Soledad

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El ser humano experimenta una necesidad de filiación paroxística, desesperada. Quiere pertenecer a algo. En una sociedad atomizada, carente de cohesión y de identidad –suma de individuos que no constituyen organismo–, tal sentimiento es comprensible. Opta entonces por crear microsociedades que lo acojan y legitimen.

Hincha de un equipo de fútbol, miembro de un club de filatelia, militante feminista radical, vegetariano, marxista ortodoxo, neotrotskista, integrante del club “Corazones solitarios”, frecuentador de grupos de terapia –hoy hay psicólogos que se autodesignan “grupólogos”–, comunidades nudistas, neoliberales virulentos, activistas gais, sindicatos, movimientos neonazis, grupos de estudio bíblico, ecologistas, asociados a clubs privados, criaturas de gimnasio… Todo sea antes que arrostrar la soledad a que les confina una sociedad que ya no es tal, que se ha transformado en la mera contigüidad física de millones de individuos insulares.

Independientemente del mérito o demérito de estas banderías –que no niego–, tengo para mí que el ser humano intenta definirse a sí mismo –sentar un principio de identidad– a través de la filiación, la inserción en un grupo que le dé voz, nombre, densidad ontológica.

Sin ella quedaríamos desustanciados. Seremos aquello a lo que pertenezcamos. No digo que la filiación ideológica sea únicamente un mero antídoto contra la soledad. Sugiero, tan solo, que podría ser una motivación secundaria. Triste, muy triste.

El autor es pianista y escritor.