Chile: Memorias de cuatro décadas

Cinco chilenos radicados en Costa Rica rememoran dónde se encontraban el día DEL GOLPE DE ESTADO y ven hacia el país que abandonaron para hacer de otra nación su casa.

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Cuarenta años no son nada. Da esa impresión cuando, a pesar de la distancia temporal, en estos hombres canosos se perciben tan vigorosos los recuerdos, los sentimientos a flor de piel y ese afán de que algún día se haga verdadera justicia por lo que ocurrió en el país del que tuvieron que huir hace varias décadas.

Los años se asoman sin pena en el color del cabello de este trío de chilenos radicados en Costa Rica.

Fueron tres conversaciones distintas, pero entre ellos se conocen –aunque sea por referencia– porque todos son parte de un mismo éxodo. Todos pertenecen a ese gran grupo de jóvenes o profesionales que, por diferentes motivos, se vio forzado a huir tras el golpe al Palacio de la Moneda, un hecho que todavía se mantiene fresco en sus memorias.

Era martes 11 de setiembre. Era 1973. Eran las 10 a. m. Era Santiago de Chile.

Salvador Allende, quien tenía tres años de presidir bajo el ala de la Unión Popular (una coalición de partidos de izquierda), rechazaba abandonar su puesto a pesar de las amenazas de un grupo de golpistas militares.

Ante la negativa, la respuesta tomó la forma de una tropa de aeronaves de combate que iniciaron el bombardeo del palacio presidencial a las 11 de la mañana.

“Lo que vino después fue una pesadilla de terror”, resume el actor y presentador televisivo Leonardo Perucci. Él no estaba en Chile esa mañana oscura, ya que cerca de un mes antes había viajado a La Habana, a colaborar en la Central de Trabajadores de Cuba como parte de las labores que le correspondían como dirigente de comunicaciones del Partido Socialista.

El histrión de 32 años ya había actuado en 14 telenovelas y era una cara muy posicionada y conocida en la retina de sus compatriotas. Sin embargo, su carrera dio un giro brusco cuando llegó el golpe y se vio imposibilitado de regresar.

“La experiencia del exilio no se la deseo a nadie. Mi carrera se cortó de un machetazo, me robaron una propiedad y tiempo después supe que querían borrarme de la memoria colectiva, como que no hubiera existido”.

A Costa Rica llegó en 1979 con motivos de visita. Al mes, consiguió trabajo en teatro y conoció a quien hoy es su esposa, Arabella Salaverry.

“Si hubiera estado en Chile, desde adentro no hubiera podido hacer mucho. Para los que estábamos fuera, la forma de combatir la dictadura era denunciando”, cuenta ahora, en su casa en Sabanilla de Montes de Oca.

Perucci califica lo que se vivió en Chile como una “masacre colectiva”.

Su opinión concuerda con la de un 75% de chilenos consultados este año por el Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea, que expresa que, a cuatro décadas de ocurriedo el golpe de Estado, “se mantienen las huellas dejadas por el régimen militar”.

El 76% sin reparos llama “dictador” a Pinochet, un apelativo que el presidente Sebastián Piñera prefiere evadir al hablar del finado líder de la derecha chilena.

Decepción

Pedro Parra Sanhueza tenía 25 años cuando ocurrió el golpe. Trabajaba en la editorial Quimantú, recién nacionalizada por el Gobierno y dirigida entonces por el costarricense Joaquín Gutiérrez Mangel.

Parra recuerda aquellos días de 1973 con una tristeza que quiere salírsele a gotas de sus ojos, pero no solo ese año le trae malos recuerdos y zozobra. Durante los siguientes años, desde su casa al lado del río Mapocho, era común encontrarse cadáveres lanzados a la orilla, mientras que las balaceras eran el sonido recurrente cada noche.

En 1976, lo sacaron de su casa el día de su cumpleaños, para trasladarlo al Recinto de Detención Cuatro Álamos. Ahí estuvo 17 días y luego, seis meses más en el campo de concentración Tres Álamos.

Era un gran patio rodeado de celdas. En ese recinto enclaustrado cabían cerca de 600 hombres cuyo estado entre la vida, la muerte o la desaparición, era una incógnita más allá de las paredes que sin mucho éxito resguardaban del frío de la cordillera. “La tortura comenzó desde el momento en el que me sacaron de la casa. Parecía que no necesitaban justificación para detenerte, pero uno perdería tiempo tratando de racionalizar lo que pasó durante la dictadura”, dice incómodo.

Entre los años 1973 y 1990, en Chile se realizaron 3.214 ejecuciones políticas y se registraron cerca de mil desapariciones.

Parra corrió con mejor suerte que muchos de sus compatriotas, al acogerse a la libertad después de medio año de estar preso por ser simpatizante de la izquierda. La tercera ocasión en que lo detuvieron decidió que era hora de partir del país con urgencia.

En marzo de 1980, Parra y su esposa llegaron a Costa Rica por recomendación de un alto comisionado de la ONU. Allá dejó a sus padres y a sus siete hermanos para emprender una vida nueva en estas tierras.

“Tenemos un poco de añoranza por regresar, pero para mí es improbable volver a Chile; me desilusioné de mi propio país y aquí nunca me he sentido extranjero”, comenta el editor.

Otro Chile

Al igual que Pedro Parra, Gastón Gaínza llegó a Costa Rica para escapar de una situación que, dice, lo decepciona: “Nunca me he sentido identificado con mi país. La dictadura lo transformó y todavía no ha vuelto a ser el mismo de antes”.

Su nombre figuraba en una lista de ciudadanos indeseables, ya que su puesto como director del Instituto de filología de la Universidad Austral de Chile y su militancia en el Partido Socialista, lo convirtieron en injusto merecedor del rechazo político.

El 26 de setiembre de 1973, lo detuvieron por varios días para investigarlo, pero nunca recibió información sobre los motivos por los que estaba detenido. La libertad condicional le llegó poco después, pero la pesadilla vivida fue suficiente para marcarlo.

“En prisión, nunca me hicieron cargos específicos, todo lo que hicieron fue darme maltrato verbal y físico. Me golpeaban con las manos y los brazos. Recuerdo ver a prisioneros que, cuando regresaban de las torturas, tenían que hacer un esfuerzo sobrehumano para seguir vivos. En la dictadura no se contentaban con maltratarte, querían infundir terror y lo lograron”, dice el hombre de 80 años de edad.

Sin esperarse a ser capturado por segunda vez, el filólogo –entonces de 40 años– aceptó una invitación que le hicieron por teléfono.

El poeta y educador costarricense Isaac Felipe Azofeifa llamó a Gaínza para anunciarle que en el consulado esperaban por su llegada. El filólogo apenas conocía a otros dos chilenos radicados en Costa Rica y nunca antes había visitado el país; no obstante, esa misma tarde tomó un avión de la aerolínea LAN que lo dejó en Panamá para concluir su travesía en Costa Rica.

Aquella misma tarde, fue recibido como catedrático en la escuela de Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica, donde todavía labora de forma voluntaria por ser cofundador del Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas.

Panorama inminente

"Siento que me robaron el país, la familia, las amistades... todo", dice Arturo Velásquez. Él y su esposa, Marta Isabel Guzmán, no volvieron a pisar Chile desde el 24 de abril de 1974, cuando Costa Rica los acogió.

El 11 de setiembre de 1973, el empleador de la empresa donde elaboraba margarina y manteca les dio la orden a todos los trabajadores de que se fueran a sus casas. "Todo el mundo estaba muy angustiado", recuerda. Ese sentimiento venía creciendo desde semanas atrás, ya que se veía cercano el escenario previo al Golpe de Estado, cuando había gente que visitaba los cuarteles para pedirles a los militares que destituyeran al Presidente. "Era algo inminente".

"Un día llegaron a la empresa a buscarme con un pretexto inventado. Cuando salí, entre varias personas me introdujeron a un vehículo, me pusieron una capucha y, cuando me destaparon, estaba en el campo de concentración Tres Álamos, en la ciudad de Tejas Verdes. Durante seis meses, estuve sometido a torturas y, con seguridad militar 24 horas al día, se aseguraron de que afuera no se supiera de mí".

"Mi esposa estaba embarazada cuando me capturaron y yo solo pensaba dos cosas: que no iba a salir vivo de ahí o que, por obra y gracia de las torturas, podía volverme loco. Viví una pesadilla pero lo único que me salvó para no perder la cordura fue mi fe en Dios", cuenta ahora el hombre de 69 años de edad dedicado junto a Marta Isabel a un taller de repostería chilena, donde preparan recetas de los dos países por los que han pasado.

La pareja le agradece a Costa Rica estos 39 años en que les han dado techo, suelo y sol. "Es como que alguien le regale a uno una oportunidad en bandeja, cuando ya uno creía que no tenía una", comenta, y cierra la conversación aclarando por qué no da detalles de lo que vivió durante sus meses de prisionero: "Me es difícil hablar de la tortura, pero sepa que todo lo que uno ha oído sobre el tema es real, auque parezca increíble".

Fuertes recuerdos

René Altamirano llora al otro lado del teléfono cuando se le pregunta por qué cree que lo dejaron sobrevivir después de pasar por ocho campos de concentración. Estuvo prisionero en la otrora Escuela de Telecomunicaciones, el antiguo Estadio de Chile (hoy Estadio Víctor Jara), el campo de Chacabuco, la Isla Dawson, el campo prisionero Melinca, Tres Álamos, la Escuela Militar y la "casa de la tortura", en Valparaíso.

En cada lugar por donde pasó sufrió las prácticas de tortura que todavía hoy le impiden dormir completamente a oscuras o con la puerta cerrada porque le generan pesadillas. De aquellas experiencias se atreve a contar su paso por "la parrilla", una cama metálica sobre la que lo acostaban desnudo exponiéndolo a cargas. Sin embargo, la peor práctica que sufrió su cuerpo fue cuando conectaron el polo de un cable a uno de sus dientes y la otra extremidad en un testículo; fue un flagelo que le dejó graves secuelas físicas, como la pérdida de ocho piezas dentales.

No puede olvidarse de las fechas de su arresto y de su liberación: 4 de mayo de 1974 y 6 de setiembre de 1975. Su vínculo con la juventud radical revolucionaria lo convirtió en un objetivo apetecible para compartir información sobre otros compañeros del movimiento. "Querían que delatara a otros compañeros de la organización política, pero cuando sos prisionero y te torturan hay dos posibilidades: o delatas o te desmayas. Yo creo que me desmayé varias veces".

Altamirano, quien llegó al país en 1977, llora de nuevo cuando habla sobre sus dos hijos y su primera nieta. Su voz vuelve a quebrarse más tarde cuando recuerda a sus compañeros de prisión que murieron en aquellos días o cuando salta a la memoria su número en los archivos de los chilenos torturados por la dictadura. Él es el 909 y reclama que nunca le hayan dado la oportunidad de ir a un juicio donde alguien se responsabilice del sufrimiento por el que él ha pasado.

"Hoy todos empiezan a pedir perdón, pero si no hay justicia, es imposible aceptar ese perdón. Pienso que lo único que podría significar justicia para Chile es que nunca más se repita algo como lo que se vivió en 1973, y que las nuevas generaciones no puedan sufrir nunca más un golpe de Estado".

Esperanza

El deseo común de estos chilenos que viven en Costa Rica es que lo sucedido hace cuatro decenios, ni se perdone ni se olvide.

Grandes movilizaciones sociales recientes en Chile, como la del movimiento estudiantil, son vistas como muestras de que una nueva generación no está dispuesta a que mancillen sus derechos, como ocurrió de forma intempestiva hace 40 años.

Sin embargo, todavía comparten un sinsabor sobre la forma en la que se gobierna su país, incluida la Constitución actual (de 1980) que fue dictada por Augusto Pinochet.

Sobre esto, comenta Gastón Gaínza que: “la dictadura fue igual de trágica que el terremoto de Valdivia (en 1960). El cauce de la nación cambió para siempre y Chile todavía no vive una verdadera democracia”.