Alajuelita en alerta naranja por coronavirus: así vive el cantón que muchos vieron con malos ojos

Que un poblado esté en alerta naranja significa que en la zona se cuenta con un riesgo mayor de contagio. Este es un retrato de tres días de cómo viven los alajueliteños esta etapa que ha concientizado y reinventado a muchos de sus habitantes. Bienvenidos al cantón que ha sido blanco de memes y críticas por un par de fiestas que terminaron mal.

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Un sedán de inicios de los 2000 es el medio al que desde hace siete años se aferra Marcelo Umaña para sacar adelante a su familia, o burbuja social, integrada por su esposa y los cuatro hijos que tienen en conjunto.

Ser taxista informal, o pirata, como los clientes frecuentes llaman a este servicio de transporte en el que se cobra con precios calculados, se ha vuelto más duro en estos días de pandemia. Si ya era complicado ganar algo cuando están los taxis y además, otras opciones privadas que se solicitan por aplicaciones; manejar en tiempos de coronavirus es casi trágico.

Pero Marcelo es optimista. Hay que salir adelante, aunque cada vez “la cosa se ponga más fea”. Este vecino de Alajuelita tomó la opción de innovar y no la de lamentarse. Su carro sigue siendo el mismo que está despintado por fuera y que tiene asientos acolchados que el sol ha desteñido; sin embargo, aunque no luce lujoso, “este taxi pirata” da confianza.

Umaña diseñó rudimentariamente una estructura rectangular con delgadas varillas sobre las que colocó caras de plástico suave. Con esa división transparente él busca garantizarle a la clientela “seguridad total”. La división artesanal, sumada al uso de mascarilla y de alcohol en gel, busca seducir a los clientes potenciales que por seguridad, han optado por caminar antes de subirse a un vehículo que estuvo ocupado antes.

La división plástica de Marcelo luce limpia y está adornada con fotos de Deadpool y Harley Quinn. El conductor, de 38 años, dedica sus energías a sanitizar el plástico y a desinfectar cada rincón de su carro. Le llegan clientes, pero aun así no alcanza. Porque además de luchar contra la contagiosa covid-19, desde hace dos semanas lidia con la alerta naranja en la que está Alajuelita, el cantón al sur del San José, que fue declarado en esa categoría por el incremento de casos.

La alerta naranja, entre otras restricciones, dicta que los vehículos en este cantón pueden circular de 5 a. m. a 5 p. m. A ello se le une la restricción diaria que cada vehículo tiene un día a la semana por terminación de placa. También está la medida sanitaria que dice que los fines de semana en este lugar “anaranjado” solamente se puede conducir para movilizarse a servicios esenciales, según terminación de su matrícula.

“El tema de la alerta naranja ha puesto esto más duro. Entre semana solamente puedo trabajar cuatro días y en fines de semana prácticamente no. La gente usa menos el servicio. Yo desde hace como tres meses que ando con este plástico. La idea es cuidarme, cuidar a los clientes y darles confianza”.

Marcelo vive en San Felipe, distrito que se encuentra al oeste del cantón. De allí sale cuatro días de la semana con el deseo de que todo mejore pronto y que levanten la alerta, inicialmente declarada por dos semanas, pero cuando el día transcurre, la preocupación le golpea la cara.

“Veo que la gente anda igual. Usted ve a papás con los niños de la mano en la calle. Andan en sus propias burbujas pero son demasiadas burbujas en la calle. Todas juntas es lo mismo. Vea la parada (de buses); a veces se pone llenísimo y no hay distanciamiento. A veces uno ve personas sin mascarillas, otros sí usan. Esto es conciencia de cada uno de ellos, pero las decisiones al final nos afectan a todos”.

Cuando el rabioso sol de mediodía del 29 de junio, pica en la espalda, Marcelo sale de su ultraseguro carro y se pone en las afueras de un supermercado para ofrecerle sus servicios a quienes salieron a comprar sus alimentos.

***

El 19 de junio el cantón de Alajuelita fue declarado en alerta naranja por el incremento de casos positivos por SARS-CoV-2, causante de la covid-19. La noticia llegó tres días después de que se informara que tras realizar “una reunión familiar” en alguna comunidad de este lugar de más de 94.000 habitantes, según el cuadro de población total proyectada del INEC para el 2020; 10 personas habían resultado contagiadas. 24 horas después se supo que como consecuencia de ese encuentro social, el número final de infectados por coronavirus fue 17.

Días después, Alajuelita volvió a resonar en los medios de comunicación cuando se anunció que la policía intervino una fiesta de 15 años en la que participaban alrededor de 70 personas. La categoría naranja le llegó a Alajuelita el mismo día que a Desamparados, otro cantón josefino del sur. De inmediato los memes empezaron a aparecer, queriendo, quizás, relacionar la conocida vulnerabilidad de estos cantones, con el incremento de contagios.

El enojo nacional se plasmó en redes sociales, principalmente contra Alajuelita y las fiestas que trascendieron, pero pronto la molestia dejó de estar direccionada en ese cantón: luego se unieron las quejas contra las actividades sociales organizadas en Pavas, Escazú y Santa Teresa. Ya los ojos no estaban solo en este cantón que muchos señalaron basados en sus antecedentes conflictivos.

Para el 30 de junio, los informes del Ministerio de Salud posicionaron a Alajuelita como el segundo cantón con más casos activos: para esta fecha sumó 145 con 28 nuevos. El 1.° de julio llegó al nada alentador tercer lugar con 163 activos y 18 nuevos. El acumulado de contagiados alcanzaba ese día los 190. Además, Alajuelita ya registró un fallecimiento.

Al 2 de julio, el país sumaba 4023 casos confirmados. En un solo día hubo 294 nuevos.

Alexánder Solís, presidente de la Comisión Nacional de Emergencias (CNE), explicó lo que implica la alerta naranja.

En palabras sencillas, estar bajo esta declaratoria significa, más allá de medidas administrativas que pretenden implementar el distanciamiento social, “vivir en un cantón, distrito o poblado con un riesgo mayor de contraer el virus. Hay mayor percepción del riesgo, de la amenaza”.

“Si estoy en un cantón con alerta naranja es porque hay mayor amenaza. El peligro en ese lugar es más grande que en otros lugares. ¿Qué implica vivir aquí? Entender que estoy en una zona con riesgo elevado y que por lo tanto yo tengo que entender que hay que cumplir todas las medidas”, detalló Solís.

A mediados de esta semana que termina, la CNE y otras instituciones se reunieron para analizar la situación de los cantones y distritos con alerta naranja. Cuando se otorga la categoría se hace por dos semanas. Para que la alerta se levante, deben tomar en cuenta varios indicadores, entre ellos, los casos activos.

Además de Alajuelita, estas otras localidades fueron de las primeras en el país con la misma alerta: Upala, Pococí, Corredores; así como Pavas, Peñas Blancas, Los Chiles, La Fortuna y Paquera.

Así se vive con alerta naranja (lunes 29)

Mientras Marcelo aguarda por algún viaje en el sector suroeste del parque de Alajuelita, a un costado de la iglesia católica, conocida por albergar al Cristo Negro de Esquipulas, camina sigiloso German Rodríguez, un señor de 70 años.

Su paso es lento y cauto. No quiere cercanía humana. Los peligros de contagiarse son altos, principalmente para él, que además de habitar el cantón en estado naranja, es hipertenso y diabético.

Él ha tomado sus medidas. Procura mantenerse en casa y evita frecuentar lugares públicos. Esta vez dice que salió porque necesita hacer unas compras importantes en el súper. El té, pan integral y mantequilla con aceite de oliva se acabaron.

Don German tiene hijos, pero cuenta que se asiste solo. Su recorrido no suma mas de 400 metros; vivir en el centro del cantón le garantiza tener todo cerca, incluso a las personas que salen a hacer sus mandados o a tomar un bus, por eso, él guarda distancia y se concentra en el paisaje, no en las caras de quienes pasan.

—Uno sale a hacer mandaditos y se devuelve a la casa. Salgo por lo necesario. Voy a la clínica por algún medicamento. Un día de estos me toca examen. Aquí he visto que la gente no respeta mucho. Hay mucho alcoholismo y droga. Mucho problema. La gente se hace piña a hablar en grupo, toman alcohol de la misma botella.

Este pensionado hace lo suyo. Si otros no se cuidan, él se asegura de hacerlo por él y su familia. En Alajuelita vive con unas hermanas; pero también tiene otra casa en Rohrmoser, en Pavas.

“El coronavirus me preocupa y más la alerta naranja. Hay que extremar medidas. Mi esposa es operada del corazón. Tengo una hija discapacitada y una nieta con problemas del corazón. Mientras no voy donde ellas. Hablamos por teléfono todos los días”.

Pasado el mediodía del 29 de junio, Alajuelita luce despierta. El comercio está activo y muchas personas bajan y suben a los buses que llevan a pasajeros en su mayoría enmascarados.

En los alrededores del parque central figuras vienen y van. El sentir colectivo es de prudencia. Las mascarillas, que permiten solo descubrir miradas, se han vuelto tan indispensables como lavarse los dientes. Un 85% de quienes caminan por el lugar usan una, aun cuando las mascarillas o caretas son obligatorias solamente en el transporte público (y en las paradas), cines, teatros, iglesias y bancos.

Manteniendo su cotidianidad, los hermanos Mario Alberto Pizarro (63) y Alex Manuel de Jesús Loaiza (78) esperan, bajo una ligera sobra que les hace un pequeño árbol, a que lleguen clientes a comprarles frutas. En el menú de este día hay aguacates, manzana gala y refrescantes pipas. El producto está acomodado sobre bateas de madera y su presentación no tiene nada que envidiarle a la exhibición de los más grandes supermercados.

A un lado de su tramo hay agua, jabón y alcohol; por fuera una X amarilla hecha con malla le anuncia a los compradores que allí no se puede meter mano: por su seguridad y la de los demás. El cantón está en alerta naranja: aquí hay más posibilidades de contagiarse.

Don Mario lleva una mascarilla un poco desgastada, que le baila entre la nariz y la boca. Él por nada se la quita: asegura su protección y la imagen de compromiso con las medidas sanitarias que tanto ha rezado el ministerio de Salud.

“Vemos que la gente está tranquila, pero tomando medidas. En los buses se nota que adoptan el uso de la mascarilla. En el caso de las ventas están más bajas, pero vamos pulseándola”.

Los hermanos dicen que no se sienten atemorizados por el virus, pero tampoco se confían. Alex Manuel confía en la protección divina.

“Confiamos plenamente en nuestro Señor. Él dice que cuida de nosotros, eso hablando en términos espirituales. En términos médicos acatamos las normativas”.

Entre las normas que acatan está la del distanciamiento social, aunque siempre hay cierto contacto con los clientes, pero la mayoría, en este día, llevaban caretas o tapabocas.

Alajuelita, la conocida tierra del chinchiví (bebida típica), se caracteriza porque todo el mundo se conoce, principalmente en el centro. Si hay un personaje querido y respetado en el cantón es Aideé Delgado, a quien se le conoce como Machita. Si ella sale, Alajuelita está viva, aun en estos tiempos impredecibles.

Esta señora de 78 años es famosa por la venta de café y desayunos y almuerzos. Mario Alberto y Manuel Alexánder la reciben con una sonrisa, aunque de lejos.

Ella les llegó a vender un gallo pinto típico, mientras Alex almuerza, Mario Alberto la invita a ella a tomarse una pipa. Siempre cuidando la distancia.

Coqueta y pulcra como siempre, la arreglada Machita justifica que en este instante no usa tapabocas porque venía de la clínica de hacerse un examen. Eso sí, ella defiende la salubridad de sus preparaciones y asegura que cada tacita en la que vende sus platillos están esterilizadas.

Machita dice que sale porque necesita ganar dinero. Cuenta que un hijo le ofrece lo que ella necesita, mas ella prefiere su independencia de siempre. Por días se queda en casa “haciendo cuarentena”, pero a veces decide salir.

“Yo no he tenido ningún síntoma. La sangre de Cristo me purifica. Soy diabética, hipertensa y padezco del corazón. Pero Dios me tiene aquí. Salgo porque cuando no tengo plata salgo a buscarla. Estoy vieja pero tengo dignidad”.

Machita, pero a los adultos mayores les han pedido quedarse en casa…

“Dios me puede enviar la enfermedad a la casa, ahí puede llegar aunque yo no salga. No tengo temor. No le tengo miedo. Dios sabe a quién se lo da (el contagio del virus). Cuando salgo le pido a Dios que me envíe los clientes, cuando vendo todo me voy para la casa. Aquí después de las 5 p. m. (cuando en teoría no pueden circular carros particulares y cierran comercios) no se ve ni un alma. En Semana Santa se oye más bulla que en estos días de alerta naranja”.

***

Dios llega por videollamada

El 19 de junio, además de que Alajuelita fue declarada con alerta naranja, en el país se anunció que debido al incremento de casos positivos por coronavirus se suspendía la tercera fase de reapertura, lo que implicó, entre otras cosas, que no se pudieran realizar misas ni cultos.

Aunque aceptó la noticia con resignación, el padre Enrique Rivero, cura párroco del Santuario Nacional Santo Cristo de Esquipulas, en Alajuelita, lo resintió hasta las lágrimas. Mediante un video, tecnología con la que se ha tenido que familiarizar a la fuerza para estar cerca de los feligreses, emitió un mensaje en el que pedía a la comunidad católica enviar sus fotos para colocarlas en las bancas del templo del cantón, que tiene capacidad, en tiempos “normales”, de recibir a 700 personas. El distanciamiento le duele.

Han pasado casi dos semanas desde aquel llamado, y hoy, el sacerdote habla con más calma sobre cómo se vive con una alerta en la comunidad que evangeliza desde hace año y medio.

“Esta situación limita muchas cosas. La oficina parroquial tiene que estar cerrada. Antes estaba medio tiempo y tuvimos que cerrarla. La secretaria trabaja a distancia. Ella contesta desde la casa. Las restricciones hacen que todo cierre más temprano y los comercios se ven afectados. En el área espiritual no pudimos abrir el templo. La covid-19 ha modificado el estilo de vida de parroquias. La gente expresa la necesidad de venir a estar con el Señor. Guardan la esperanza de volver”.

El líder espiritual no se resignó y se montó en la ola de dar misas por Zoom y de dirigir grupos por WhatsApp en los que otros coordinadores dan las informaciones más relevantes a los fieles.

Pero en esta iglesia han ido más allá. La alerta naranja llegó, pero la tecnología, como instrumento de evangelización, también. Por ello, se ha vuelto natural dar consejería u orar por las personas vía telefónica; también se dan cursos de bautismo y catequesis por videollamada.

Si a alguien le urge confesarse, puede sacar una cita y acudir a la oficina usando mascarilla y guardando la distancia. El padre también utiliza una. Los actos fúnebres se realizan a puerta cerrada y con distanciamiento. No pueden asistir más de 20 personas. Todos deben usar protección facial.

El cura debe de salir eventualmente a verificar que las familias que piden ayuda realmente vivan en las condiciones que declararon. Anteriormente esa labor la realizaban un grupo de señoras, pero al ser población de riesgo en estos días la recomendación es que no salgan.

Rivero también acude a atender situaciones urgentes, como dar los santos óleos a personas que se encuentran en agonía.

Dejando de lado el detalle de sus asignaciones modificadas, Rivero se refiere al comportamiento de la comunidad. Cuenta que él por naturaleza es obediente, por ello, resiente que algunas personas no acaten las órdenes de las autoridades.

“Me resienten las personas que han sido irresponsables. No han tenido conciencia. Han afectado a los demás. Lo que realicemos va a a tener efecto en los demás. Los medios han registrado desobediencia. Esperamos que con lo que ocurre la gente tome conciencia. La gente ha empezado a recapacitar. Espero que pronto podamos salir de lo naranja y que el país se pueda restablecer”.

***

30 de junio

Cuando se acercan las 5 p. m., la cruz de Alajuelita, ubicada en el cerro San Miguel, se empieza a desdibujar por una densidad gris.

Bajando de la urbanización Chorotega, con dirección al parque, se ven veloces e individuales caminantes que cargan bolsas con provisiones para casa. Por la hora, muchos de ellos vienen de sus trabajos. La mayoría usa una careta.

Más al centro del cantón, afuera de un supermercado varias personas hacen fila. Un guarda les indica, repetidamente, que deben situarse en la línea marcada. Dentro del local el aforo está completo. Los carros pasan un poco más raudos de lo usual. Ya son más de las 5 de la tarde y no deberían circular.

Del lado izquierdo de la calle, en dirección de sur a norte, se organiza otra cola, esta más corta; unas cuatro personas se colocan a lo largo de la acera, todos con su respectiva protección facial. En una pequeña ventana les atienden uno por uno. Están ahí para ver si la suerte les guiña.

Gerardo Hidalgo está ahí por necesidad. Quiere comprar tiempos para ver si el destino lo premia y le ayuda en media pandemia.

—Soy chofer de camión. Salgo a jugar (juegos de azar) porque a como está la situación ahora hay que buscar otra alternativa.

Hidalgo, de 60 años, usa una mascarilla negra y en las manos tiene ₡2000. Ya casi es su turno de comprar.

A las 5:20 p. m., el parque de Alajuelita es muy diferente a cómo se ve en horas más tempranas. La mayoría de presentes están de paso: se bajan o se suben al bus y caminan rápido a sus destinos personales.

Los comercios ya están cerrados. Las cortinas metálicas dan un tono lúgubre al cantón. La velocidad se traduce en temor. Temor por el contagio, temor por ser detenido por un tráfico por conducir después de las 5 p. m. (aunque esta vez en el centro no hay ni una patrulla) y temor, hasta por ser robado en un lugar que va quedando desolado.

Faltan 20 minutos para las 6 p. m., y el reloj de la iglesia dice que son las 11:55. Está parado. Aun circulan carros y motos. Dentro del parque al que está prohibido ingresar, juguetean dos perros. A lo lejos sobresalen dos puntos morados. Un muchacho y una señora celebran, comedidos, el campeonato de Saprissa y usan camisas del equipo triunfador.

En un murito que rodea el parque, que impide el ingreso con cintas amarillas plásticas, está sentado un señor de 70 años que prefiere no revelar su identidad. El viento del crepúsculo despeina su pelo negro lacio y a él el aire le relaja. Está solo y salió porque tiene que ir al súper.

Él tiene tapabocas, pero prefiere no usarlo. Para cuidarse, dice, se mantiene alejado de los demás, incluso de sus compañeros de tertulia y cerveza con quien hace unos meses compartía en alguna cantina del pueblo.

“Tengo mascarilla pero no la he usado. He ido a instituciones que todavía no la exigen. A todos nos preocupa la enfermedad. Pero analizando el tema, no estoy de acuerdo con el uso de tapabocas: he visto a médicos que explican cómo hay que usarla correctamente y usted ve a la gente que la anda abajo, se la quitan para comer, por eso me pongo a pensar y no me gusta eso. Sinceramente, para usarla mal, mejor no usarla”.

En el exterior de un bar que permanece cerrado, tres hombres departen, distanciados.

***

1.° de julio

A las 9:30 de la mañana el tránsito en Alajuelita centro es lento. Entrando a Tejarcillos, uno de los barrios más vulnerables del cantón, en el que se ubican varios precarios, hay más movimiento. Pequeños se acercan al comedor infantil Genésis, lugar en el que, tras los avances de la pandemia, les están dando a los chiquitos la comida para llevar y comer en sus casas.

Hombres y mujeres bajan y suben la empinada cuesta que en su final tiene el Ebais de la localidad. Más al fondo, después de la escuela, dónde en el paisaje empiezan a parecer ranchos pintados de colores, los hogares que fueron levantados con latas de zinc y madera. Con cada paso, el polvo se levanta. La zona no está pavimentada y cuando llueve se forma un barreal.

En esta localidad, ubicada a unos 400 metros de Los Pinos, sitio en el que se realizó la fiesta con 70 personas que la policía intervino; vive Gladys Hernández, de 37 años y quien está tomando todas las medidas para protegerse junto a su familia del coronavirus.

Desde que se solicitó mantenerse en casa, esta mujer, trabajadora y estudiante, ha practicado el distanciamiento social, pero reforzó medidas justo ahora, cuando Alajuelita tuvo la categoría de alerta naranja.

“La alerta me ha hecho entrar en pánico. Ahora hay que tomar más medidas. El miedo es que aunque uno se cuide haya un imprudente que no lo haga y venga y nos contagie. Ese es el miedo. Con esto también ha bajado el nivel de entrada económica a la casa. Yo trabajo desde casa, vendo productos, pero se ha afectado la economía. Todo ha cambiado mucho. Mis hijos (de 16 y 13 años) pasan encerrados por esta situación, aunque ellos están acostumbrados; para nadie es un secreto que este ha sido un barrio un poco conflictivo. Siempre salen bajo mi supervisión. La seguridad de mis hijos es lo primero”.

¿Cómo ha visto el movimiento en su comunidad? Se han reportado actividades sociales en zonas aledañas…

“Respecto a lo de las fiestas son por todo lado. Para nadie es un secreto que las medidas no se toman en serio, no voy a decir nombres, pero sí. Hay quienes creen que el virus es mentira. No solo ellos, últimamente ha habido más presencia policial, tal vez algún vecino les ha llamado, pero así, como que visiten mucho la comunidad, no.

“Espero que todos tomemos conciencia. La responsabilidad de cada uno es cuidarse. Por dicha hay personas que uno ve pasar con su mascarilla porque van para su trabajo. Siento que la alerta naranja los activó y los hizo caer en conciencia”.

A poco más de dos kilómetros, en el distrito de Concepción, aparece una tierna imagen que a la vez, es un golpe de la realidad que se vive en Alajuelita.

Kylie Villalobos, de año y tres meses, usa una pequeña mascarilla que cubre la mitad de su carita. Atrás está amarrada con un gran nudo que su mamá y abuela hicieron para asegurar que el implemento proteja su pequeña cara.

Kerolyn Reinosa (35) y Angie Arroyo (17) salieron la mañana de este miércoles para ir a vacunar a la bebé, quien es hija de Angie. La niña no tiene signos de lágrimas. No lloró por llevar puesto el tapabocas, ni tampoco por el pinchazo.

“Tenemos demasiado temor de que nos contagien de ese virus. Tratamos de no salir. Solo lo necesario, como a comprar comida, regresar a casa y seguir tomando medidas de precaución. Ahorita salimos porque a ella le tocaba la vacuna. Le pusimos la mascara a mi nieta para cuidarla. Nosotras nos cuidamos por ella y por mi mamá.

“En Conce abajo, los vecinos se lo están tomando muy en serio. Muchas personas van hasta la pulpería con mascarilla y tomando las medidas de distanciamiento. La alerta naranja hizo que muchos hicieran conciencia de la realidad en la que estamos”.