Aferrados al vacío

LA ADRENALINA SE DISPARA entre la emoción y el temor; unos le huyen, mientras otros la buscan para deleitarse.

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La mano tiembla desde el momento en que hay que desenfundar los ¢1.500 del tiquete. Parece que los dedos se resisten a soltar los billetes, no por tacaños, sino por miedosos.

Varios metros a la redonda nadie más parece estar contagiado del mismo temor; en cambio el Disco está repleto de clientes, la Tagada tiene a gente haciendo fila, y en el Kamikazee no se ve un solo campo vacío. Eufóricos gritos van y vienen en todas direcciones, las máquinas se elevan o giran a gran velocidad, mientras que las luces en los juegos titilan incansablemente.

A estas fiestas de Zapote les queda una sola tarde de vida y el tiquete de ¢1.500 dejará de tener vigencia en pocas horas. No hay de otra: habrá que enfrentarse a las atracciones mecánicas más salvajes de una vez por todas.

En los años 90, las Sillas voladoras y el Gusanito eran las atracciones que le deparaban más emociones a este miedoso de edad escolar quien escribe casi 15 años después. Las Ruedas de Chicago, los Martillos mecánicos y cuanto aparato se les pareciera, le generaba intimidación todavía hasta hace escasos días.

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Sin embargo acá, en esta tarde soleada, para gustos hay sabores: un disco que gira incesantemente; dos barcos piratas mecánicos que se menean súbitamente sobre olas de metal; una torre gigante, casi infinita, casi de Babel (o, por lo menos, así luce a la vista de los ojos temerosos) y un sinnúmero de opciones a elegir, si es que al final se escoge aunque sea una.

El operador abre una baranda metálica y los atrevidos se encaminan hacia los asientos colocados uno tras otro, hasta hacer campo para unas 14 personas colocadas de dos en dos. Esta montaña rusa no es inmensa, pero no hace falta, pues descuella más bien por sus “meneones” y curvas peligrosas. Otros clientes se suben en los asientos que siguen hacia atrás, mientras que el corazón late con más fuerza, casi queriendo salirse de la camisa.

La respiración se hace más profunda y la mirada no sabe hacia dónde girar. Todavía hay tiempo de quitarse el tiro; basta con suplicar que levanten el seguro de la silleta y pedir los ¢1.500 de vuelta pero no, o tal vez sí... o mejor no. El miedo y la inseguridad quieren recuperar el espacio que poco antes eran suyos.

En dos platos, aquello es el preámbulo de una detonación de adrenalina, un mecanismo de respuesta casi cotidiano, que se produce al estar en una aparente situación de peligro o estrés.

Subido en un juego como estos, dicho tipo de detonaciones hormonales no son una excepción, sino una regla.

“Cuando esto sucede, la adrenalina se vierte a la sangre y se distribuye por todo el cuerpo, donde se instaura una reacción de alerta generalizada”, explica el fisiólogo Orlando Morales Matamoros, jefe de cátedra de Fisiología de la Ucimed.

“No hay duda de que esos juegos intensifican el estrés, aunque tal vez haya quienes experimentan algún sentido de reto porque subirse a ellos implica una demanda física extrema. La persona siente satisfacción porque vence un reto. Empieza como una sensación totalmente psicológica, pero la reacción es totalmente fisiológica”, agrega.

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El carrito aceleraba sobre un riel que sonaba a diablos tan solo por el roce con la parte inferior del vehículo. De forma simultánea, el cuerpo reaccionaba como lo hace con cada una de estas descargas: aumenta la frecuencia respiratoria, la sudoración y la intensidad de las respiraciones; el corazón late más rápido y fuerte hasta sobrepasar los 100 latidos por minuto, por lo que, en casos extremos, un cardiópata podría sufrir hasta un infarto.

También aumenta la presión arterial y la vasoconstricción periférica (que hace que la persona se vea pálida), según explica el fisiólogo.

El “combo” de sensaciones parece tener una definición popular en estos juegos mecánicos: “un vacío en la boca del estómago”, dicen quienes se saben de memoria lo que se percibe cuando la adrenalina está al tope. A veces ese “vacío” pasa a otro nivel, cuentan técnicos maquinistas que laboraron en la última edición de las fiestas de Zapote .

Luis Diego de la O, quien opera uno de los Barcos Pirata, dice, por sus 11 años de trabajo en este campo, que “la experiencia es impactante y, a la vez, muy divertida”. Ha tenido que ver gente que sale llorando o termina desmayada.

Afortunadamente, esta no fue la ocasión para desmayos ni vómitos; en cambio, sí se oían a todo volumen los gritos de voces masculinas y femeninas, aunque en circunstancias como esta, todos se oían igual.

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El galillo de quien escribe estas líneas se estiraba a más no poder, mientras que la campanilla bailaba al fondo de la garganta. Cuando no había gritos, los dientes se presionaban al máximo y los ojos se cerraban como candados. Los brazos –tensos como nunca– se aferraban a una barra que sostenía, y no quedaba más que confiar en la seguridad que daba el metal.

El tiempo se hacía eterno y parecía inevitable la sensación de que era factible “salir disparado”. Mientras tanto, el carrito sorteaba una especie de elevación montañosa antes de tomar una inclinación a la derecha, seguida de una vuelta de 360 grados al otro lado que le subía el volumen a un coro de alaridos.

“¡Ay, no no!”, se oía, junto a una selecta colección de improperios espetados de forma espontánea, por el susto o el arrepentimiento de haber subido a tan movida atracción.

“Antes de montarse a un aparato, el cuerpo prevé esa actividad y se pone taquicárdico y empieza a subir la presión. Al terminar, los efectos nerviosos han bajado, pero el efecto de la adrenalina es más persistente. Algunos minutos después, la adrenalina sigue activa en el cuerpo hasta alcanzar valores normales”, comenta Morales Matamoros.

Así fue: se acabó el recorrido y los suspiros se apoderaron de la escena. Aquello era un alivio.

Mas hay quienes disfrutan tanto de esa sensación, que la adrenalina se convierte en adicción: “Se dice que en nuestro cerebro tenemos centros de placer donde hay conjuntos de neuronas que dan satisfacción a la persona. Eso le puede suceder a algunos; pero a otras, el grado de estrés es tal que los hace sentirse mal. La descarga de adrenalina promueve en algunos la emoción de querer experimentar esa sensación de nuevo, y causa en otros una tremenda aversión”, explica.

Estos últimos son quienes prefieren ver los juegos desde la barrera y se resisten a poner un pie sobre cualquier atracción.

Con el afán de disminuir el temor de una parte de la clientela, las empresas propietarias de los juegos en ferias y centros de atracciones deben garantizar la seguridad de los usuarios.

Susan Carazo, jefe de mercadeo y boleterías del Parque Diversiones –ubicado en La Uruca– asegura que, cada una de las máquinas que tienen cuenta con la certificación del fabricante, que además debe ser respaldada por ingenieros que supervisen la atracción antes de que esta comience a usarse.

Además, un ingeniero estadounidense revisa el estado de los juegos una vez al año, mientras que un equipo local hace inspecciones diarias por todo el parque.

“Las indicaciones (sobre qué personas no son deberían subirse a una atracción) están hechas para acatarlas. Tan pronto alguien no lo haga, está propenso a sufrir alguna lesión”, asegura Carazo.