Opinión: No importemos la cláusula del miedo

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Si uno lee, entre líneas, las declaraciones de Agustín Lleida sobre la cláusula del miedo, ofrecidas el miércoles a la periodista Fanny Tayver, el español de la Ciudad de los Mangos da a entender que se trata de una práctica común en su país y que, tarde o temprano, nos iremos acostumbrando. O sea, según Lleida, aquí estamos atrasados y, si la norma es importada, es buena per se. Además, proviene de la vieja Europa, casi como un resabio de las carabelas de 1492. Lo que quizás no sabe, porque no termina de conocernos, es que Costa Rica es un país abierto al mundo y adopta con criterio las nuevas corrientes; sin embargo, amantes como somos de nuestra idiosincrasia, tampoco envidiamos los goces de Europa.

En Tiquicia relacionamos la cláusula del miedo con el dicho de: “miedo, miedo, gallina con guineo”, que aplicábamos en las mejengas si los rivales se llevaban la bola o se ponían pesados por cualquier nimiedad. Asimismo, de chiquillos nos enseñaban que lo que se presta y se quita, se vuelve cuita. En esa tesitura, la condición de que Cartaginés tenga que abstenerse de utilizar mañana a Jurguens Montenegro contra Alajuelense (propietario del jugador), se ve feo y antideportivo.

Si bien un préstamo se agradece, la cesión de Montenegro de Alajuelense a Cartaginés trae beneficios para ambas partes. Los brumosos sacan provecho del talento del jovencito, pero también le dan el rodaje necesario para que retorne a su club de origen, formado y apto para jugar con los rojinegros o en el exterior. No es el caso que nos ocupa, pero la cláusula del miedo podría prestarse para condicionamientos temerarios, como que el equipo que presta a un jugador presione, subrepticiamente, a fin de que el elemento prestado disminuya su rendimiento contra un rival del club propietario, por ejemplo.

No nos venda espejitos, señor Lleida. Le aclaro que nada tengo contra usted y mucho menos contra España. Amo a su país. Mi abuelo español vino aquí con las manos vacías, formó una gran familia costarricense y nos transmitió su estirpe. Del abuelo Cesáreo, los García heredamos su vocación por el trabajo; de abuelita Manuela, la oración del Padre Nuestro. Casi nada, ¿verdad?