Por qué no soy nietzscheano

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

La vida hará que un árbol o un animal ejerzan el máximo poder de que disponen en cada caso dado. Lo propio del ser humano es tener el discernimiento necesario para abstenerse de tal expansión máxima, salvo cuando esta sea indispensable para su supervivencia.

Somos capaces de disminuir, si la misericordia, la solidaridad, la compasión o la mera decencia nos lo indican. El ser humano puede administrar su superávit vital, su lujo expansivo, y dosificarlo cuando la convivencia a ello lo obligue.

Nadie, en sociedad, puede explayar su vitalidad de manera ilimitada, invasiva, máxima. La sociedad nos obliga a ser menos de lo que podríamos ser. No es razón para la amargura o la misantropía. Nuestro repliegue posibilitará la expansión de alguien más.

Lo que es inaceptable es que haya seres humanos que vivan mínimamente y otros que lo hagan máximamente. El salario mínimo de un obrero tiene una lectura ontológica que va mucho más allá de lo puramente socioeconómico. Significa, en esencia: “usted tiene derecho a un mínimo de vida”. Y las inimaginables regalías del accionista significan: “yo tengo derecho a un máximo de vida” y, en última instancia: “yo soy más”.

La espuria, filosóficamente arbitraria aplicación del evolucionismo darwinista y del modelo biologista a la vida social (producto del siglo XIX, embriagado con tales macronarrativas) son responsables de las más abyectas aberraciones sociales de nuestra época.

El autor es pianista y escritor.