Suscriptor del diario La Nación por casi tres decenios, los domingos son mi día predilecto para leer de manera reposada el ejemplar del día, y con particular fruición el suplemento cultural Áncora y la Revista Dominical, así como aquellas secciones que no aparecen durante la semana.
De estas, mi preferida era hasta hace un mes la columna “La tribuna del idioma”, ausente de súbito tras el inesperado fallecimiento de su autor, don Fernando Díez Losada, la noche del lunes 14 de setiembre.
Fiel a su tesonera labor, a los ochenta años murió “con las botas puestas” este militante y soldado de la palabra, pues la propia víspera se había publicado –¡quién lo habría de imaginar!– su última columna.
Amante como soy de la palabra escrita, leer dicho espacio –que era una especie de curso a distancia y dosificado con cuentagotas– cada domingo durante 22 años, me resultaba sumamente instructivo y placentero, y me permitía aprender, pues el lenguaje está en continua evolución y enriquecimiento, algo nuevo cada semana. Pero, además, él era un notable docente, y también sabía aderezar con humor culto y sabroso no pocas de sus entregas.
Enterado de que había compilado 200 de sus columnas en un pequeño libro que le publicó la Universidad Interamericana, me interesé en adquirirlo a inicios del 2002. Cuando eso, vivía en Turrialba, pero un ayudante mío pasó a recogerlo a su casa en Tibás y, al recibirlo yo, hallé una gentil dedicatoria calzada con su firma. Desde entonces, empecé a enviarle preguntas por correo electrónico, todas las cuales fueron respondidas de manera oportuna en sus columnas. Pero, además, en un momento en que decidí publicar en la Revista de Biología Tropical un artículo madurado por años, que intitulé “Sobre terminología errónea en publicaciones entomológicas”, le pedí el favor de revisarlo, y él no dudó en hacerlo, con admirables generosidad y esmero.
Asimismo, el año pasado, cuando me atreví a impartir un curso denominado “Escritura científico-técnica”, para la maestría en Agroecología, en la Universidad Nacional, sin saberlo don Fernando se convirtió en aliado mío, gracias a su Manual de español moderno, publicado por Jadine Ediciones.
Lo de manual suena a un tratado voluminoso, pero son menos de cien páginas de esencia pura, como una guía práctica de gramática y ortografía, en sus propias palabras.
Sabedor de que nadie es eterno, pero que es posible eternizar el legado de uno por medio del texto impreso, don Fernando supo anticiparse a los hechos, y hace once años logró que, con el título La tribuna del idioma, la Editorial Tecnológica publicara una compilación con 536 de sus columnas; y, mejor aún, hace apenas dos años esta editorial del Instituto Tecnológico de Costa Rica le publicó 1.008 columnas con el título Veinte años de La tribuna del idioma.
Valioso material. Estas obras, de formato hermoso e impecable –digno de su vasto y rico contenido–, no deberían faltar en ningún hogar, ni tampoco en ninguna biblioteca de nuestros colegios y escuelas.
Escribo este artículo en noche de domingo, el quinto desde su partida. Un domingo más sin don Fernando, sin su sapiencia ni su picardía. Porque, cuando en la citada dedicatoria expresó “con mi deseo de que este libro le sirva para conocer un poquito más de nuestro bello idioma”, tenía plena razón, ya que gracias a él cada domingo por la noche yo era un poquito menos ignorante.
Pero, bueno..., en su ausencia nos quedan los libros de este auténtico maestro, para abrevar ahí cada vez que lo necesitemos, conscientes de que, además de disiparnos dudas, nos fortalecerán y nos darán herramientas para ser mejores defensores de nuestra bellísima pero hoy tan acosada y maltratada lengua materna. ¡Muchas gracias, don Fernando Díez!
Luko Hilje Quirós es entomólogo.