antes de entrar a un juego es la emoción que nos genera el miedo de tentar a la gravedad. Nuestro panorama es la fila, la espera, el camino al asiento y el corazón en las manos, la nervia de la hora. Nada más.

No es normal que echemos a ver los cuerpos y las caras de los pares de extremidades que escudan, operan y organizan las cápsulas temporales de locomoción en cuyos brazos pondremos nuestras vidas aunque sea durante unos minutos. Y no hablamos de una sola persona trabajando por juego, sino de dos o tres por máquina.

El operador que nos es invisible se gasta las horas sentado en una cabina en la que tiene pocos botones para escoger, y solo usa dos: el de empezar el juego y el de acabar el juego. A veces el botón que enciende la máquina tiene todo en automático, entonces ni siquiera aprieta dos botones: usa uno, cada tres o cuatro o cinco minutos. Es una brega monótona.

Parece fácil, pero el operador probablemente ayudó al montaje y ayudará al desmontaje del parque, y en las mañanas –cuando los juegos no están abiertos al público– tiene que revisar y darle mantenimiento a las máquinas. Cuando el neón brilla, el operador aprovecha la parte más tranquila de su trabajo.

Otra persona –o dos, dependiendo del juego– solicita los tiquetes de los usuarios y los acomoda en sus lugares, luego cierra la puerta y el operador aprieta el botón mágico. Otras labores durante los días en los que las ferias están disponibles al público incluyen la venta y recolección de tiquetes, y la limpieza y supervisión.

En casos como Zapote, que por su popularidad maneja horarios amplios, las jornadas de algunas de estas personas son de sol a sol, y más allá. Durante las fiestas, parte del personal es temporal, mientras que los de planilla laboran desde el montaje hasta el desmontaje, y viajan adonde sea que la empresa venda sus servicios.

Choques de hule

Miguel Araya, de 23 años, vigila los carritos chocones de Diversiones Stop, contiguo al redondel de Zapote. Cuando nadie se monta a uno de los carros y comienza la carrera de tres minutos, él usa la ficha eterna que cuelga sobre su cuello y, con medio cuerpo fuera del carro, da una vuelta y lo coloca en uno de los costados de la pista.

Kevin Ortega, de 23 años, no puede evitar bostezar, mientras trabaja, tarde, en una noche de lunes. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

Admite que cuando no hay tanta gente como en Zapote sí hace las vueltas enteras y que todavía disfruta del placer primitivo de manejar una nave que puede golpear a otras sin que haya heridos. Son tres minutos de diversión que para algunos sintetizan el significado de adrenalina. Son tres minutos que ayudan a que pasen más rápido las horas de Miguel.

Miguel trabaja para Stop desde hace tres años y dice estar acostumbrado a pasar las festividades de diciembre lejos de su natal Guápiles, donde trabajaba en una finca ganadera antes de conseguir un trabajo como fiestero.

Araya es callado y, mientras arregla un par de carritos antes de que comiencen las fiestas, responde escuetamente a mis preguntas. Una noche, ya con Zapote lleno, me preguntó si quería jugar y me prestó su ficha eterna para darle un par de vueltas adicionales a las que ya había pagado y consumido.

Nunca sabré por qué tuvo ese gesto, pero me gusta pensar que a veces se cansa de su poder de juego ilimitado y lo comparte con los demás mortales que terminamos hasta sudando después de tres minutos de perseguir a personas que ni siquiera se lo merecen.

Es la esencia de ser un fiestero: todo lo que hacen en este gremio gira alrededor del esparcimiento; son los portadores de la diversión, y muchos se asumen como tales, aunque no hablen mucho, como el buen Miguel.

El aburrimiento durante los festejos es distinto dependiendo del juego. Los caballitos no representan mayor dosis de adrenalina. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

Contra gravedad

La Tagada es un juego polémico en cualquier lugar, no solo en Costa Rica. Existen registros de heridos y accidentados en distintos países, pero también es uno de los juegos mecánicos más populares de todas las ferias, y como tal es inevitable en las fiestas de Zapote.

Carlos Herrera, jefe nacional de prevención de fiestas populares de la Cruz Roja, manifiesta que la Tagada es uno de los juegos que más lesiones provoca, principalmente porque hay gente que no logra sujetarse bien.

En la Tagada de Play Land, un ayudante que no quiso identificarse me dijo que a menos de que alguien se caiga o pida que detengan el juego, la máquina no se detiene durante cinco minutos.

“La gente no suele accidentarse; pasa que se les cae la ropa o se caen de su asiento, pero nunca nada grave”, afirma el consultado.

Un rótulo fuera del juego lee: “La empresa no se hace responsable por accidentes ocasionados por su imprudencia”. Un día después de que acaben las fiestas, la madre de un lesionado en la Tagada de Stop reclamará los costos médicos a la Comisión de Fiestas y al Instituto Nacional de Seguros, y no logrará encontrar respuesta.

En la sección de Play Land Park, un tendedero con la ropa de los empleados se ubica detrás de los juegos. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

Ritmo invariable

Mientras para el público los juegos mecánicos son emocionantes y divertidos, para los fiesteros detrás de las máquinas y para el resto del organigrama de este negocio, el trabajo durante los festejos es monótono y aburrido la mayor parte del tiempo. Los asistentes pueden moverse de atracción en atracción, pero ellos se mantienen estáticos, abocados al cuido de sus juegos.

En el Barco Pirata de Play Land Park, el operador aprovecha el ingreso de personas para comer otro bocado de su cena, la cual guarda en un tarro de plástico negro. Su cara dice a gritos “pocos amigos”, y su negativa de conversar con nosotros lo confirma.

El Barco Pirata es uno de los juegos más tenebrosos de las fiestas, y este operador alimenta esa psicología.

En el Ring of Fire, el operario se sienta en una silla al costado del aro gigante que no parece detener su rotación. Su día se compone de estripar teclas y escuchar a la máquina andar en su cara, en un escándalo que quizá hace eco en las noches, cuando la máquina está apagada y él se apresta a dormir.

Curiosamente, salir de la monotonía es uno de los motivos por los que muchos fiesteros hacen lo que hacen, pero incluso en un trabajo así hay momentos en los que el aburrimiento se apodera de las neuronas. Si bien estos empleados recorren lugares diferentes todos los meses y se movilizan como pandillas por donde anden, cuando todos los juegos están en marcha y todo sale bien, las horas se pasan lento.

Eacute;dgar Zúñiga, de 36 años, se encarga de los caballitos en el parque de Diversiones Stop. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

Rafael Cornejo, empleado de Play Land, contó que la labor lo atrajo justamente porque quería salirse de la rutina. “Antes era mecánico de soldadura eléctrica, y aquí practico eso bastante. He conocido todo Centroamérica, y la verdad es que aquí somos una gran familia. Las familias que nosotros dejamos en nuestros países es como que andemos aquí con ellos”.

Paolo Malavasi, de Ciudad Mágica, también utiliza el término “familia” para referirse a los fiesteros, especialmente porque se hacen muchas parejas entre los que trabajan en los juegos y las muchachas que venden comida o bebidas. “A veces me piden adelantos de salario porque quieren salir con una de las muchachas pero se gastaron toda la plata en guaro, y uno se enoja, pero al final se los da”, comenta. “Somos una gran familia”.

A la cabeza

Durante el montaje, es fácil distinguir a los encargados de los tres parques que convergen en Zapote. Tienen la ropa limpia, dan instrucciones, vigilan el trabajo y andan en carro. Están pensando en los costos de operación y en cumplir todos los requisitos del Ministerio de Salud, los cuales según los encargados cambian tan constantemente que siempre son como una ruleta.

“Nuestra meta es llevar diversión al pueblo de Costa Rica”, dice Juan González, uno de los encargados de Stop, una empresa familiar. Ha dedicado 15 años a este oficio y dice que ya no recuerda cómo es pasar el 31 de diciembre sin estar trabajando. “Pero el trabajo es satisfactorio porque uno ve los chiquitos y a la gente contenta”, se escuda.

Su competidor, Ciudad Mágica, cumplió 30 años de existencia a mediados de enero, y es un referente en todo el país, pero en Zapote tenía la menor cantidad de juegos y de público, porque sus otros equipos estaban en Pedregal y Carrillo. Ciudad Mágica, también, es un negocio familiar.

Paolo Malavasi, encargado de la unidad de Ciudad Mágica en Zapote, apunta que todo el año hay fiestas y que el trabajo “nunca para”, pero que en los últimos años ha experimentado algunas pérdidas que era imposible imaginar en los tiempos en los que no había tantos centros comerciales ni tantos aparatos electrónicos.

A doce manos, empleados de Ciudad Mágica suben cada carrito chocón a un contenedor. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

“Yo creo que este es un negocio en extinción”, comentó Malavasi, sentado en un contenedor desde el cual se manejan los carritos chocones, en el que tiene una gran pantalla de televisión y hasta una cama por si el sueño llama. “Es mi opinión; mi hermano cree que va a durar para toda la vida. Pensar que no haya fiestas es muy raro, pero tal vez al final quedará una sola empresa. Antes la gente venía aquí (Zapote); ahora va a los malls . En ese mall (Multiplaza) hay tanta gente casi como en Zapote”.

Playland Park es uno de los parques nómadas más importantes de América Central, con operaciones en casi todos los países entre Guatemala y Panamá. A Costa Rica vienen solo para las dos semanas de festejos populares en Zapote. Carlos Flores, el gerente, también dice estar cansado del negocio. “Llega un momento en que uno ya quiere retirarse de esto”, manifiesta.

"Hay mucho sacrificio en este trabajo”, agrega Flores. “No voy a pintar el cielo bien bonito cuando la realidad es otra. La vida hoy día está muy dura, las inversiones son muy altas, un juego mecánico cuesta mucha plata y hay que mantenerlo.

“Eso no lo hace uno sin el empleado, entonces el empleado con tal de ganarse el sustento se arriesga a andar con la empresa. La empresa le da el soporte tanto en salud como en cualquier necesidad que tenga, pero es muy demandante. Tienen que dejar a la familia en sus respectivos países, ausentarse en la pura Navidad cuando todo mundo quiere estar recogido viviendo el espíritu navideño, y hacer muchos otros sacrificios más”.

Un trabajador de Diversiones Stop mueve una de las piezas de la pista de los carritos chocones después de Zapote 2015. / FOTOGRAFÍA: ALBERT MARIN.

Va de nuevo

El lunes 4 de enero, los trabajadores de los tres parques comenzaron a desmontar sus máquinas.

Prácticamente todo terminaba convirtiéndose en contenedor. Los fiesteros se dirigirán a otras comunidades a ofrecer sus servicios, pero primero deberán volver a montar todos los juegos.

Los gitanos del carnaval están a la caza de otras personas que todavía quieran jugar. Si todo sigue en orden, pasarán el último día del año en Zapote, de nuevo.