La imprevisibilidad del juego, a salvo

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Buenos Aires

Cuatro cabezazos en el área, cuatro golazos furibundos, espectaculares, ganadores, marcaron la última jornada de Champions ; decidieron cosas, pusieron a salvo, una vez más, la sagrada imprevisibilidad del juego, su carácter fortuito, sorpresivo y repentino, factores que lo tornan fascinante y le confieren, desde hace un siglo, el trono de más popular de los deportes. El más apasionante de los entretenimientos, agregaríamos.

Los entrenadores, para justificarse, acostumbran decir: “Perdimos por un gol de pelota parada”. Sí, ¿por qué... no valen...? Los goles de cabeza son tan reglamentarios y pueden ser tan bonitos como un bombazo de fuera del área o uno que es producto de 10 o 12 toques. Son parte del juego. Pero el hecho edificante de estos cabezazos matadores a que aludimos es que preservan la espontaneidad del juego, su índole creativa, no sujeta a dispositivos que puedan anular el imponderable, la libre determinación. Fueron los dos cabezazos (extraordinarios, para pasárselos a los chicos en las escuelitas de fútbol) de los brasileños David Luiz y Thiago Silva, del Paris Saint Germain, que sirvieron para eliminar al Chelsea de José Mourinho. Y los dos de Cristiano Ronaldo (excepcionales también por el salto y el impacto a la pelota) frente al Schalke 04 que salvaron al Real Madrid de un bochorno monumental. El Madrid cayó 4 a 3 y se fue en medio de una silbatina estruendosa, pero pasó de fase. Sin uno de esos dos cabezazos, avanzaba el Schalke.

“Cuando un equipo no sabe defender dos córners, no merece ganar”, declaró Mourinho tras el 2-2 en Londres que costó la salida de su equipo de la Liga de Campeones. Lo debe haber dicho en caliente, si lo piensa, no se le escaparía. Pretender controlar las intenciones y movimientos del oponente es contrariar la naturaleza del juego; y además de soberbio, imposible. ¿Cómo haría él para defender dos acciones tan notables del rival...? ¿Cómo lo hubiera impedido...? Si los entrenadores inventaran un sistema para garantizar los resultados sería el fin de este deporte. Pero eso no puede ocurrir.

En el primero de los goles mencionados, córner para el PSG, David Luiz sale como eyectado de atrás de todos, anticipa a Ivanovic (un marcador implacable, el mejor lateral derecho del momento) y clava un testazo inatajable. En el segundo, Thiago Silva, posiblemente el mejor cabeceador del mundo desde hace siete años, parece subirse a una escalera imaginaria y desde el peldaño más alto impacta con la frente y manda el balón bombeado al primer palo del arquero, tomando a este a contrapié. Absolutamente imparable. En ninguno de los dos había forma de anticipar la acción ni cómo impedir el salto y el remate del atacante. Cuando un atleta de 80 kilos, superentrenado, comienza a moverse en zig zag y va lanzado con todo a la pelota, es casi imposible detenerlo, ni con falta. ¿Cómo lo frenaría Mourinho, que además no jugó al fútbol en el máximo nivel...? No se pueden gobernar los actos del rival, tampoco es posible estar dentro de su cabeza para saber qué piensa, hacia dónde va a salir.

Este es un juego dinámico, de movimientos constantes e impredecibles. Si Terry, Cahill (dos torres, especialistas en el juego de alto) e Ivanovic no pueden evitarlo, ¿quién puede? El 15 de enero último, por Copa del Rey, Real Madrid y Atlético de Madrid igualaron 2 a 2. El empate final fue de Ronaldo también, y de cabeza, ganándole en el anticipo a Diego Godín. ¿Existe algún defensa en el mundo que supere en concentración, temperamento y juego aéreo a Godín...? Pues bien, el portugués venía a la carrera, como un tren, lo dejó parado y anotó.

El genial Ricardo Bochini decía que trabajar mucho con pelota quieta, cuando es a favor, puede ser bueno, pero si es para el contrario resulta bastante relativo. “Uno no sabe lo que está pensando el otro”, razonaba con su lógica de acero. A lo sumo se puede poner un hombre marcando a cada rival y estar bien atentos, pero aún así no hay garantías de eficacia defensiva. Por más que uno ensaye y se prepare, este es un juego impredecible. Es lo que lo hace apasionante. Nadie sabe en qué momento va a saltar el rival y aplicar el cabezazo. Ni cuánto se va a impulsar, ni hacia dónde va a cabecear. Si se pudiera controlar eso, el fútbol se acabaría como espectáculo máximo.

El absurdo comentario de “perdió la marca” no tiene cabida. Tan inadmisible como aquel otro que dice “no cerró el partido”. Los partidos no se cierran, terminan. Hasta que ello sucede, hay que jugarlos. Y hasta el último segundo, hay riesgo. El “perdió la marca” se entendería en alguien que nunca jugó al fútbol, pero lo dicen a diario exfutbolistas devenidos en analistas.

Mourinho, como muchos otros técnicos (y también periodistas) está convencido de poder tomar todas las previsiones para impedir el triunfo rival. Afortunadamente, ello es imposible. No hay un seguro de riesgo en fútbol. La velocidad y la dinámica generan cientos de imprevistos. La cancha mojada que provoca un resbalón, la pelota que da un bote extraño porque picó en un pequeño pozo, el rival que cae y desvía la pelota... Hay mil imponderables más.

Vemos cantidades de goles de cabeza. El de Mathieu al Madrid (gran anticipo); dos muy buenos en Francia 1-Brasil 3; muchos en la Libertadores. Si fuera tan fácil impedirlos, no habría tantos. Cada gol de cabeza, sobre todo tras un córner o un tiro libre, es un triunfo del libre albedrío de su autor, de la imprevisibilidad del juego. Lo cual constituye gran parte de su encanto. Y su inviolable tesoro.