La justicia guiñó el ojo a Carlos Watson

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Cuando el 25 de octubre anterior fue anunciado como técnico morado, muchos arrugaron la cara. Aunque a casi todos inspiraba respeto, por su don de gentes, su aporte a la promoción de jugadores y un estudio apasionado del futbol, la carencia de estrellas presagiaba una historia con el mismo final.

A punto de cumplir 64 años, la justicia le guiñó un ojo, con su tercer llamado al Saprissa, mientras se hundía en el sillón a la espera del próximo partido de la liga inglesa, para masticar y digerir – como tantas veces- cada detalle de ese ajedrez en pana verde que suele degustar como el mejor de los manjares.

Habría sido injusto que el futbol lo retirara semi-olvidado, como al viejo erudito que apenas había levantado una lejana copa de Concacaf en el año 93. El título nacional le fue esquivo hasta este diciembre pasado, pese a que dirigió a la Liga, Herediano y Saprissa en varias ocasiones. Cada vez que dejó el banquillo de un equipo grande se fue con la misma etiqueta, colgada por esa mano del destino que le negaba el premio a su trabajo y cultura futbolera.

Solo los estudiosos de ese deporte eran capaces de aquilatar su legado. Había hecho debutar al “Tuma” Martínez, “El Pato” López, Luis Marín, Douglas Sequeira, Álvaro Mesén, entre muchos, y por sus selecciones Sub 20 y Sub 23 pasaron la crema y nata de los futbolistas de las últimas dos décadas. Pero la falta de ese título nacional no le dejaba dormir en paz.

Y su noche de paz llegó el 23 de diciembre anterior. En Alajuela se reconcilió con su pasado, se encontró con el dios de la justicia y la vida le premió por nunca haber traicionado un estilo de jugar al futbol. En las buenas y en las malas siempre intentó que sus equipos fuesen agresivos, veloces y técnicos. “Los princesos” morados, vilipendiados en los días previos a su llegada, terminaron siendo los mejores intérpretes de esa filosofía futbolística.

El gran aporte del señor Watson Simes a la causa morada pasa por ese papel de papá viejo, paciente y sabiondo, empecinado en enseñar el camino a unos hijos virtuosos pero deslumbrados por los reflectores del estrellato. Con su verbo les encendió la chispa futbolera y al mismo tiempo apagó el incendio que amenazaba con devorar el camerino bajo los sofoques de una rebeldía juvenil mal canalizada.