Fernando Díez: Caballero de la lengua y eterno enamorado

Filólogo, corrector de estilo y teólogo español-tico / 1934 – 14 de setiembre del 2015

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Todas las noches, Fernando le recordaba a su adorada Marta Lira que la amaba; fueron 43 años de decírselo desde la osada confesión del entonces cura de 36 años, quien no solo le espetó que dejaba la sotana, sino que le contó de su silencioso amor por aquella jovencita de 17 años en la Nicaragua de 1972.

El domingo 13 de setiembre, el octogenario caballero de la lengua y fanático del tenis, le actualizó su entrega y cariño mientras veían el US Open –cuando el serbio Novak Djokovic derrotó al suizo Roger Federer en un partido que se atrasó por lluvia–; "ay, amor, que Dios te bendiga... me has hecho muy feliz" fue su galante frase... y su despedida. Tres horas después llegó el mareo, la hospitalización, el diagnóstico (neumonía asintomática), la angustia familiar, y, el lunes, la muerte en el Hospital México a causa de un paro cardíaco.

Se fue para siempre don Fernando Díez, el eterno enamorado; un hombre nacido en Valladolid (España) en 1934 –dos años antes de que empezara la dictadura de Franco–, que terminó por echar raíces y tener una familia en Costa Rica.

Tuvo una vida prolífica: coleccionó vocaciones, carreras, vidas, publicaciones e idiomas; claro, solo en uno fue faro y oráculo: el español.

En sus veintes, ya sacerdote dominico, teólogo y filólogo, la evangelización lo sacó de su patria y lo hizo cruzar el Atlántico para servir en Estados Unidos y Nicaragua. En el país vecino fundó escuelas, llevó a un equipo de la liga infantil de béisbol a conquistar un subcampeonato mundial (él sin vocación para el deporte), instó a la población a luchar contra la dictadura y cambió su vida por una mujer: su primer y único amor.

En 1978, la guerra civil lo expulsó de Nicaragua con esposa e hijas, pasó por España y regresó a Centroamérica para asentarse en Costa Rica, en su casa de Tibás.

Aquí dio rienda suelta a su sapiencia del español. Comenzó con un espacio en La Prensa Libre y llegó a La Nación en 1990 para fungir como corrector de estilo y publicar sus enseñanzas y reflexiones en la Tribuna del idioma, con la cual nos heredó más de 1.100 columnas.

Su sabiduría y espíritu didáctico quedaron compilados en siete libros.

Fue, como bien se ha dicho, el filólogo más influyente del país, quien hasta aquel domingo sentó cátedra desde su tribuna. Su amigo Víctor Hurtado, otro erudito, no lo pudo escribir mejor: "Al morir, nos dejó más tristes y más sabios".

LEA MÁS:

Domingos sin don Fernando

Un libro de consejos gramaticales, por Fernando Díez

Ver más