Boca-River en el reino de la improvisación

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Buenos Aires

Roger Bello bajó cuatro kilos. Nunca en la historia un veedor dio tantas vueltas a la cancha como el comisario deportivo boliviano en el bochornoso Boca-River del jueves. Dio 20 vueltas sin decidir nada. En rigor, Boca y River llevan tiempo abochornando, antes con su juego sucio, de patadas, codazos, chicanas y bravuconadas, totalmente olvidados de la pelota, concentrados en ver quién es más macho. La consigna “de vida o muerte” que impregna cada clásico se va corporizando de a poco. Antes del juego se vio una pancarta que decía, palabra más o menos: “Si Boca no gana no salen vivos”. Era, un poco, el clima, el sentimiento que imperaba antes del juego.

Repasemos… Boca le lleva unos cuantos partidos en el historial a su “primo”. En virtud de ello da por establecido que debe ser el padre eterno de River. Por tanto, esa supremacía divina no debe alterarse. Siguiendo esta premisa, no puede ser que River ose quebrar ese mandato sagrado. Inadmisible. Pero ocurre que ambos contendientes animaron la semifinal de la Copa Sudamericana 2014 y River eliminó a Boca. Y que en estos octavos de final de Libertadores 2015 River volvió a vencer a Boca. Incluso pegando más patadas (lo cual ya es intolerable, ofende la virilidad). En esos tres partidos y medio Boca no pudo marcarle un gol a River. Ninguno. Entonces alguien, una bestia, accionó el plan B: el gas pimienta. Que era el único que podía hacerle daño a River, porque el equipo de Boca daba pena, no tenía la menor idea de cómo vulnerar a su oponente.

La agresión con gas pimienta a los jugadores de River es un hecho original, torpe y premeditado. Nadie lleva gas pimienta a la cancha como si fuera un gorro, los lentes, el celular o una corneta. Dado que está prohibido el ingreso de hinchas visitantes, toda la multitud era boquense. Y boquense era la responsabilidad del espectáculo por ser local y jugarse en su estadio. No hay forma de eludir la culpa. Ahora se escucha el viejo discurso de que “por un par de inadaptados no pueden pagar los hinchas buenos, ni los jugadores, ni el club”. Pero alguien debe pagar la cuenta. Basta de diluir responsabilidades.

Una hora y cuarto después de la agresión, el veedor Bello, que ya llevaba varios kilómetros recorridos, se acercó a Marcelo Gallardo, DT de River, y le espetó: “Bueno, hay que decidir”. Gallardo respondió con lógica de acero: “¿Nosotros tenemos que decidir…?” Ustedes son la autoridad”. Bello seguramente esperaba que Gallardo dijera: “Está bien, continuamos”, con lo cual se quitaba el fardo de encima. O bien que River se retirara, en cuyo caso se exponía a perder los puntos. Una vez constatada la lesión por los médicos del antidopaje, debió suspenderse inmediatamente. Sin embargo, el plantel blanquirrojo tuvo que esperar dos horas y media parado en el terreno de juego. Un disparate más. Los veedores de la Conmebol no están debidamente preparados para afrontar situaciones de conflicto ni tienen la autoridad para hacerlo. Muchos son enviados por amiguismo, para que se hagan unos viáticos. Si Roger Bello o el árbitro tomaban per se la decisión de suspenderlo en el acto, posiblemente hubiesen visto fulminadas sus carreras. Por eso los conciliábulos, las llamadas a Asunción “para ver qué hacemos”. Muy pobre.

Pero en este caso el problema no es la Conmebol, es el fútbol argentino, que una vez más exhibe su falta de competencia organizativa. Este es el legado de 35 años de caudillaje grondonista, en el cual un solo hombre tuvo en su puño todo el andamiaje, los recursos, las decisiones. Le faltaba formar el equipo en los mundiales. Por ello, esta página negra nos abochorna, pero no nos extraña. Más bien nos retrata como país. El caudillaje es una de las formas de gobierno más perimidas de la humanidad, el reverso de cómo funciona el mundo moderno, con planes, ideas, organización, planificación, eficiencia, desarrollo, estudio, capacitación, equipos de trabajo, reglas claras, acatamiento a la ley, conceptos que el grondonismo desconoció por completo. Durante 35 años todo se ató con alambre, se hizo un culto al criollismo y nunca le interesó acabar con la violencia. Pese a lo cual se sigue poniendo el nombre de Julio Grondona a torneos, estadios, polideportivos, etcétera. Falta que lo impongan en calles, bibliotecas y escuelas.

Luis Segura, el delfín de Grondona y heredero de su estilo, que lo ha sucedido como presidente de la AFA, acaba de anunciar en una extensa nota publicada en La Nación (de Argentina), que aspira a continuar en el sillón cuatro años más (mínimo; si son ocho, mejor). En su interinato se produce este, que es el mayor escándalo de la historia de la Copa Libertadores en 56 ediciones. Quiere más de esto. El glorioso fútbol argentino merece otra cosa.

Pero, improvisaciones al margen, también hay un factor que incide en estas guerras entre Boca y River: está mal entendido el hinchismo en la Argentina. Hay un fanatismo desproporcionado, atroz, que descarrila todas las situaciones y obnubila los pensamientos. No se le quiere ganar al rival, se lo quiere aniquilar, humillar, desterrar. El Fair Play pasa a ser una tontería. La noche interminable de La Boca comenzó con un dron del cual colgaba una sabanita con el fantasma de la B, una cargada de mal gusto a River. Y todo el mundo sonrió satisfecho. ¡Qué ocurrentes los muchachos…! Después terminó con el gas pimienta y los botellazos.

River no es mejor que Boca, ni un milímetro. Simplemente en este vergonzante episodio le tocó el papel de víctima. Su nefasta barrabrava ( Los borrachos del tablón ) ha cometido todo tipo de delitos, ha apuñalado gente dentro mismo del club, amenazó árbitros. En 1996, en la final de la Libertadores frente al América, el equipo caleño denunció que el día anterior fue a reconocer el campo del estadio y se le apareció la barra millonaria (sin comillas, en verdad el término es porque ha hecho fortunas robando, extorsionando, apretando y explotando negocios ilegales). Y que agredió a varios de sus jugadores. River fue quien creó este clima de guerra entre ambos rivales pegando a mansalva en el campo de juego en los partidos anteriores. Con un aditamento enervante: pega y los jueces no le echan jugadores. Tiene suerte River con los árbitros… Hace 40 años que tiene suerte.

El Secretario de Seguridad de la Nación, puso la cuota de humor: “El operativo fue un éxito”, dijo. Había 1.200 policías, pero nadie pudo detectar el dron, las bengalas, el gas pimienta, nadie pudo dispersar a los 100 inadaptados que quedaban en la tribuna dos horas después del incidente y que arrojaban botellas y objetos a los jugadores de River, impidiéndoles retirarse del campo.

Seguramente habrá habido gestiones subterráneas para tratar de continuar el partido, de atenuar la pena a Boca Juniors. El telón fue tan penoso como todo lo demás: los jugadores de Boca se fueron aplaudiendo a los hinchas que arrojaban objetos intentando lastimar a los futbolistas de River. Ya no podrán ganar esta Libertadores, pero en demagogia son campeones indiscutidos.

El periodismo deportivo argentino tiene una ava parte de culpa en esta exacerbación de los sentidos en torno al Boca-River. Y la exacerbación, en cualquier caso, es prima hermana de la idiotez, de la incivilidad. Previo a cada clásico corren mares de tinta en torno al que va a ser “el espectáculo más grande del mundo”. Meta manija de la mañana a la noche. Luego vemos esos partidos vulgares que vemos, plagados de situaciones indecorosas y un fútbol casi cavernícola. Pero para el próximo duelo (nunca tan justo el término) reincidirán en su apología.

“No te podés morir sin ver un Boca-River”, rezaba un viejo eslogan. Ahora hay que pensarlo mejor, te podés morir por ver un Boca-River.