El infalible ojo electrónico

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Es un dios pagano que todo lo ve y registra. No hay manera de escapar a su escrutinio. Está en todo tiempo y lugar, aún más, si ese tiempo se divide en capítulos de 45 minutos.

Pone en evidencia tanto las buenas formas como la mala educación. Preciso, infalible, el ojo electrónico capta, transmite… ¡Y punto! No juzga. No condena. Tampoco absuelve. Simplemente, muestra.

De pronto, el empujón solapado, el codazo artero, la patada desleal, la amenaza, el dedo arriba, la palabrota, el escupitajo en cámara lenta, en primer-primerísimo plano...

Cubre el panorama del campo y gravita en su entorno. Lo enfoca. Lo registra. Lo reproduce. Faculta la auscultación posterior, a través de un rewind que disecciona y delata.

Deja en paños menores al que lanza la piedra y esconde la mano. Por eso, el argumento estéril, la negación obstinada o la justificación vana, suenan tan huecas, tan ridículas. “¿Quién, yo? ¡Sí, tú!” “Yo no fui, fue Teté, pégale, pégale que ella fue”.

Es un dios limitado y, en tal condición, carece de los poderes del Ser Supremo. No hace más que revelar y que cada quién se las arregle con su fardo de culpas, o se incinere en la brasa que, de súbito, sube y enrojece el rostro.

Hay que decir también que suele retratar la emoción, la gloria del héroe con pantaloneta y tacos; la proeza en el marco, la certeza del franco tirador; la habilidad del artífice; la inmortalidad de una pasión de multitudes.

El Vaticano del fútbol se ha negado a incorporar el recurso de las imágenes en movimiento para disipar la duda arbitral, al privilegiar –¡oh, insensatez!– el error humano sobre la ciencia exacta. Y mantiene la preponderancia de un juez sin toga que sanciona sobre la marcha, mientras corre y suda en diagonal por la geografía del zacate.

No hay campañas orquestadas. No hay “sapriprensa”, ni “ligaprensa”. Dejen las excusas. Acepten que se equivocan y que el zoom-in o el zoom-out de la tecnología los desnuda de cuerpo entero.

A todos por igual. Así como retrató en una ocasión al sujeto del chicle, recién captó la imagen de un individuo que al final de un buen partido eclipsó, con su deplorable actitud, el esplendor de la luna liberiana.