Fernando Cruz

El protagonista sorpresa

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La tarde del jueves 15 de noviembre, el magistrado Fernando Cruz Castro estaba en su despacho, en la oficina 802 del piso ocho del edificio principal de la Corte Suprema de Justicia, en San José. La música del equipo de sonido que tiene justo detrás de su silla sonaba a bajo volumen. Cruz revisaba papeles de casos pendientes, mientras el peso del péndulo iba de un lado a otro en su reloj de madera, marcando el tiempo con esa cadencia exasperante que forma parte de la atmósfera de su oficina.

En silencio, decenas de ojos vigilaban el interior de la oficina mientras le hacían compañía al juez de 63 años. Congelados en su materia muerta, los búhos que tiene por colección parecían esperar en su infinita sabiduría a que la puerta se abriera y se desatara el caos.

No muy lejos de allí, unos 300 metros al norte de la Corte, en el Congreso, el diputado de Liberación Nacional Fabio Molina colgaba el teléfono a un periodista que le preguntaba si era cierto que planeaban destituir a Cruz.

Para ese momento, la suerte del magistrado estaba echada. Los 24 votos de los liberacionistas, más los de siete libertarios, cuatro socialcristianos, el de los evangélicos Justo Orozco y Carlos Avendaño, y el independiente Joaquín Porras serían suficientes.

El plan era de pleno conocimiento del ministro de la Presidencia, Carlos Ricardo Benavides, pero a esa hora eran muy pocos los que sabían qué iba a pasar.

Sin embargo, quienes concibieron la idea de sacar a Cruz de la Corte estaban lejos de imaginar que la maniobra política sería un bumerán que golpearía a la alicaída imagen de los legisladores y del propio Benavides. Esto tampoco lo sabía el magistrado, que seguía revisando papeles en su despacho, hasta que, pasado un cuarto de hora de las tres de la tarde, su compañero de la Sala Constitucional, Paul Rueda, entró con sus grandes zancadas sorteando los libros amontonados en el piso de la oficina.

–¿Te diste cuenta de lo que pasó?

–¿Qué pasó?, respondió.

Rueda le explicó que 38 diputados acababan de votar en contra de su reelección, en un histórico voto que pretendía “mandar una señal” al Poder Judicial, según dijo luego el liberacionista Fabio Molina. Minutos después, Cruz atendía el teléfono dando su posición a los medios de prensa que buscaban una reacción del primer magistrado al que el Congreso no reelegía. Una decisión inédita, apenas planteada anteriormente por minorías que nunca lograron dar con el número necesario para inhabilitar a un alto juez. No era su intención, pero con su voto, habían dado luz a una suerte de mártir.

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Sin saberlo, el magistrado se volvía el centro de un torbellino noticioso que enfrentaría a los poderes Legislativo y Judicial, y que tocaría incluso al ministro de la Presidencia, luego de que la diputada libertaria Patricia Pérez y la liberacionista Xinia Espinoza, revelaran que el plan era de conocimiento de Casa Presidencial.

El intento legislativo no pasó de ser un intento. Días después, la propia Sala IV , la misma a la que pertenece Cruz, acogió un recurso de amparo presentado por el diputado Luis Fishman que suspendió el acto de sus colegas.

Entre esa decisión y la tarde en que volvió a su silla de magistrado, el país vio cosas que nunca se habían visto, cosas que hicieron de Cruz un símbolo de lucha por la independencia judicial. Pero, ¿quién es este personaje?

El hombre del acordeón

Once días, dos horas y veinte minutos después del intento legislativo por sacarlo de su puesto, Fernando Cruz habló con La Nación sobre su caso y su persona, en el mismo despacho que ha tenido durante los últimos ocho años. Su lugar de trabajo lo describe como un aficionado al arte y la música, con una ansiedad compulsiva por la lectura y un arraigo por los simbolismos, la antiguedad, las maderas y la religión, cosas que están en cada rincón de su despacho.

Este Cruz que ahora espera a que la Sala IV falle sobre la legalidad del acto que lo destituyó es el mismo que se casó con Virginia Chacón Vega, con quien tuvo a su hija, Carolina, cuya felicidad lo desvela. Cruz, aficionado al acordeón, se relaja con cuadros de Paco Amiguetti y de otros autores, que pueblan su lugar de trabajo, mientras los inquietantes ojos de más de una docena de búhos de distintos materiales vigilan la estancia.

Si se le pregunta a qué aspira en la vida, afirma que su ambición es la sabiduría. ¿Qué tan lejos o cerca está de eso?, el magistrado sonríe y responde: “Aspiré siempre a tener el máximo conocimiento, con mi esfuerzo y el esfuerzo de mucha gente. Quería tener noción para saber dónde estaba lo bueno y lo malo, el poder y el engaño; pero la máxima aspiración que siempre tuve era la sabiduría”.

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El reloj de péndulo marca el ritmo de su trabajo y la música de guitarra sevillana pone la melodía. Se podría decir que el despacho de Cruz es también un rincón íntimo, donde guarda sus deseos y sus placeres. También aquí hay espacio para sus nostalgias, sus esperanzas y su fe.

No más cerrar la puerta, una estampa religiosa invoca el poder celestial para que le proteja de todo mal. A la izquierda, en un estante que pasa casi inadvertido, las veladoras frente a fotos de familiares hablan de tardes de oraciones. Cuatro libreros sostienen con sobrecarga decenas de libros de derecho penal, constitucional y algo de literatura. Acepta que no puede negar ser un romántico latinoamericano. De hecho, el propio día en que 38 diputados trataron de sacarlo de la Sala Constitucional, Cruz leyó un poema del poeta naranjeño Arturo Montero Vega que lo dibuja tal cual:

No me basta .

“Yo no quiero vivir como cualquiera,

pronunciando palabras como exacto, de

acuerdo,

y sobándole el lomo al becerro de oro...”

Los libros que no le caben en las bibliotecas, los amontona en el suelo en pilas de casi medio metro de alto. Con todo, Cruz tiene un microcosmos en su despacho, una especie de taller y de museo que lo pinta como alguien complejo, inquieto, curioso, con una mezcla de insatisfacción y paciencia.

Abogado, politólogo y con estudios de economía, se ha enfrentado al poder político con un perfil más bien bajo. ¿De izquierda? Jura que no.

Si se le pregunta por deportes, se confiesa una suerte de “saprissista desteñido”; en política, asegura que no sigue ninguna agrupación, y cuando se le pregunta por la religión, no hay quien niegue que Dios lo agarrará confesado. “Soy un hombre de misa todos los domingos”, afirma, aunque por otra parte, alega que no permite que su confesión religiosa se meta en sus fallos judiciales.

Ahora bien, si su despacho lo pinta en su personalidad, sus fallos lo retratan en su pensamiento.

Desde su llegada a la Sala Constitucional en noviembre del 2004, este magistrado josefino se mantuvo a distancia de los planes del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, tanto del acuerdo en sí, como de las 13 leyes de implementación que llegaron a la Sala. Cruz se pronunció en contra y no tiene reparos en defender el denominado Estado social de derecho.

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“Es lo que ha permitido que no haya inequidad y que haya un poco de movilidad social. Yo soy hijo de ese Estado social”.

Otros fallos lo han colocado en posiciones enfrentadas con intereses económicos. El mejor y más reciente ejemplo es la petición de recusación contra él que emitió la firma que planea explotar la minería de oro en Crucitas.

Desde su silla de magistrado, cosechó amigos y enemigos en el tribunal con mayor protagonismo en el país, cuyos fallos pueden decidir desde la aplicación de un medicamento hasta el permiso para la construcción de una torre de apartamentos. Sobre los poderes de este tribunal, el juez no juzga y más bien defiende.

Estas facetas permiten ahondar un poco en la madera de Cruz. Sin embargo, hay más, tanto como se camina hacia atrás en su pasado como funcionario judicial, en una carrera en la que ha gastado dos terceras partes de su vida.

Cruz empezó como agente de faltas de contravenciones en el Juzgado de Alajuela, fue juez y fiscal general, luego juez de nuevo y magistrado. Como fiscal general, se cuenta entre los funcionarios que enfrentaron la entrada abierta del narcotráfico en el país. Fue en la década de los 80, cuando el país pecaba, como ahora, de tener fronteras abiertas; cuando no había una comunicación electrónica fluida y capos como Caro Quintero entraban al país sin mayor preocupación que traer dinero y bloqueador solar.

Sobre el caso de Quintero, Cruz tuvo una participación directa, siendo este uno de los pasajes difíciles de su gestión. Al formar parte de la comisión que investigó la llegada y captura del narcotraficante al país, se le llegó a cuestionar por la forma en que se movía el capo aquí. Este es quizá el tema menos agradable para Cruz, quien ahora, lanzado a una posición de símbolo de la rectitud en la función judicial, sabe que ese es un tema que está ahí, en boca de sus detractores.

El magistrado afirma que esa es una página pasada en su historia, y que en su momento, como fiscal general, hizo cuanto tuvo en sus manos para contrarrestar el narco en el país.

Ahora, como magistrado titular, alabado por unos y señalado por otros, afirma que su caso y su aparición en las primeras planas y los titulares de los medios del país, es solo una situación circunstancial. Goza de una popularidad que no pidió y lo cubre un halo que ahora deberá sostener con sus actos, un juez condenado a escribir una historia que no pidió.