Doblemente perdedores

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Si seremos mezquinos, acomplejados, limitados y chiquititos, que nuestro gran título de gloria, nuestra máxima satisfacción en la Copa América fue la derrota de México ante Chile. Un ser humano saludable se siente orgulloso —o avergonzado— de sus actos, de aquellas cosas que dependen exclusivamente de él. Pero nosotros, desnudando nuestro pigmeísmo espiritual, hicimos del tropiezo de México un logro personal, una conquista específicamente nuestra, una “victoria” que por poco vale más que la copa de marras.

Somos adictos a la Schadenfreude: la “alegría ácida”, el regocijo del loser que, tan pronto es eliminado, se dedica a celebrar la caída de sus rivales. ¡Ya que yo no lo logré, que no lo logre nadie —especialmente México—! Tal fue nuestro explícito grito guerrero. Por más que nos escueza la piel del alma, México nos superó en la Copa América, pese a la “catástrofe de Santa Clara”: el primer criterio para posicionar a un equipo en un torneo es la instancia hasta la que llegó: es preferible caer goleado en cuartos de final, que ser despachado en la fase de grupos, cualquiera que sea la diferencia de goles.

Los ticos exultábamos, el día de la derrota tricolor. Los locutores entonaban cada gol con arrobamiento, la voz sobremodulada por el júbilo, como Pavarotti impostando el épico agudo del Nessum Dorma . Cada gol era un tumor supurante, un absceso del que extraíamos, con placer torvamente doloroso, el pus del rencor, acumulado a través de décadas. Sí, ya sé que Faitelson y sus secuaces hicieron mofa de Costa Rica. Con tal actitud, eran ellos quienes se desacreditaban. Al devolverles el “ñaca-ñaca” no hicimos otra cosa que jugar su juego, ponernos a su altura —a su bajura, sería más propio decir— y exhibir las mal suturadas llagas de nuestra inquina deportiva.

Había que dejar que nuestro silencio —aristocrático y cifrado— hablase por nosotros, y se propusiese, enigmático, para la interpretación. Una vez más, nos autoderrotamos dándole voz a nuestras tirrias y fantasmas. Mil veces más eficaz —amén de decente— hubiera sido acogernos al silencio Pero nos venció nuestra puerilidad. La burla, lo propio de los perdedores. Bilis, frustración, impotencia: tres damas de compañía para la misma reina: su Alteza Real la Derrota.