Crónica: Una noche de megaoperativo con la Fuerza Pública

Con decenas de patrullas, motos, los espectaculares Linces y hasta la ‘Bestia (el vehículo acorazado), un equipo de ‘La Nación’ acompañó a unos 100 policías en diversas incursiones nocturnas a las barriadas de mayor incidencia delictiva de San José. Se trata de una faena inimaginable y una especie de submundo impensable.

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¿Cómo serán desde adentro los operativos anti-covid que realiza la Fuerza Pública?

Con el fin de atestiguar cómo un grupo de adultos uniformados le ordena a otro grupo de adultos informados que tienen que parar la fiesta porque se pueden enfermar de la covid-19 y contagiar a los suyos, desde hace unas tres semanas gestionamos con el Departamento de Prensa del Ministerio de Seguridad Pública (MSP) la posibilidad de que un equipo de La Nación acompañara a oficiales de esa dependencia durante una noche-madrugada --ojalá de fin de semana-- en los atípicos operativos anti-covid.

Atípicos porque hasta hace año y cuatro meses era impensable que el contingente de policías a cargo de establecer la ley y el orden tuviera también que comportarse como una suerte de “padre severo” que, en medio del desaforado avance de los contagios del nuevo coronavirus, tendría que hacer de “malo de la fiesta” entre quienes decidieron desoír el llamado de las autoridades sanitarias y más bien juntarse en molote, entre sudor, licor y juerga, para disfrutar lo que la mayoría del país y el planeta había ordenado evitar: las fiestas y aglomeraciones en medio de la amenaza colectiva global contra la salud más severa del último siglo.

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En medio de la exhaustiva faena que cumplen los más de 16.000 oficiales de la Fuerza Pública a lo largo y ancho del país, se nos confirió el permiso de acompañar a decenas de los que vigilan la capital, el pasado viernes 11 de junio, a lo que yo había pensado sería el bendito operativo anti-covid, en un recorrido que arrancó poco después de las 3 de la tarde y se prolongó hasta pasada la medianoche.

Y no, no hubo intervenciones antipandemia pero, en cambio, nos descorrió al fotoperiodista Rafael Pacheco y a mí un dechado de realidades inimaginables tanto sobre el trabajo de la Fuerza Pública como sobre las comunidades de mayor incidencia delictiva de la provincia de San José, donde convergen las pandillas más temibles con familias problemáticas y también con otras muy humildes pero honorables, que tienen en común la pobreza, el hacinamiento y un semillero de adolescentes, niños y bebés que pululan por todas partes.

Como lo dije desde el principio, voy a contar lo que se siente integrar un operativo de este calibre, obviamente en nuestro caso sin haber pasado por todos los entrenamientos habidos y por haber; solo fuimos testigos del modo de trabajo de este grupo de policías que, en su inmensa mayoría, se vinculan y sostienen por pura vocación.

El viernes en cuestión, nuestra misión iba orientada a las fiestas anti-covid, pero desde temprano nos ubicaron en cuanto a la imposibilidad, tras distintas resoluciones del Poder Judicial, en lo que se refiere a detener “molotes” privados en los que se hubiera detectado riesgos.

Obviamente, el covid-19 obligó al país en general y a todas sus dependencias a actuar sobre la marcha. Por eso, al principio, la Fuerza Pública tenía una mayor potestad para intervenir en celebraciones e incluso en megafiestas que infringían las reglas anti-covid promulgadas por el Ministerio de Salud, pero con el paso de los meses varias sentencias dictadas por jueces limitaron el accionar de la policía en ese ámbito.

Por lo mismo, ahora los oficiales pueden actuar cuando se trata de eventos en lugares públicos, pero muchos de quienes insisten en desacatar las indicaciones de Salud, han hallado la forma de mantener sus fiestas mudándolas a fincas o salones en los que se realizan los eventos de forma privada.

De todas maneras, los megaoperativos que se han venido realizando en los últimos meses por parte de la Fuerza Pública y todas las dependencias anexas van mucho más allá de la covid-19, pues es un hecho que la delincuencia organizada, sobre todo en el tema de drogas, es protagonista en el país.

“Hasta hace pocos años los crímenes tenían que ver con robos, bajonazos, otro tipo de situaciones. En cambio, en los últimos años prácticamente la mayoría (de homicidios) tiene que ver con pandillas y dominios de drogas, hemos determinado que se trata de bandas letales que han ‘importado’ lo que han visto en series o narconovelas, sobre todo colombianas” afirma uno de los máximos jerarcas a cargo ese viernes de parte de la coordinación de los megaoperativos.

En algunos casos, y según las declaraciones, preferimos proteger las identidades reales de los oficiales que nos hablaron. Pese a que ninguno solicitó el anonimato, ni siquiera los policías más jóvenes y que se desempeñan permanentemente en los sitios más conflictivos, pero a nuestro juicio en este caso tiene que ver más el milagro que el santo.

El mismo comisionado, con más de 40 años de trabajar en la Fuerza Pública, agregó que en medio de todo lo terribles que son los ajusticiamientos actualmente, con total desprecio por la vida y casi banalizando el hecho de matar a balazos a la víctima, incluso a la luz del día, al menos se rescata el hecho de que en el país no se está copiando el estilo de la criminalidad que ocurre en México.

“Ahí es diferente, los homicidios tienen un sadismo espantoso, despedazan los cadáveres, los cuelgan en los puentes, le mandan la cabeza con señales de las peores torturas a los familiares; esperemos no llegar a eso nunca”.

La ley y el orden

Arribamos a las oficinas del Ministerio de Seguridad Pública, detrás del Centro Comercial del Sur, el viernes a las 3 de la tarde con el fin de recibir las instrucciones sobre la logística de nuestra cobertura, con quiénes iríamos, cuáles eran los protocolos, hasta dónde podíamos llegar, etc.

Sin embargo, una vez que Jaime Sibaja, jefe de prensa del Ministerio, nos ofreció la bienvenida, de inmediato nos metió de lleno en un evento que no teníamos contemplado y que tendría lugar en la noche-madrugada: lo que llaman en esa cartera un “megaoperativo”. Se trata de una avanzada en simultáneo en la que participan las distintas dependencias que integran la Fuerza Pública y que incluye a oficiales de varios rangos en patrullas y motocicletas, a la sección de Linces (diestros motorizados en parejas adiestrados para maniobrar en pleno recorrido), la famosa “Bestia” (el impresionante vehículo acorazado que inevitablemente nos recuerda las películas más respetables de acción en Hollywood) y bueno, hasta el mismísimo comisario Daniel Calderón, director general de la Fuerza Pública, y el mero mero de toda la Seguridad del país: el ministro Michael Soto.

Tras 28 años como periodista de La Nación en coberturas de todo tipo, muchas de ellas policiales, en cárceles y lo que podría llamarse “el bajo mundo”, en esta ocasión confieso que me sentí como una novata, pues a pesar de toda la experiencia y de haber estado inmersa en la cobertura de accidentes de tránsito, en la operación de la Medicatura Forense --incluidos los dramáticos entierros colectivos--, en decenas de entrevistas y trabajos en Adaptación Social, empezando por la incursión en 1993 en un especial con siete privados de libertad “célebres” por integrar la Sección de Máxima Seguridad de La Reforma... a pesar de todo ese bagaje, participar en el megaoperativo de la Fuerza Pública el viernes 11 de junio fue una experiencia inimaginada, por todas las razones que ya enumeraré.

Lo primero que notamos fue el grado de ejecutividad con la que se conduce la Fuerza Pública y que se percibe desde que salimos de la oficina de prensa e ingresamos brevemente a una amplia sala con monitores alrededor en la que dos de los jefes de logística afinaban los detalles del plan policial para esa noche.

Mientras realizamos un breve recorrido, se nos conmina a abordar el vehículo policial que utilizaríamos durante buena parte de la noche, pues había que estar en la reunión principal con la mayoría de participantes del operativo a las 4 de la tarde, en las afueras del Estadio Nacional.

Sobre el camino, Jaime Sibaja y el conductor y asistente de video de la Fuerza Pública, Leonardo Álvarez,nos ponen al tanto al fotógrafo de La Nación Rafael Pacheco y a mí de que aquel día habrá un megaoperativo en el que efectivos y jefes ingresarán a las ciudadelas más problemáticas de la capital con distintos objetivos, entre ellos hacerse presentes y patentes, realizar revisiones aleatorias en busca de personas con orden de detención o con otro tipo de irregularidades legales, ofrecer presencia también a los ciudadanos de bien que residen en estas localidades y hasta evitar ajusticiamientos que, de acuerdo con sus investigaciones, han estado previstos para ejecutar ese día por parte de pandillas enemigas, muchas de ellas involucradas en venta de drogas y hasta en casos de narco de más alto nivel.

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Adrenalina

Desde el momento en que arribamos a la gran explanada en las afueras del Estadio Nacional, un sentimiento extraño, si se quiere de orgullo, me embargó.

Ciertamente no tenemos ejército y no es que las varias decenas de uniformados de la Fuerza Pública lo parecieran, pero como policías graduados que son, tienen sus reglas y códigos y al momento de nuestra llegada estaban todos en línea, con sus uniformes impolutos, cabello bien corto los varones y recogido en el caso de las mujeres, vista al frente, inmutables.

Decenas de patrullas de doble tracción, otro tanto de motocicletas --policiales y especiales, como las que usan los Linces-- y la intimidante “Bestia” yacían estacionados cuando la tarde aún desbordaba rayos anaranjados, sin una nube, ni una gota de agua que hasta hacía dos horas había roto el cielo de la capital.

Rafa, el fotógrafo, se llevó el baldazo tipo dos de la tarde en las inmediaciones de Lumaca, en San José centro, y venía algo pesimista por las advertencias meteorológicas que auguraban una noche tremendamente lluviosa.

Me hizo la observación de que era increíble que había parado de llover varias veces durante lo que sería aquel increíble recorrido; no se lo dije pero lo pensé: “Suerte de principiantes”.

Hay que decirlo: por alguna razón, en el momento en el que nos involucraron como parte del equipo --en modo observadores, obviamente-- es imposible no mimetizarse con aquel grupo, su misión, su inspiración y parte de las historias que nos compartieron en alguno de los pocos márgenes que tuvimos para conversar.

Los muchachos continuaron en formación, inmóviles, al menos 20 minutos o media hora, mientras el comandante Adrián Noguera, subdirector de la Fuerza Pública de San José, terminaba de afinar otros detalles antes de ponerse al frente para explicarles los detalles del megaoperativo que se iniciaría pasadas las 5 de la tarde.

Entretanto, se iban sumando al equipo otros oficiales de mayor rango, que conforme se acercaban a encontrarse con el comandante Noguera recibían un saludo por parte de aquella andanada de hombres y mujeres quienes, a todas luces, se erigían con gran orgullo enfundados en ese uniforme que juraron honrar y por el cual, un día sí y otro también, arriesgan su integridad sin quejarse.

“Esto es una vocación, el riesgo es parte de todo”, me comenta una policía de contextura menuda y baja estatura, de 24 años, soltera, sin hijos y la menor de cuatro hermanos varones. Es la primera de la familia en incursionar en este oficio y dice que, si bien al principio toda la casa se opuso, finalmente los suyos comprendieron que el trabajo que la muchacha eligió desde que tenía 10 años, no era una quimera de infancia.

El fuelle y profesionalismo con que se condujeron sin excepción todos los que participaron en el mencionado operativo no dejaba de admirarnos. Por supuesto que como en todos los gremios habrá sus papas podridas pero, tal cual lo aseveraría horas más tarde el ministro de Seguridad, Michael Soto --quien se sumó al operativo tipo 8 de la noche-- pero el jerarca aseguró que esos casos son los menos y son los propios compañeros quienes se encargan de revelar cuando alguno de sus colegas se desvía de la misión para la cual fue contratado.

En fin, pasar poco menos de 12 horas con un acceso privilegiado a un megaoperativo de la Fuerza Pública no nos faculta para realizar un diagnóstico, pero esto fue lo que observamos y literalmente vivimos, en un cuerpo policiaco integrado por muchachos, muchachas y veteranos guiados por una vocación, pues el salario de la mayoría de rasos acaso llega a los 400 mil colones al mes en un oficio plagado de riesgos y en el que difícilmente se cumple un horario preestablecido.

En el planeta ‘Bombetalandia’

Volvamos al viernes 11. Cae la tarde y mientras jefes y subalternos acuerdan las acciones a seguir, yo repaso el entorno y, tratando de no estorbar, me sumo a las indicaciones que se están generando y también al arribo de autoridades de más rango que tienen hasta 30 años o más en el oficio. Todos parecen tomárselo como si fuera su primer día.

A la hora de romper filas, cada quien sabe en cuál vehículo se transportará, todos están comunicados mediante diversos sistemas y demoran pocos minutos en instalarse en sus transportes.

A Rafa y a mí nos presentan brevemente pero, con toda honestidad, creo que no hubo mayor relevancia entre el equipo sobre quiénes éramos: es evidente que están habituados a acatar órdenes y a asimilar una línea escueta cómo: “Ellos son periodistas y nos acompañarán en la jornada de hoy”.

Entretanto, yo desde antes de arrancar ya me sentía como en un submundo al que hubiera querido pertenecer de no haberme convertido en reportera, lo cual posiblemente habrá sido un espejo momentáneo en medio de la adrenalina creciente.

Quizá exagero, pero creo que muy poca gente ha tenido el acceso que logramos nosotros, cuando por ejemplo, tras el “rompan filas”, sin mayor dilación nos colocaron los chalecos antibalas... la sensación es indescriptible, siendo uno un ciudadano corriente... ¿cuántas personas en Costa Rica han utilizado un chaleco antibalas alguna vez?

Por cierto, entre los chascarrillos que se fueron sucediendo durante la jornada, noté que a Rafa Pacheco le pusieron el chaleco en un tris, hasta se pudo colocar encima la t-shirt que traía puesta.

En cambio, el mío --notoriamente más grande y pesado-- tuvieron que enfundármelo entre cuatro policías, me lo socaron como si me fuera a lanzar en paracaídas (en realidad así debe ser, qué hace uno si anda con el chaleco bailándole por el torso) y aunque al principio me sentía como Robocop, luego uno se acostumbra al sobrepeso del implemento. Aún así, durante varios momentos me arrepentí de haberles dicho en broma, cuando venían hacia nosotros con los chalecos “¡A mí me buscan uno talla 38!”.

Y de nuevo, siendo totalmente honesta, es increíble la adrenalina cuando ya partimos en el metódico megaoperativo en el que los policías liderados por las más altas jefaturas, incursionan en algunas de las zonas marginales más conflictivas de la capital: Pavas (Lomas del Río y Rincón Grande); varias barriadas de La Carpio (La Uruca); Garabito y otros sectores de León XIII (Tibás), y las zonas conocidas como Fotos Leo y El Matadero, en Purral de Goicoechea.

Como una maquinaria con todas sus partes bien ensambladas, las patrullas se dirigen en fila india junto con los motorizados, mientras entre estos y los Linces van, con sirenas y luces encendidas, abriendo el paso entre el tránsito: los vehículos particulares se detienen y la gente en las aceras también, observando la legión de uniformados. No es para menos que semejante hilera llame la atención, mucho más porque frente a todos, encabezando la marcha, va nada menos que la imponente “Bestia”.

Me inquieto un poco al ver que el acorazado comanda la travesía --¿iríamos para un allanamiento bravo bravo? -- y me explican que el vehículo es utilizado en misiones especiales de este tipo como un elemento de “disuasión”.

Dentro del blindado van otros ocho oficiales expertos en misiones especiales relativas al vehículo y al armamento especializado que transporta (existen tres de estos en el país: uno lo tiene la Fuerza Pública, otro el Organismo de Investigación Judicial (OIJ) y el tercero, la Policía de Migración) pero La Bestia y sus oficiales entrenados definitivamente merecen un reportaje aparte.

En alguna ocasión me transporté en las “perreras” de Adaptación Social pero para hacer cortos trayectos entre distintas dependencias de La Reforma, pero esto es otro mundo. Los megaoperativos se realizan simultáneamente con todas las dependencias de la Fuerza Pública del país, con una periodicidad que puede espaciarse entre semanas o meses, todo según el tenor que se perciba en cuanto al aumento de la delincuencia. La parte estratégica del cuándo es vital y cuidadosamente analizada por las jefaturas policiales.

Obviamente en el momento en que toda la maquinaria se dirige a las comunidades conflictivas y al llegar en bloque, se diluye el elemento sorpresa pero, en cambio, la presencia policial y los operativos de inspección se realizan con la intención de que quede claro que la delincuencia no puede andar por la libre. Insisto, se trata de recorridos presenciales que refuerzan la presencia policial, una especie de estate-quieto, por llamar coloquialmente el efecto que se persigue.

Me da un poco de pena reconocerlo pero cuando ingresamos al primer punto de incursión, La Carpio, casi inconscientemente, al bajarme de la patrulla en simultáneo con el resto de oficiales yo ya iba en modus “tombo” -- término peyorativo que usan muchos para referirse a la Policía, que a estas alturas parece no ponerse en delicadeces y se lo toma a guasa--.

De hecho, uno ve en cada esquina como siempre hay uno o dos ‘campanas’ en las entradas de las alamedas, mujeres u hombres, con teléfono en mano, prestos a comunicar a sus ‘patrones’ una simple frase: “¡La tomba, la tomba!”.

El caso es que íbamos advertidos y preparados con instrucciones superiores para que siempre estuviéramos cerca de algún oficial. Me da pena propia y ajena y alcanzo a comentarle a Rafita: “Oíme, qué varas las mías, diay, ya estoy hasta caminando como tomba, qué vergüenza”, y él otro tan divino me dice: “Es por el chaleco, el suyo pesa mucho (¡otra vez!) y uno balancea el peso caminando así”.

Siempre tan inteligente Rafita. Las próximas 10 horas caminaría exactamente como una oficial más, solo mates, sin hacer contacto visual con los grupos de vecinos que se arremolinaban en las esquinas o detrás de las ventanas de las casas, a vernos pasar.

Pero bueno, esa maquinadera mía sobre la parafernalia demoraba unos pocos minutos, pues durante el megaoperativo abundaban las imágenes e historias realmente importantes para efectos de este reportaje. Si bien durante esa jornada no hubo balaceras ni mayores dramas, eso mismo nos permitió auscultar la labor de la policía con mayor grado de detalle.

Y es que los megaoperativos consisten justo en eso: en visibilizar la ley y el orden, en realizar cateos y detenciones, si es del caso, pero también en evitar homicidios que ya están “cantadísimos”, nos confiesa uno de los oficiales a cargo.

“Vea, nosotros recibimos todo tipo de denuncias, incluso de gente que está acusada y ya perseguida, que se la tienen jurada... Entonces, con lo que nosotros conocemos, a menudo les damos información a quienes están en la lista de candidatos a homicidios, para que se entreguen a la justicia si tienen cuentas pendientes o bien, para que se retiren, aunque a veces toman sus propias decisiones y terminan muertos”, dice uno de los jefes policiales.

Como en otro mundo

Había empezado a oscurecer cuando arribamos a Rincón Grande y a Lomas del Río, en Pavas. Como una copia al carbón se repetirían las mismas escenas en las demás comunidades: los policías ingresan en silencio, sin hacer mucho contacto visual, concentrados en su faena; los vecinos, las familias, los muchos indigentes o habitantes de la calle y hasta las “barras” de adolescentes o jóvenes sentados en las alamedas o en las gradas de las casas, observan al grupo de oficiales, se puede decir, con todo respeto.

Rememoro las ocasiones en que he observado los códigos de policías en países de Centroamérica, Colombia, Argentina, México, Estados Unidos y hasta en la misma China: de alguna manera, al menos esa es la impresión que me da, algo de la idiosincrasia del costarricense aún está vigente --a saber hasta cuándo-- pero así como siempre recalcamos lo negativo, he de ponderar que salvo un par de casos de provocación indirecta, los oficiales realizaron su labor sin mayor contratiempo ni beligerancia por parte de quienes eran requeridos para revisiones o la solicitud de documentos.

Por supuesto, la misión de la Fuerza Pública va mucho más allá. Si hubo algo que me impresionó realmente fue ver las destrezas y la condición física a la que están habituados los oficiales en vista de los lugares que deben accesar.

No bien arribamos a La Carpio, el grupo se dividió y aunque ellos son de poco hablar, pues andan en lo suyo, me conminaron a bajar con ellos al sector llamado “Las Gradas de La Carpio”. No sería yo quien navegara con bandera de pendeja, como dice el dicho. Además, viendo que ellos cargaban además de los chalecos, las pesadas botas y las incómodas y también pesadas armas, me incorporé de inmediato. Cuando hablaron de la incursión, algunos me dijeron sonrientes “¡Son 120 gradas!” y claro, la mayoría acaso treintañeros, pero también iban varios señores y un par de muchachas policías de contextura gruesa.

Pasaron unos cuantos minutos para comprobar que me había metido en una misión compleja: viví una de las situaciones más acongojantes que recuerdo en los últimos tiempos. Las mentadas gradas son un engendro demoniaco de escalones de concreto de tamaños disímiles, a cuyos lados se ubican casas o habitaciones casi colgando de las lomas. Entre el asombro y la tristeza de ver cómo viven familias enteras ahí, tenía que seguir bajando asida a lo que fuera, sin perder el ritmo que llevaban los oficiales y ya con las rodillas hechas gelatina tras casi un año de pretextos para no volver al gimnasio ni a caminatas al aire libre, con el cuento de “Quedate en casa”.

Pero lo que realmente me impresionó fue ver cómo el descenso culminó en un charral con un trecho que todos mis acompañantes cruzaban mientras me advertían que cuidara por donde pisaba, pues había “excusados improvisados” en medio camino.

Estaba tratando de recuperar el oxígeno para poder hablar y preguntarles, cuando uno de los muchachos me dice “Viera lo que es hacer persecuciones aquí, porque además hay mucho montazal y ahí la gente se puede apertrechar y sorprendernos”. Ni siquiera podía imaginarme semejante escenario. Cuando llegó la hora de devolvernos, mi mente ya carente de raciocinio y la lucha por dar cada zancada, ahora hacia arriba, me martirizaba al imaginarme cómo fácilmente me iba a desmayar y, de paso, a estropear el megaoperativo, pues sacarme de ahí, inconsciente, no sería tarea fácil.

Ya cuando empecé a ver los azules, como dicen, uno de los veinteañeros en mejor forma se encargó de mí y me remolcó hasta llegar arriba, jalada por los brazos y en últimas, empujada por detrás. Mi héroe total... solo que en media emergencia olvidé su nombre.

Esta parte en realidad no se trata de mí, solo intento con esta pincelada reflejar por dónde andan los gendarmes de la ley y el orden: cada visita a cada comunidad de conflicto tuvo su propia historia.

Un señor mayor, quien me confundió con una policía, se me acercó ya en las afueras de La Carpio, y me agradeció: “Qué dicha que están aquí, qué dicha que vengan a hacer redadas a ver si se compone esto”.

Diay, yo no me iba a poner a explicarle, y monda y lironda le contesté torpemente: “Con mucho gusto señor, para eso estamos”. Qué vergüenza.

Pollito con arroz

En media jornada, hubo un breve descanso para comer y así, entre todos, compraron unas gaseosas pequeñas, y unas porciones de pollo frito que, tras aquella brutalidad de adrenalina y esfuerzo físico, mi paladar catalogó como las mejores que me he comido en la vida. Nos juntamos en la dependencia de la Fuerza Pública, en Rohrmoser, y ahí tuvimos un poco de margen para escucharles hablar de sus vidas y sus rutinas, mientras los encargados de esa base nos ofrecían arroz blanco, cocinado por ellos, para completar la cena.

Acostumbrados a dormir con un ojo abierto, incluso cuando no están de guardia, la mayoría de los policías pasa pendiente de las frecuencias oficiales, hasta en sus días libres.

Todos coinciden en que la vocación y la pasión han logrado que nunca se hayan arrepentido de elegir ese oficio. Algunos entraron a la Fuerza Pública muy jóvenes y con un esfuerzo titánico han logrado ir escalando grados académicos y hoy hay varios abogados y profesionales en otras ramas.

Pasadas las 8 de la noche, cuando nos dirigimos a León XIII, en Tibás, nos encontramos con el director de la Fuerza Pública, Daniel Calderón, y del ministro de Seguridad, Michael Soto, quien a partir de entonces codirigió los operativos restantes de la noche/madrugada.

Desde que se inició el megaoperativo había ingresado una alerta de que iba a haber una megafiesta en el Centro Comercial El Pueblo, en Calle Blancos, por lo que se programó una incursión de auscultamiento a las 10 de la noche, supuestamente la hora programada para el evento.

Ya casi nos desplazábamos para El Pueblo, cuando ingresaron otras alertas: el lugar estaba prácticamente desierto, y al parecer hubo una confusión, pues el festolín en realidad se realizaría, supuestamente, en un sector de Rohrmoser conocido como El Pueblo. Al ser propiedad privada, no había mucho qué hacer, de manera que nos trasladamos a Purral de Goicoechea, donde el propio ministro Soto dirigió algunas requisas en el sector de El Matadero.

No hubo “positivos”, como llaman ellos, pero fue inevitable observar a algunos habitantes de las barriadas un tanto (o muy) sorprendidos al observar tanto al ministro como al director de la Fuerza Pública, reforzando las filas de los muchachos como lo que son, parte del equipo.

Pasada la una de la madrugada, y con muchas otras historias entre pecho y espalda que el espacio no nos permite contar, llegué a mi casa escoltadísima por varios oficiales quienes, por supuesto, esperaron con toda paciencia que abriera los dos portones de los apartamentos, y también la puerta de la casa. Estoy segura de que se quedaron afuera, esperando a que se encendieran las luces.

Así, cada quien partió para su morada. Yo, totalmente agotada pero también fascinada con lo vivido, me di una ducha caliente y caí como una piedra.

En la madrugada, eso sí, desperté de un salto tras soñar cómo llegaba yo sola, con traje de oficial y el chaleco más pesado que nunca, y me plantaba tarde en la noche, sola ante un grupo de muchachos en la calle ancha que lleva a Ipís y como la más empoderada, les dije: “A ver muchachos ¡papeles!”