Reaccionar frente a la violencia o responder

Las respuestas a la violencia deben devolvernos a lo que nos hace humanos, no a lo que nos deshumaniza

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

¿Qué significa una declaratoria de emergencia? Como mínimo, reconocer que el problema es real y no hay escape. Hace tiempo pasamos ese punto, pero necesitamos esto, que se nos confirme que la situación en seguridad está fuera de control, que no sabemos qué hacer ante el choque que nos producen la violencia y los gritos de ayuda a los que nadie contesta; que la violencia es un monstruo con muchas cara. Está la cara de quien agrede, ataca, dispara, destruye. La de quien recibe la destrucción en el cuerpo. Las caras de las personas alrededor que no saben si luchar, huir o fingir que no miran.

Las familias quieren sentirse seguras. Yo quiero llevar a mis hijos a la escuela y saber que van a estar bien. Quiero caminar a comprar comida si me di cuenta de que se me acabó algo, sin pensar en que podría pasar un auto con personas armadas a bordo y van a disparar o me van a asaltar.

Quisiera pensar que, aun si me asaltan, podré entregar mis cosas y apresurarme a casa sin temer que por estar drogado igual me atacará sin importar lo que yo haga o diga. Muchachos de la edad de mis sobrinos —¿o serían mis sobrinos?— y mucho más jóvenes que mis estudiantes —¿o serían mis estudiantes?— llenos de miedo, de ira y de violencia.

Claro, es fácil pensar que la juventud captada por el crimen organizado es parte de un “otros” muy distinto al “nosotros”. Que es una parte de la sociedad que ya no tiene remedio, a la que solo hay que buscar cómo castigar, aislar y convertirla en chivo expiatorio de todos nuestros dolores. De por sí, ya son caso perdido y no queda más que el garrote, concluyen. Pero no queremos ver que el garrote no ha funcionado en ningún país y que la violencia solo ha empeorado.

Está claro que en estados de emergencia algo hay que hacer. La policía necesita apoyo de manera urgente. Cargan en sus cuerpos el dolor, el duelo, la exposición. ¿Quién cuida de quienes cuidan? Pero no nos engañemos, la gente lastimada lastima gente. Esa es y ha sido nuestra naturaleza, sobre todo, cuando además hay una investidura de poder y autoridad.

¿Se convertirá todo el dolor en brutalidad policial? Lo que es peor: brutalidad que vamos a recibir con un estruendoso aplauso. Sé que lo que estas personas atraviesan es doloroso e injusto, que como sociedad les estamos pidiendo muchísimo y lo mínimo que les debemos es soporte, protección y validación.

Estoy bastante convencida de que trabajadores sociales y psicólogos (quiero pensar que es así) brindan a la policía contención, pero no debemos olvidar el componente comunitario de sanar, la importancia de crear círculos de duelo, redes de apoyo entre pares. No pretender que es normal lo que viven día a día.

En otras latitudes, se conforman círculos de diálogo entre la policía y líderes de las comunidades donde se cometen estos crímenes, para procesar juntos el incremento de la violencia.

Podríamos pensar que quién tiene tiempo para esas cosas. Resulta que mujeres y hombres residentes en estos barrios, aunque no son quienes perpetran los crímenes, también tienen miedo, dolor e ira, y poco a poco aprenden a ver a la policía como un adversario.

La respuesta humana es la más eficaz. En estas experiencias, la policía es invitada a ir vestida de civil y a conocer e interactuar como iguales. ¿Qué pasaría en un encuentro entre policías y comunidades, donde manifiesten en conjunto la indignación y el dolor y piensen en cómo colaborar o por lo menos acompañarse?

Las comunidades educativas y religiosas y las organizaciones de la sociedad civil son indispensables para proponer opciones a una juventud desolada, que es mano de obra para el crimen organizado desde edades muy tempranas.

Sí, en las comunidades tenemos miedo, porque solo queremos a los buenos muchachos. ¿Qué pasa si un estudiante acude a la escuela con un arma? ¿Y si el centro educativo es sitio de operaciones del narco? Lo que se nos olvida es que estos muchachos y muchachas seguirán siendo parte de nosotros, sea que les expulsemos del colegio o los encarcelemos hasta por quince años (Costa Rica es uno de los países con penas de cárcel más largas para menores de edad en toda la región).

Luego alcanzarán la adultez y en sus veintes o treintas regresarán aún más lastimados a la sociedad. La gente lastimada lastima gente. La privación de la libertad necesita ser pensada humana y estratégicamente.

El crimen organizado es un problema complejo que se mueve en las esferas más altas del poder. Las respuestas, por tanto, tienen que ser igualmente sofisticadas y valientes, deben devolvernos a lo que nos hace humanos, no a lo que nos deshumaniza. Todo lo demás nos hará caer en una espiral de dolor en la que los cuerpos más vulnerables son los que llevarán el mayor peso de la destrucción.

Nos hundimos en la emergencia y es urgente neutralizar el daño. Negar el problema o tomar medidas cosméticas únicamente incrementará el miedo y la indignación, y pecará de negligencia frente a una vida tras otra que, en tropel, es destruida, arrastrando con ella trauma a todo su círculo familiar y comunitario.

Para hacer algo bien, hay que tomar una pausa y reagruparnos. Sí, lo sé, ¿quién tiene tiempo para una pausa? Pero sin pausa, solo vamos a reaccionar en lugar de responder.

claire.demezerville@gmail.com

La autora es consultora y profesora en la Universidad de Costa Rica (UCR).