Esos a quienes les tiramos el teléfono...

VIVEN DEL DINERO PLÁSTICO, pero no porque usen tarjetas de crédito para pagar, sino porque SU SUELDO DEPENDE del número de tarjetas que logren colocar o de los clientes morosos que consigan poner en cintura.

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– Buenos días, ¿ha escuchado usted hablar de los beneficios que le ofrece...

–Sí. Pero ya no quiero que me llamen más. ¡No más! ¡No más, por favor!

La vendedora no había terminado de completar su primera idea cuando, al otro lado de la línea, la llamada fue abortada de forma abrupta. Después, el “tiii, tiii, tiii” en el auricular, clara señal de que el interlocutor había colgado (o, como se decía antes, de que “tiró el teléfono”).

¡Cómo costaba que alguien le aceptara la bendita tarjeta de crédito que necesitaba colocar!

En cada una de sus incontables llamadas a potenciales clientes, debía repetir el mismo discurso: primero, preguntaba por el propietario de la línea; lo saludaba cortésmente y, antes de darle tiempo para respirar siquiera, le empezaba a hablar de esta jugosa “oferta plástica”.

“A los que nos dejaban hablar, les teníamos que ofrecer el cielo y la tierra con tal de que nos aceptaran la tarjeta. Yo nunca escuché a nadie mentir sobre los beneficios de lo que estábamos ofreciendo. No le mentíamos al cliente; pero, la verdad, sí era usual que uno le omitiera algunas cosas, como decirle que aunque no usara la tarjeta tenía que pagar mensualidades o anualidad”, reveló una exempleada bancaria que aceptó contar su experiencia siempre y cuando no se publicara su nombre. Aunque ella ya no labora en ninguna entidad financiera local, todavía debe respetar el secreto bancario, que le impide revelar aquella información que se maneja estrictamente a lo interno de la institución donde estuvo contratada.

En sus casi dos años como vendedora de tarjetas, su técnica predilecta para mejorar las posibilidades de éxito en su labor de conquistar clientes era comenzar las llamadas telefónicas diciendo: “Usted fue elegido(a) porque tiene un perfil crediticio muy favorable”. Aquello podía ser una gran mentira (y muchas veces lo era), pero con frecuencia funcionaba, pues hacía que el interlocutor se sintiera puro VIP.

De lunes a viernes, en un horario de 8 a. m. a 6 p. m., tenía que vender siete tarjetas por día y, para lograrlo, debía hacer, como mínimo, un centenar de llamadas diarias.

“Si no vendía las que me tocaban por día, se me acumulaban para el día siguiente. En cambio, si uno alcanzaba la meta rápido, podía irse más temprano para la casa”, relata esta ejecutiva de cuentas que trabajó en el departamento de ventas de un banco privado local en los años 2006 y 2007.

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Sus jornadas en aquel puesto se acabaron cuando el estrés la motivó a cambiar de trabajo. “Era un ambiente tenso, tanto por la presión que el supervisor ejercía para que todos cumpliéramos la meta, como por las respuestas de la gente. No obstante, pagaban bien. Con las comisiones y los incentivos escalonados, tenía un buen salario”.

Esta joven graduada de publicidad aún tiene frescas aquellas jornadas en que “uno termina acostumbrándose a las respuestas negativas y, más bien, recibir un ‘sí’ telefónico era la excepción”.

Su testimonio solo confirma los datos de una encuesta de Unimer para La Nación, realizada entre el 20 y 26 de junio pasados, según la cual un 86% de las personas que, en el último año, recibieron ofertas telefónicas de tarjetas, las rechazaron.

Recuerda que la mayoría de los clientes negaban tener interés, pero lo hacían de forma amable; mientras que algunos le colgaban el teléfono de golpe. También estaban quienes le contestaban con respuestas llenas de ofensas o, como ella las llama, “madreadas en las que me decían hasta de lo que me iba a morir”.

Aquello era su pan de cada día, pero no era pan comido.

Cada mañana, al inicio de la jornada, ella y sus compañeros recibían charlas de motivación en las que les enseñaban a controlar la ira ante esos insultos y respuestas cargadas de enojo y ofensas. Para ello, se hacían dinámicas conjuntas; por ejemplo, porras grupales.

Algunas empleados, mejor dotados de paciencia, desarrollaban la capacidad de encontrarle la arista graciosa a esos acalorados intercambios verbales y a menudo activaban el altavoz de sus teléfonos para que los demás pudieran escuchar. Y casi siempre, la oficina se llenaba de carcajadas muy bien contenidas.

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Pero en los departamentos de venta de tarjetas también había vendedores que se salían de sus casillas y terminaban desgalillados, devolviéndole sus ofensas al cliente que nunca llegó a calificar como tal, debido justamente al exabrupto del empleado. Sobra decir que aquella reacción era causal inmediata de despido.

Datos prohibidos

Los clientes potenciales que se enojaban solían hacerlo muy rápidamente, y esto tenía una razón de ser: la gran mayoría de ellos eran personas a quienes ya habían llamado antes, muchas veces, en una y otra ocasión.

Eso sucede porque, no importa cuántas veces solicite un cliente que retiren su número telefónico de la base de datos del banco, siempre puede esperar otra llamada al poco tiempo...

“Es que el trámite de eliminar a alguien de la base no era tan fácil”, relata otra exejecutiva de ventas que laboró seis años en dos bancos distintos, hasta que en el 2010 cambió de oficio.

“Cuando un cliente pedía que no lo llamaran más, uno se lo comunicaba al supervisor; él informaba a la gerencia y ahí se suponía que se encargaban de eso. Pero la solicitud nunca se tramitaba. Otras veces, uno simplemente ignoraba la petición y volvía a llamar a la misma persona unos días después, apostando a que estuviera de mejor ánimo. Lo importante era vender”, confiesa.

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Las bases de datos con todos aquellos nombres, teléfonos, salarios y otros detalles, provenían del Tribunal Supremo de Elecciones, del Registro Civil, del Ministerio de Hacienda y de varios mercados negros de datos. Con tal de vender más, muchos empleados obtenían por sus propios medios, números telefónicos e información más actualizada que la que les facilitaban sus superiores.

“Era un archivo digital que solo se podía acceder con clave. El muchacho que vendía esas listas se hizo popular; todos le compraban algo que, a nivel bancario, es prohibido... pero a lo interno se manejaba ‘de a callado’ ”, cuenta.

Aquella compra de información equivalía a una medida de emergencia, pero se usaba porque vender “se ponía cada vez más difícil”. Lo anterior se debía a que el telemercadeo se había hecho más y más popular en el ámbito bancario, sobre todo –como lo sigue siendo hoy–, entre los bancos privados.

Cada expediente personal contenía buenos secretos. “Yo sabía cuál era el salario recibido en los últimos seis meses por la persona con la que estaba hablando, también dónde vivía y a qué se dedicaba; además, tenía acceso a los números telefónicos de sus familiares”, dice con la intención de explicar cuán precisa es la información que tienen en su poder los vendedores de dinero plástico.

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Sobra decir que a la mayoría de los clientes no les gustaría nada que un desconocido conociera al dedillo todos sus datos. Y esto incluye también a clientes que no tienen amasada una gran fortuna.

“Víquez” –una exvendedora de 27 años de edad– relata que con frecuencia los receptores de una tarjeta eran personas de bajos recursos o con hábitos muy desordenados en el uso del dinero. “Desde que uno lo(a) llamaba, ya sabía que se trataba de alguien que no iba a poder hacer frente a la responsabilidad de una tarjeta de crédito. Pero uno solo necesitaba vender, así que igual se la ofrecía”, cuenta.

Curiosamente, los clientes que más fácilmente aceptaban la oferta solían ser operarios, secretarias o maestros con salarios bajos. Los médicos, ingenieros o abogados pocas veces mostraban interés en el plástico, aduciendo que ya tenían otras tarjetas en su poder.

Ella recuerda con lástima, la oportunidad en que un hombre se comunicó al centro de llamadas del banco para decir que su tarjeta de crédito “se había acabado en el primer mes” y que si le podían mandar otra. La muchacha le explicó al señor que todo lo que había gastado con aquella tarjeta ahora tenía que pagarlo. Aunque cueste creerlo, él no lo sabía. Terminada la explicación –recuerda–, él se quedó en silencio, un silencio realmente incómodo.

Y es que no cualquiera aplica para una tarjeta, explica otro exvendedor graduado en Administración de Empresas, quien acumuló experiencia en dos bancos privados.

Algunos de los requisitos, que ya se sabía de memoria, eran que el cliente tuviera un salario igual o mayor a una suma preestablecida, que tuviera al menos tres meses de cotizar a la Caja Costarricense de Seguro Social y que no tuviera manchas en su expediente crediticio.

Si el potencial cliente se desempeñaba como taxista o como chofer de tráiler, quedaba automáticamente eliminado como potencial tarjetahabiente “favorecido” por una llamada.

Igualmente excluidos resultaban quienes vivieran en cualquier zona urbano-marginal que figurara en la lista pegada en el cubículo de cada empleado del departamento.

“La razón para excluir a los choferes de taxi y traileros, por ejemplo, es que los transportistas se mueven por todo el país y eso puede hacer muy difícil la tarea de localizarlos, mientras que los residentes en zonas de riesgo social podían exponer a gran peligro al personal del banco en caso de que hubiera que ir a sus casas a entregarles una notificación de cobro judicial”, explica el joven.

Sin embargo, había vendedores que sabían cómo esquivar esos impedimentos... con tal de colocar su cuota diaria de tarjetas. Cuenta este exfuncionario que él se sentaba a la par de uno de los mejores vendedores de la empresa. Así, pudo ver cómo su colega desarrolló una técnica para convertir en clientes a quienes no aplicaban como tales. Sabía sortear con malicia la inspección de sus superiores con entrevistas telefónicas como esta:

–¿Usted a qué se dedica?

–Yo soy taxista.

–¿Y dónde taxea ?

–En Guanacaste.

–Entonces, me imagino que transporta a muchos turistas.

–Pues, a veces... sí

–¿Entonces usted debe de hablar inglés?

–Algo le hago... sí.

–Entonces usted no es taxista, sino guía turístico.

Dicho y hecho, “guía turístico” fue lo que quedó escrito en el reporte de aquel cliente que acabó aceptando una tarjeta de crédito que recibió con alegría tres días después.

Otros clientes, en cambio, recibían un plástico que nunca habían solicitado, solo como una medida de presión para intentar convencerlos de que aceptaran el “ligamen tarjetario” con el banco. “A veces se inventaban ventas fantasmas de clientes que no habían solicitado ninguna tarjeta. De vez en cuando servía; la gente la aceptaba porque ya venía con sus datos impresos; pero otras veces, el cliente explotaba de enojo”. De nuevo, la explicación dada por varios vendedores a esta práctica fue: “Es que teníamos que vender”.

Cazadores de deudas

En otro departamento bancario, pero siempre con el teléfono como herramienta primordial de su trabajo, laboran los cobradores. El nombre del cargo es suficiente para entender cuáles son sus funciones y de más está decir que no tendrían trabajo si todos los deudores pagaran a tiempo.

Tres cobradores o exfuncionarios de departamentos de Cobro de sendos bancos, aseguran que una clave para tener éxito en su función era “controlar la conversación”. Para lograrlo, a menudo debían ser amigables y hasta cariñosos, o por lo contrario, sonar amenazantes desde el inicio. Y es que, dicen los tres, “se partía de la premisa de que el cliente nos iba a tratar mal desde que se dijera la primera palabra”.

Según relatan, incluso cuando el interlocutor salía respondón y grosero, ellos debían aguantarse las ganas de recordarle de quién era la culpa de esa llamada. Es decir, que su impuntualidad en el pago de la deuda era lo que motivaba la llamada. Pero, un poco por estrategia y un poco por cortesía, se guardaban el pensamiento.

El primer paso, explican, es llamar directamente al deudor, para lo que echan mano de todos los números de teléfono que haya en la base de datos. Si después de dos semanas siguen sin contactarlo, se ven obligados a llamar a todo su círculo familiar y, finalmente, a su empleador. “Es una forma efectiva de presionar a la persona, porque se le pone en verguenza”, razona un cobrador que se retiró de este oficio hace un año y medio.

Una mujer de nombre Gloriana (quien pidió omitir su apellido) trabajó por dos años y medio en la jornada nocturna de cobros judiciales de dos bancos privados. A ella le tocaba arreglar las cuentas de las deudas más antiguas, aquellas en las que ya había mediado otro funcionario, sin éxito, por dos o tres meses.

Así, a su departamento llegaba la lista de deudores con 90 días de retraso, esos cuyos casos habían pasado antes por los notificadores de “Mora 30” (deudas de un mes) y “Mora 60” (deudas de dos meses).

“Era casi imposible cobrarlas. Muchas eran de gente que ya había muerto y cuyos familiares se negaban a pagar. Uno pedía disculpas por cobrarle al muerto, pero es que ni modo... no se podían dejar de lado esas deudas. A veces me preguntaron: ‘¿Ni en la tumba lo van a dejar en paz?’ ”.

Su deber principal era evitar que la deuda obligara a un embargo y, para esto, debía lograr que el deudor pagara el 50% de su pendiente. No obstante, a veces ni siquiera era posible lograr un arreglo de pago, sobre todo cuando al deudor se declaraba sin medios para hacer frente a su situación.

“Había gente que pagaba todo con su tarjeta cuando ni tenía plata para comprar la comida. Y eso pasaba porque los vendedores colocaron tarjetas en manos de personas sin capacidad económica. Una señora que solo tenía un ranchito y se dedicaba a planchar tenía una deuda grandísima”.

Esta misma cobradora judicial rememora con angustia uno de los casos más duros que le tocó atender: la cliente, ahora viuda, era una secretaria cuyo esposo se había suicidado debido a las deudas. Como fiadora de su difunto esposo, debía afrontar el pago pendiente. “Fue triste enterarme de que le aplicaron el embargo porque no pudo llegar a un arreglo de pago”, cuenta.

Otros tarjetahabientes estaban ya ahogados en deudas cuando utilizaron la tarjeta para una emergencia: porque se quedaron sin trabajo o debieron incurrir en un gasto extraordinario que los dejó en bancarrota. Pero ese no era el caso de algunos a quienes la condición de morosos no les quitaba el sueño. “Uno sabía que alguna gente era muy mala paga o caía muy mal, entonces se les enviaba el embargo de una vez e inmediatamente le quedaba una mancha en su récord crediticio”, narra la joven.

Su peor experiencia en aquel trabajo se dio con una cliente que le debía ¢3 millones al banco. “Cada vez que yo la llamaba, me decía que ese día iba a pagar, pero que de camino se había sentido mal y había terminado en el hospital. O que había chocado, o que por la presa no le iba a dar tiempo... Cuando yo empecé a advertirle que iba a mandarla a embargo, ella solo se reía. Respondió que en su trabajo (en una entidad estatal) no le embargaban el salario a nadie. Y no era mentira. Aunque se mandó la notificación, la empresa la protegió y nunca le embargaron el sueldo; la deuda expiró”.

Un empleado de apellido Suárez, quien laboró en otro banco privado, asegura que no eran pocos los clientes que se caracterizaban por ser “mentirosos y descarados”. Unos cambiaban la voz o se hacían pasar por alguien más y así evitaban dar respuestas.

“Uno sabía que le estaban inventando un cuento para postergar el pago. A otros sencillamente no les importaba. Había personas que tenían deudas con cuatro bancos y seguían comprando como si nada...”, comenta frustrado. La alegría del cobrador era lograr que alguien cancelara. “Esa era la recompensa de un trabajo tan desgastante”, opina el joven, hoy de 29 años.

Cuando llegó al departamento de cobro judicial, su jefe le informó que debía recuperarle al banco al menos $3.500 mensuales . Tres meses después su comisión había aumentado, pero debía recuperar una suma no menor a $6.000 por mes. Y a los nueve meses, ganaba todavía más, porque estaba rescatando cerca de $7.500 mensuales. Su salario se incrementaba porque, cada vez que lograba poner en cintura a un deudor moroso, recibía comisiones e incentivos.

Una clave para tener éxito –cuenta Gloriana– era “conocerle la vida entera” a cada cliente y, para ello, se usaba toda la información disponible para adelantarse a eventuales engaños. “Yo era muy ‘suavecita’ y eso me ayudaba a ganarme la confianza de la gente. Les decía que yo quería ayudarlos para llegar a un arreglo. Al principio, no era fácil reconocer a los habladores. Unos clientes hasta lloraban por teléfono, diciendo que no tenían plata para pagar. A veces yo les creía, pero luego los investigaba y veía que tenían sueldos de ¢1 millón”.

Si bien hay cuentas que terminan en estado incobrable, la misión del cobrador es impedir que eso suceda, aunque para hacer su trabajo se convierta en el ser más odiado por su persecución sin tregua.