El titánico Keylor Navas

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Eso fue el segundo tiempo de Keylor contra el Bayern: titánico. Para un desempeño de tal calibre hace falta mucho más que destrezas profesionales específicas: es un acto volitivo, una decisión, una acción de fe. Claro que ahí están sus reflejos felinos, ahí está su dominio del juego aéreo, su control del área, su capacidad para el achique, pero esas excelencias no bastan para explicar una faena épica, colosal. Hay un componente moral, ético: ese que solo tienen los más egregios gladiadores, la capacidad para crecerse bajo la lluvia de obuses, la virtud consistente en encontrar filones de grandeza en las ocultas galerías del alma humana. Decirse: “aquí no entra gol”, y torcer la realidad para que coincida con su designio.

Por lo menos cuatro disparos enemigos llevaban vocación de gol. Habrían sido goles en las manos de casi cualquier otro portero. Pero en eso consiste la grandeza de los fenómenos: hacen que lo lógico se torne ilógico. Como decía Cruyff de los goles de Pelé: “desafían las leyes de la lógica”. El disparo de veinte metros, rasante, a la base del poste —¡y desviado además por Varane!— ¿No debería de haber sido gol? No. Porque con un jugador como Keylor no hay “debería”. Entrará en la cabaña únicamente lo que él permita entrar. Sí, hay jugadas, goles y tapadas que desafían la geometría euclidiana, y la lógica, y la ley de la gravedad, y todas las malditas cosas que creíamos saber, y de pronto descubrimos más flexibles de lo que suponíamos. Y el centro pasado que Keylor le quita a Lewandowsky literalmente de la cabeza, ¿no debía de haber sido gol? No cuando tenemos fenómenos de superdotación de esta magnitud. Keylor es el hombre de quien podemos esperar precisamente lo imposible. Eso es: un mago: un hacedor de prodigios, un taumaturgo, un prestidigitador.

¿Que ocasionalmente puede cometer un error? Eso lo único que prueba es su pertenencia a la especie humana. Es lo que nos lo hace más cercano, más familiar y más querido. La perfección es un pecado de hybris, es severamente castigada por los dioses, y esencialmente inhumana Es fría, la perfección, y profundamente ajena a nuestra naturaleza. Es como el gran violinista Jascha Heifetz: cuando fallaba una nota, el crítico apuntaba: “¡Gracias a Dios: es humano!”