Chávez, sudor y lágrimas

Crónica desde la fila para ver el cadáver del recién fallecido presidente de Venezuela. De eso se cumple un año y así lo contó entonces la revista ‘SoHo’.

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Al fin llegué. Unos nervios absurdos me alteran el pulso. El dolor de pies me recuerda que llevo muchas horas, demasiadas horas, mezclado con la feligresía chavista dando pasitos minúsculos para ver a un muerto histórico .

Unos aspersores bañan los rostros, el mío y el de todos, a las puertas del salón marmóreo de la Academia Militar. El Comandante, su cadáver y la producción televisiva en la capilla ardiente merecen librarse de los sudores de la calle y del olor a naranja estropeada que impregna los cinco kilómetros de fila.

“Al fin llegué”, pienso mientras muevo el cuello como los bovinos para evitar el frío húmedo del aspersor. Ya pasé los tres detectores de metales y he escuchado las advertencias idénticas de cuatro policías o soldados sobre el bolso que llevo, sobre mi celular y sobre el comportamiento cuando esté frente a los desechos biológicos de aquel portento político que todo el mundo llegó a conocer, admirar o aborrecer. Parezco uno más de los millares de feligreses que vienen a adorar a su nuevo santo hoy domingo 10 de marzo del 2013, pero quizá soy el único que no exhibe en su vestimenta el nombre o el rostro zambo de Chávez.

Un militar vestido de gala me ve con desconfianza y me pregunta por ese aparatico de luz roja que llevo atado al zíper del bolso. Es una grabadora de audio dispuesta a captar los murmullos del salón, las canciones llaneras dedicadas o los acordes del arpa empotrada junto al ataúd de madera. Me da su autorización y me deja continuar hacia la parte final del redil metálico que montaron para evitar una avalancha de chavistas en las puertas de la Academia Militar. En este último tramo hay una lona que, durante el día, minimizó los efectos del sol, pero ahora, a las 6:30 de la tarde, solo sirve para embolsar todo el calor acumulado durante 12 horas de cola. Una gota me cae en la nariz, miro hacia arriba y noto el fervor bolivariano condensado en un líquido salino: el sudor de tantos.

Respiro el aire tibio, humano y orgánico, latinoamericano y revolucionario. Me contagio de la emoción de la muchedumbre y ningún bochorno es tan grave. Estoy a las puertas del gran salón Simón Bolívar y un hombre con toda la cara de detective me toma del brazo y me ordena fríamente: “Apaga eso o vas a tener problemas”. No podré grabar las respuestas de la entrevista que Chávez, de repente, habría aceptado a través del vidrio de su ataúd, bajo esos preceptos entusiastas de “Chávez vive” o “Chávez siempre nos seguirá hablando”, inspirados por sus épicos programas de radio.

No lograré capturar la música derrotada por la tensión del recinto, las órdenes de los oficiales (“¡Que nadie tarde más de tres segundos frente al cadáver!”) ni el silencio estridente que salía de los labios gordos del cuerpo. Algo de decepción causa no escucharle palabras a esa imagen de Chávez (o lo que fuera que hubieran logrado los maquillistas). El líder sin su verbo jamás habría sido líder, y ahora, supuestamente fallecido por un supuesto cáncer que supuestamente lo venció hace cinco días, es solo un cuerpo despalabrado. En él sí murió la flor de la palabra.

En segundos me hacen pasar por el lado derecho del ataúd. Delante va William, un albañil negro y altísimo a quien entrevisté hace seis horas solo para poder colarme. Se sacude la cabeza del sudor colectivo que recogió al rozar la lona con sus colochos y en cinco pasos estará persignándose frente al silencio de Chávez. La mujer anterior se tocó el corazón. El niño de adelante sonrió como si conociera a su ángel de la guarda.

Otra mujer se tambalea y amaga un desmayo. Un indígena levanta el puño izquierdo y tutea al cadáver prometiéndole lealtad y luchas eternas. La mujer a mis espaldas solo dice “mi dios” e intenta tocar el féretro, pero el guante blanco de una policía se lo impide. Yo lo veo dos segundos y trato de congelar la escena en mi memoria de disquete.

Al fin llegué ante él. Me parece que el ojo izquierdo está más cerrado que el derecho; la piel resulta arcillosa y se pasaron en la intensidad del color rojo de los labios que tanto besaron y silbaron durante su vida de político. Dicen que la parafina que se le inyecta a la boca de un muerto obliga a cubrir con un pintalabios más intenso, pero la verdad es una: proyecta cierta semejanza con el maquillaje de un transformista. Más tarde, alguien dirá que su boca solo hablaba con el rojo socialista más rojo que nunca, más contestatario, antiyanqui, potente, irrefrenable...

“Quedó bello, con esa boquita así como tirándome un besito”, dirá después una abuela. Hoy veo lo que quedó de Hugo Chávez Frías tras el supuesto cáncer que, según su sucesor Nicolás Maduro, le provocaron los enemigos gringos mediante maniobras alucinantes.

El cadáver, sin embargo, proyecta la idea de que el vivo supo vivir. Este es el cadáver de un bon vivant . Vestido con toda la parafernalia militar y mostrando sin complejos la papada que ya tenía antes de anunciarse su enfermedad, los restos de Chávez son, a fin de cuentas, un testimonio de lo que fue. La nariz picuda que en vida podía tocar con su labio inferior es el recuerdo del olfato que lo hizo figurón. Veo mucha seguridad alrededor y, aun así, quiero fotografiarlo. Pero prefiero contar el cuento. No se conocerá, al menos en las primeras semanas, una fotografía póstuma suya.

Para cada venezolano que peregrinó hasta este salón, el verbo de Chávez se conjuga en tiempo presente. “Eres mi comandante y lo serás por siempre”, le dice un señor a puño cerrado mayor.

“Te amo”, le declara otra. Y así el salón se satura de heroísmo, romanticismo y veneración, algo misterioso para los miles de fieles que todavía aguardan fuera de la Academia Militar, extendidos en una fila paciente y alegre a lo largo del paseo de Los Próceres, de Los Ilustres y más allá, en la zona occidental de Caracas.

Hoy es domingo y Chávez disfruta su quinto día de descanso en paz. Cada hora se descompone más su cuerpo. A la vista solo quedan el torso y la cara opaca, además de los objetos protocolarios: esa manía tan humana de echar en la caja mortuoria aparatos, símbolos, fetiches y souvenirs del tránsito por la vida. Viste de verde con su boina roja, tal como lo venden en las calles en forma de juguete.

Allá afuera, también hay un Chávez inerte en cajitas. Es un muñeco de 25 centímetros al que se le puede apretar un botón en la espalda para oírle cantar el Himno Nacional . Vale 50 bolívares (unos ¢1.300 a puro cálculo de mercado negro) y se vende como arepas o como cualquier otra cosa que lleve esa imagen facial del Comandante de los ojos agachados y las cejas cortas.

Tatuajes, gorras, camisetas de todos los estilos, tallas y colores. La arremetida chavista supera todas las tonalidades del rojo y todas las combinaciones posibles de la bandera venezolana.

Con el magenta van de socialistas; con el blanco van de puros; con el verde, de militares (y con el azul también). Con el lila van de patriotas futboleros; con el amarillo exaltan la “venezolanidad”; y con el negro, el poderío petrolero, diría un vendedor por la tarde.

Música de Chávez, DVDs con sus documentales, discursos, declamaciones y recorridos de campaña. Chocolates con la cara de Chávez a medio derretir, relojes –“porque llegó la hora de Nicolás Maduro”–, Biblias forradas con el rostro del ‘Profeta de Barinas’, estampitas de santo. Santo, santo, santo. Calcomanías, botellas de agua temáticas, afiches. Camisetas del Barcelona con el apellido “Chávez” y el número 1. Aretes con el retrato.

Retablos con la famosa foto de Chávez en su cama de enfermo en Cuba, acompañado por sus dos hijas y una sonrisa falsa. Debió de ser falsa, no tanto por su cáncer terminal, sino por la improbabilidad de que un ser humano sonría leyendo el Granma .

Alrededor de los vendedores, los elotes parecen chavistas por efecto psicológico y también el olor a cachapa (una especie de chorreada rellena). Apunte al margen: venden huevos hervidos y pelados. El cliente paga cinco bolívares, toma uno, lo abre, lo rocía de sal y ejerce sin pudores, en plena vía pública, el acto íntimo de comerse un huevo duro con la mano. Chávez está en los oídos, en los ojos y en cada sentido de sus seguidores. Chávez es también un juguete que canta el himno si le tocan un botón.

Tres frutos de gallina, dos mandarinas y varias naranjas permitieron que el cuerpo seco de Jimmy aguantara el medio día de fila, tras viajar siete horas desde un pueblo del interior. Allí sobrevive gracias a seis vacas, cuya leche vende al Gobierno. Se vino para intentar despedirse de su Comandante y traerle los saludos revolucionarios de medio caserío. No trajo más que una bolsa plástica con más naranjas regaladas, unos panfletos y una copia de la pequeña Constitución azul marino que Chávez solía mostrar en sus discursos como un amuleto de fabricación propia.

Tal vez Jimmy no necesitaba mucho más. Funcionarios del Gobierno regalaban agua, emparedados y llamadas telefónicas. Les tomaban una foto, les entregaban una copia y se dejaban el archivo digital para producir un libro de imágenes de seguidores.

En su foto, Jimmy aparece señalándose los ojos. Es una muestra de agradecimiento a Chávez por las misiones de médicos que operaron problemas oculares a diestra y siniestra, dentro y fuera de Venezuela. El día que se anunció la muerte de Chávez, varios ticos llegaron a la Embajada de Venezuela, en San José, para rendir homenaje al hombre que les ayudó a ver todo con colores más vivos.

–Con estos ojitos que él me curó lo voy a mirar. Vengo a agradecerle– dice Jimmy abriendo los ojos como dos bostezos.

–¿Era necesario venir a verlo?

–Él dio su vida por nosotros y nosotros tenemos que agradecerle. Fue un enviado. Esto es algo muy grande. Tú tienes que leer lo que dice Nostradamus.

–¿Cuál Nostradamus? – pregunto de manera preventiva, sospechando que hubiese un beisbolista venezolano llamado Nostradamus Cabello o algo así.

–Nostradamus, el profeta. Él dijo que un país pequeño iba a dominar el mundo, y ya se está cumpliendo con Venezuela.

–¿Y ya Venezuela está dominando al mundo?

–Mira, tú tienes que mirar más la televisión venezolana.

Las pantallas de televisión puestas en la calle transmitían horas y horas de discursos grabados de Chávez y algunos en vivo de Nicolás Maduro, quien llamaba a votar en las elecciones del 14 de abril. La imagen de este y su discurso simplón (en comparación inevitable con Chávez) entretenían a Ricardo, un niño de unos ocho años que iba atado con un trapo para que su mamá no lo perdiera entre la muchedumbre. “Está hablando el Presidente, mamá. Ten paciencia, que está hablando el Presidente y quiero escucharlo”. El proyecto chavista tiene tantos recuerdos como futuro.

Cerca pasaba otro niño, Erick. De no ser por sus tenis estilo Converse, podría presentarse como una réplica de Chávez. Vestía uniforme verde de fatiga, un brazalete con la bandera venezolana y gorra roja. Llevaba también una medalla como la que Chávez solía usar en honor de su bisabuelo, Maisanta, una especie de Pancho Villa, allá por los comienzos del siglo XX. Quizá el cadáver del Comandante lleve todavía el amuleto café en su ataúd.

Le pregunto a la mamá de Erick, Lilibeth Capote, por qué viste a su hijo de militar.

–Su papá es militar y quiere ser como el Comandante Hugo Rafael Chávez Frías, que además hizo la escuela donde estudia ahora, la Jesús María Cifuente, donde además yo soy docente por un trabajo que me consiguieron los del Concejo Comunal de mi distrito. Para nosotros, el Comandante sigue vivo, porque él no murió: él se multiplicó en nosotros y en nuestros niños. Mira cómo se sabe los pasos militares.

Erickcito se paró firme y levantó su flaco brazo izquierdo hasta la sien. Tensó los labios y torció levemente su cabeza. El soldadito de plomo esperó a que yo le tomara una foto y, en cuanto oyó el clic, rompió el orden y le preguntó a su mamá cuánto faltaba para ver a su-Comandante-Hugo-Rafael-Chávez-Frías. Eran las once de la mañana y faltaban más de ocho horas para llegar a los aspersores de humedad y frío, el preámbulo de la capilla ardiente donde miles y miles se despedirían de su líder. Erick gastaba el tiempo recogiendo tapitas plásticas. Con ellas armaba palabras en la calle.

Horas más tarde, esas palabras estarán intactas, cuando él ya haya visto a su Comandante y tome el camino de vuelta; cuando vea que nadie se atrevió a desordenar su declaración de amor escrita con tapas de botellas de agua: “Chávez es mi papá”.