El aroma del zacate

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Entre las vívidas sensaciones de mi infancia en San Francisco de Guadalupe, 75 m. al norte de la iglesia de ladrillo, donde nací –literalmente, porque a mi madre la asistió una partera– conservo el olor del zacate.

Cada vez que me lanzaba para atrapar la pelota de cuero, me entretenía un poco, no por “perder tiempo”, como los guardametas de ahora, sino para aspirar del balón, a veces mojado y resbaladizo, su esencia de piel de vaca impregnada con el aroma del pasto, donde se alimentaba el ganado.

Era el inicio de la década del 60. En las inmediaciones de la hacienda Tournón, Honorio nos perseguía si robábamos guayabas a orillas del laguito que se situaba, calculo yo, en el extremo oeste de lo que hoy es el Centro Comercial El Pueblo. Doña Rosa vendía unas deliciosas empanadas y salía con puñados de arroz a buscar a sus gallinas, mientras Sabino, un noble anciano, oloroso a aguardiente y manzanilla, ofrecía rollitos de esta hierba en la vecindad.

Recuerdo dos hechos que interrumpieron por varios minutos la mejenga que disfrutábamos. La tarde del 22 de agosto de 1963, cuando divisé desde el potrero a mi padre en la puerta de la casa. Su mirada se perdía en el poniente, después del funeral de su madre, la abuelita Manuela, quien me enseñó el Padre Nuestro, la única oración que aprendí a rezar.

El otro suceso acaeció el 22 de noviembre de ese año. Súbita y sorpresiva, casi estridente, la sirena de Tournón partió en dos la atmósfera. Y nos juntamos ante la radio para escuchar la infausta noticia del asesinato del presidente John F. Kennedy, en Dallas, Texas.

¿A qué viene esta historia en la sección deportiva?, preguntará el lector. Viene a cuento porque, unos más otros menos, somos arrieros de fantasmas. Y, justamente, evoco el olor del zacate, a raíz de la próxima inauguración de la gramilla natural del estadio Ricardo Saprissa. Lo celebro porque el alma del fútbol es consustancial al césped de verdad, como el que, por cierto, se mantiene en perfectas condiciones en el Estadio Nacional.

Si en La Nación no me jalan el aire, porque no escribo de la Concacaf, ni de los árbitros que piden mucho y mejoran poco, otro día volveré a compartir la nostalgia por aquel viejo barrio que, a menos de un kilómetro del centro de San José, olía a tradición e identidad.