Ronald McDonald salta a la cancha

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Mientras Ronald McDonald se limitó a ser la mascota oficial de los restaurantes de hamburguesas más famosos del mundo, todos convinimos en que era un risueño, inofensivo payasito. Pero un mal día decidió saltar al terreno de fútbol, para desempeñar ni más ni menos que el rol de goleador de su equipo. Y ahí las cosas cambiaron.

Sus payasadas comenzaron a antojársenos improcedentes, zafias, procaces. Codazos, patadas, palabrotas, zapatos que vuelan… un inagotable repertorio de obscenidades y desatinos.

Yo mismo comencé por defenderlo, creyendo que sus bravatas procedían de un temperamento sanguíneo e indómito. El fútbol es pasión, combustible de altísimo octanaje: eso lo sabemos todos. Antes que un jugador ataráxico y abúlico, mil veces prefiero al gladiador que, llevado por su ansia de triunfo, sucumbe al exceso de calorías emocionales. Pero pronto me di cuenta de que los sistemáticos, predecibles, perfectamente calculados desplantes de Ronítald no procedían del ígneo epicentro de su ser –caso en el cual hubieran merecido comprensión e indulgencia– sino de algo mucho menos excelso: su patológica necesidad de figuración, su primadonismo, su sed de atención, la barata obsesión de ser votado personaje noticioso del año, una egolatría y exhibicionismo que alcanzaban lo soez. ¡Ah, si solo se hubiera contentado con promocionar papas fritas y quesoburguesas!

Ya el país lo ha desenmascarado: no era el aguerrido, visceral, pero noble guerrero que creíamos. Su “payasez” se originaba en esa deplorable enfermedad consistente en querer llamar la atención por todos los medios posibles, en todas las coyunturas imaginables. Las suyas no fueron las 13 expulsiones de Zidane, o las 21 de Ramos, baluartes de sus equipos, jugadores temperamentales, guerreros cuyo único bemol consistió en perder el autocontrol bajo las más dramáticas instancias eliminatorias, en los campos de batalla más minados del mundo. No: lo de Ronald McDonald va por otro lado. Como payaso es malo, y como futbolista, una gravísima enfermedad para su equipo.

Yo me declaro harto, frito, cansado de sus bufonadas y grotescas arias de coloratura operáticas.

Si su cuadro se respetase a sí mismo, y respetase a su afición, hace mucho lo habría enviado a trabajar en un circo.