Opinión: Gente de mi ciudad

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Con su sotana negra y una alcancía en las manos, el padre Alberto Mata irrumpía en La Zamorana, la cantina más famosa de Guadalupe, buscando fondos para su amado templo católico, cubierto por una gigantesca red de andamios que lo reconstruían de atrás hacia delante, mientras las viejas torres seguían en pie, allá por el año 1966.

La recia personalidad del párroco intimidaba a los habituales de la cantina. ¡Ay de aquel que no introdujera, por lo menos, una moneda en la ranura de su cajita de madera! Simplemente, se llevaba un cosco del cura que inspiró su apostolado en una sagrada misión: “Sobre esta piedra, edificaré mi iglesia”.

Entre la avenida central, la plaza de fútbol y la jefatura, palpitaba el alma guadalupana. Los más viejos recuerdan los bolazos al pasar detrás de las porterías. Y más de una vez, algún balón saltarín rodaba hasta el zaguán de los venerables abuelos de la familia Jiménez Chavarría, don Nen y doña Menchita, al costado norte de la cancha, donde los chavalos de la barra del banco formaron el primer equipo del Racing, que se daba taco a taco con el Dinamo, Brasil, América, Santa Cecilia y otros cuadros.

En el día a día era común encontrarse con personajes como Álvaro McDonald, el crack rojiamarillo que frenó a Garrincha; Chumpi Zeledón, exjugador de la Liga; Chito, tambaleante, dicharachero y festivo; el maestro Pepe Campos, o Servando Gutiérrez, el jardinero–periodista, quien aún edita Lindo era el pueblo mío, una revista modesta, pero llena de añoranzas de Goicoechea.

Mis primas Barboza Herrera vivían al costado norte de la iglesia, entre la librería El Poás y la farmacia Jiménez. Zulay soñaba con surcar los mares; Nuria vivía en sus libros; María Elena irradiaba elegancia; Claudia jugaba de casita. Y en las procesiones, Leda vestida de Palabra perturbaba con su belleza, mientras los caballeros del Santo Sepulcro transportaban a Jesús, al tenor del redoblante y las notas sublimes del Duelo de la Patria.

Soy devoto del realismo mágico y, sin duda, tocado del techo. Será por eso que las imágenes que atesoro en los reductos de mi memoria, oscilan como un péndulo entre el ayer y el hoy, ajenas a la convención de los calendarios, razón por la cual la gente de mi ciudad, vive para siempre.