¡Fuera La Ultra! ¿Y La Doce?

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La mejor decisión del Saprissa en los últimos 25 años. Eliminar esa mancha de vergüenza que durante un cuarto de siglo ha acompañado y empañado a un gran equipo, cuyas glorias no tienen nada que ver con ella.

Ahora no importa si fue tarde, si lo pidió algún patrocinador o si la imagen de un niño escapando de la barbarie fue el detonante. Lo que si resulta vital es que no sea una decisión mediática y, por lo tanto, temporal y reversible.

Que no vayan a salir los jugadores el día de mañana, como lo insinuó Ariel Rodríguez ante las cámaras, con que les falta el calor de La Ultra. Mucho menos que ese u otro argumento similar tuerza el brazo de la dirigencia.

Las barras organizadas de ese tipo no debieron nacer en el país. Mucho menos crecer como un caldo de cultivo para delincuentes, a pesar de que muchos de sus integrantes fueron, son y serán gente de bien. ¿O acaso es una conjura de las estadísticas que de los 15 detenidos, el domingo anterior, 11 tuvieron antecedentes delictivos?

Después de ver y oir a la seguridad privada abogando por los gamberros y la triste imagen de la Fuerza Pública desalojando la gradería sur, aunque fuese tan solo temporalmente, tuve la sensación de que los malandros se apoderaban para siempre del espectáculo futbol.

Por eso la decisión del Saprissa es un bálsamo. Pero sobre todo, un ejemplo a seguir por los demás equipos. Sería imperdonable que la Liga esperase un episodio de violencia similar al ocurrido en el Ricardo Saprissa —que de seguro vendrá— para asumir una decisión similar.

Cualquier tragedia en las gradas, provocada por esas barras bravas, tendrá que ser cargada a la conciencia de los dirigentes omisos. Ya no hay excusa. Sin La Ultra, La Doce, La Garra y como se llamen las demás organizaciones de aficionados, no pueden ser justificadas en los estadios.

Si realmente quieren el futbol, es momento de que los dirigentes de todos los equipos se alíen. Si no todos pueden disfrutar de su equipo frente al televisor, al menos denles la posibilidad y la certeza de ir al estadio a gozar del espectáculo, sin temor de que el vecino de asiento, vestido con la misma camisa, se convierta en su peor pesadilla.