Blas Navarrete, leyenda de un sabanero

Un intrépido guanacasteco dio origen a historias de amor y trabajo ligadas a la tierra, y dejó su legado de sangre en el pentagrama por cuenta de sus descendientes, el legendario Paco Navarrete, ya fallecido y a su hermana Flory, quien también se dedica a la música hasta la fecha.

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Nunca abandonó su gusto por el café, pese a que había perdido el olfato en el movimiento armado que acabó con la dictadura de los Tinoco. Lo acompañaba con su ración de frijoles y oficiaba en soledad el ritual del alimento. Café, toda la noche; primero tibio, después frío, en intervalos de sueño y vigilia en las horas lentas de su habitación de madera rústica, mientras afuera reverberaban los sonidos que repercutían entre árboles, trillos y parajes en Santo Domingo de Belén, cantón de Carrillo, Guanacaste.

La sombra de su espigada figura se reflejaba en la pared por efecto del candil que iluminaba el reducido entorno. La montura, las alforjas, los aparejos del caballo, objetos inertes en su recinto íntimo y familiar, hacían palpitar la leyenda del sabanero protagonista de proezas con la soga, el ganado, briosos corceles, artesanía y música de marimba, amores y aventuras en los caminos y veredas a pleno sol, o en claroscuros de magia y luz de luna plateada sobre los corrales y las llanuras, entre barreales y polvaredas.

Blas Navarrete Cruz (1899-1992) es un retrato hablado en la evocación de cuantos le conocieron o supieron de él en tertulias interminables de corredor, en pulperías, calles o en cualquier sitio que aún hoy convoca a los habitantes del bucólico pueblo de Belén, en cuyo camposanto reposan los restos del guayacán. El alma de Blas pervive en el útero de un sarcófago sin placa de identidad, a la sombra de un árbol frondoso que en el día ofrece frescor, sosiego… y en la noche fantasmas.

Ducho con la herramienta, aplicado y puntilloso en oficios tan variados como el de telegrafista, Blas reparaba las líneas y habilitaba de pueblo en pueblo la magia de la comunicación en clave morse. Fabricante e intérprete de marimbas, la simiente musical del legendario sabanero alcanzó a Flory y a Paco Navarrete Ortiz, distinguidos artistas costarricenses.

La trayectoria musical y artística de los hermanos Navarrete Ortiz es ampliamente conocida, tanto como sus raíces musicales provenientes del apellido de la madre de ambos, Sara Ortiz Quesada, tal y como seha consignado en decenas de notas, crónicas y reportajes del recordado director y compositor, quien falleció el 25 de julio de 2006, y de la maestra y fundadora del Clan de Mamá, agrupación musical que formó en 1971 con sus hijos Manuel Francisco, Marianella, Jorge Arturo y Alfonso Jiménez Navarrete.

Sale el sol, por la linda llanura… Las inquietudes genealógicas de Manuel Francisco, el hijo mayor de Flory Navarrete, llevaron a este profesional de la medicina a descubrir y a relacionar la historia del mítico sabanero de las marimbas con la vena creativa de los hermanos Navarrete Ortiz, de San José, gracias a que su vocación médica lo llevó a ejercer por mucho tiempo “en la tierra que hizo heroica el valor de Curime”.

Desde siempre, su juramento hipocrático lo ha motivado a interesarse genuinamente por cada uno de sus pacientes. El doctor Jiménez usa como estrategia, plena de sinceridad, ganarse la confianza del ser humano que acude con timidez a su consultorio. Actuaba así en el hospital de La Anexión, en Nicoya, igual que ahora en el San Vicente de Paúl, Heredia. “Buen día, pase adelante”. Previo a identificar y remediar las dolencias, el connotado médico endocrinólogo se interesa en el ser humano: quién es, a qué se dedica, dónde vive, de dónde son sus raíces. Por causa de esa buena costumbre, cada vez que atendía en Guanacaste a personas del apellido Navarrete, Manuel Francisco indagaba si acaso serían sus familiares, si sabían si alguno de ellos se dedicaba a la música, inquietudes que rondaban por años en su cabeza hasta que, un buen día, el doctor Jiménez Navarrete decidió investigar y verificar in situ, por lo que viajó con su esposa, Ana Elena Salazar Luconi, al cantón de Carrillo en Guanacaste.

A través de Carmen Navarrete Navarrete, conocida como Carmencita, prima de Flory y de Paco, Manuel Francisco y Ana Elena consiguieron nuevos contactos, de manera que Nevin Gerardo Angulo Díaz, sobrino de Carmencita; Pablo Gutiérrez Angulo, Carmen María Navarrete Angulo y Alejandro Chavarría Angulo, conocido como Chandín, se convirtieron en eslabones de una cadena filial que los condujo finalmente a visitar una casa solariega, en las afueras de Santo Domingo de Belén. Llamaron a la puerta. Greivin Angulo Barrantes salió de la vivienda. Los inesperados forasteros se identificaron y dieron a conocer las inquietudes que los habían llevado hasta allá.

“Simplemente, queremos saber si ustedes y nosotros provenimos de la misma familia”, agregó el médico. A Greivin se le iluminó el semblante.

Se excusó unos instantes. Volvió con su madre, doña Aura, y juntos nombraron al patriarca. “Nosotros somos descendientes directos de Blas Navarrete Cruz, abuelo de mamá y bisabuelo mío. Él era músico y fabricaba marimbas”, explicó Greivin con viva emoción…

En Guanacaste y en general en las zonas rurales del país, sus habitantes suelen comportarse abiertos y a gusto con quienes llegan de visita, aún si se trata de desconocidos. “Vengan, vengan, saquemos unas sillas y sentémonos aquí afuera, que está más fresquito”, exclamó Greivin con evidente entusiasmo. Como si hubiesen esperado por años ese momento, rápidamente los lugareños, a quienes se unió Flor Angulo Navarrete, otra nieta de don Blas, entraron en confianza con la pareja y en cuestión de minutos las risas, los recuerdos y hasta las bromas matizaban la improvisada reunión. Unos más y otros menos, todos recordaban algo del patriarca, pues con muchísima frecuencia contaban sus aventuras, sentados a la mesa o a la sombra de los árboles, muy cerca de la rústica vivienda del sabanero.

“Abuelito era un hombre jovial y festivo, no se imaginan lo alegre que era. Enamorado, muy noviero. Ustedes saben que a los músicos les sobran las mujeres. Pues, abuelo Blas no era la excepción. Se vestía con colores brillantes, con sombrero de pita, camisa floreada y pantalón rojo. No salía de la casa si no iba bien chaineado”, dijo Flor.

“Además era bien cabreado, sumamente estricto –terció Greivin–. Era tan buen peleador que nadie, por muy gallito que fuera, le ponía la mano. ¡Nadie le ponía la mano! En las fiestas de Belén, Blas se tomaba sus traguitos de aguardiente y de regreso a casa los gritos del güipipía se oían por lo menos en doscientos metros a la redonda”.

Marimba viajera. Doña Aura, madre de Greivin y nieta de don Blas, continuó con la sucesión de añoranzas. “El grupo de los Navarrete se llamaba Marimba Diafanía. Tuvo su apogeo en las décadas de los años cuarenta y hasta los sesenta. Eran el centro de atención en las parrandas, como se nombraba a los bailes en aquel tiempo. Tocaban en muchos pueblos y en la costa, entre Santa Cruz y Liberia, en lugares tradicionales como el Salón Mocambo, en Belén. Además, amenizaban las fiestas de la Virgen en Arenal (hoy Cartagena), una actividad a la que Blas jamás faltaba pues, aunque era bohemio, enamorado y muy inclinado a los placeres terrenales, su devoción por la Virgen María era absoluta y fiel. A la virgencita, no le podía fallar”, recordó doña Aura.

Cuentan sus familiares que los músicos que lideraba Blas tenían una marimba de gran tamaño que desarmaban cuando salían a tocar a distintos lugares. La transportaban por partes en sus caballos y una vez que llegaban al salón, la volvían a armar y la afinaban ahí mismo, con destreza.

Este detalle parece increíble, pues afinar un instrumento tan complejo como una marimba, no es tarea fácil. Sin embargo, debido a que Blas y Ramón Navarrete eran los fabricantes de esos instrumentos, conocían al dedillo cada tecla, cada tubo y cada tabla o tablita de la marimba. No podía ser de otro modo, pues el viejo Blas se internaba monte adentro y extraía del corazón de la montaña la madera de cachimbo y otras especies que el artesano utilizaba como la materia prima de fabricación.

Otro de los instrumentos que Blas ejecutaba con maestría era el llamado soprano, una especie de clarinete que, según Blas, había sido construido en 1918. Parece que en una ocasión, su hija, Cecilia Navarrete, se lo dio a reparar a alguien. No obstante, no recuerda ahora a quién fue, y el soprano se perdió.

“Cuando Blas tocaba la marimba, con pasión y sentimiento, a la gente se le ponía la piel de gallina”, recuerdan. De la narración de sus familiares se infiere que, en las manos de Blas Navarrete, los bolillos extraían tonalidades insospechadas del instrumento. La tertulia se animaba con cada reminiscencia y alternaba risas, compases de silencio y hasta lágrimas de nostalgia por las anécdotas que se atropellaban en la conversación y aportaban tópicos tan interesantes como el de los bailes peseteados, por ejemplo.

Esta era una modalidad de la época. Los músicos lanzaban un mecate que dividía en dos el salón y el grupo comenzaba a desgranar su repertorio. Cada cierto tiempo, entre pieza y pieza, pasaban una manta sostenida entre varias manos y recogían las monedas que los asistentes tiraban en la manta. De inmediato a la finalización de la pieza, volvían a pasar la tela en la otra mitad del salón. Así nadie se iba sin pagar.

Sensible, autodidacta… Flor se refirió al rigor autodidacta del abuelo. “Como aquí no llegaban los diarios, si alguien venía con carne cualquier cosa envuelta en papel periódico, Blas lo desplegaba, lo desarrugaba y leía de cabo a rabo todo lo que en la página o en el pedazo de papel era posible distinguir. Era lo que se llama un autodidacta; nunca fue a la escuela, pero sabía de todo. Agarraba lo que fuera que tuviera letras y devoraba los contenidos, además de sus libros. “Por cierto, tenía una letra muy linda, de verdad”.

Era un gran amante de los animales. Adoraba a sus caballos, a los perros y a sus decenas de gatos. “Quería tanto a sus caballos”, rememora Greivin, que me mandaba cabalgando a dejar las vacas en los encierros, pero me tenía que devolver a pie. Porque Blas decía que no había que abusar del caballo, que había que traerlo de vuelta libre, sin ningún peso encima, ni siquiera el del jinete”.

Cosas del tiempo, la distancia y la memoria. “Cuando ya estaba viejo y cansado, –narra Greivin con solemnidad– el abuelo me pedía que leyera para él. De tarde en tarde, nos sentábamos bajo la sombra, yo repasaba en voz alta las páginas de sus libros y él hacía volar la imaginación. Cerraba los ojos y seguía los relatos…

“Su salud se fue deteriorando en los últimos días de su existencia. Había perdido el sentido del olfato y otras facultades a raíz de su participación en la revuelta de los Tinoco, aquí en Guanacaste, cuando las fuerzas revolucionarias al mando de Julio Acosta García tomaron varios poblados fronterizos, entre ellos Zapote y La Cruz. Incluso, la histórica hacienda de Santa Rosa fue escenario de encarnizados combates entre los gobiernistas de Federico Tinoco y los revolucionarios, en 1919”.

La tarde transcurrió casi imperceptiblemente. Entretenidos en la conversación, entre café y rosquillas, tres horas después de su llegada, Manuel Francisco y Ana Elena se levantaron de sus asientos.

Abrazos, sinceridad y ya, a esas alturas, lazos de sangre, identidad y encuentro.

Blas Navarrete Cruz era un buen hombre, un artista, montador de caballos, enamorado e intrépido, fabricante e intérprete de marimbas, autodidacta, abuelo y bisabuelo entrañable. A Greivin y a Flor se les humedecen las miradas cuando recuerdan que el viejo Blas, si bien los reprendía por causa de alguna travesura, también los protegía y los trataba con enorme cariño, les obsequiaba monedas y les narraba con frecuencia sus correrías de juventud, las vivencias del guayacán que hoy descansa para siempre en el camposanto de Belén, en una tumba sin lápida, bajo un árbol frondoso que en el día ofrece sombra, sosiego… y en la noche fantasmas.