Otra lectura del ‘brexit’

El Reino Unido cometió un error por falta de memoria y exégesis histórica

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La Aufklärung, el Siglo de las Luces, propugnó un modelo de hombre abstracto, universal, desvinculado de su tierra, un individuo déraciné (desarraigado). Maurice Barrès publicó en 1897 una novela titulada Les déracinés en la cual, precisamente, reivindicaba la necesidad de un retorno a las raíces como fundamento de toda identidad y compromiso social posibles.

Contra el hombre teórico, genérico y apátrida de la Ilustración se rebeló, en primer lugar, Herder ( Otra filosofía de la historia ), Kierkegaard y, en 1913, Unamuno ( Del sentimiento trágico de la vida ). Con ellos queda instituido el individuo concreto, particular, de carne y hueso, el real, no la abstracción postulada por los sistemas filosóficos racionalistas que vaciaron al ser humano de su singularidad.

El siglo XIX, en su crítica de la Ilustración, reconcibió la sociedad como un organismo –atención al paradigma biológico– donde los miembros pertenecen a una comunidad –un cuerpo– y son inconcebibles sin ella. Es la noción de Gemeinschaft: organismo, comunidad. Arrancado de él, el miembro perecerá, y el organismo, a su vez, no funcionará sin la coordinada interacción de cada uno de sus componentes.

Contra el hombre abstracto de la Aufklärung –el de Diderot, Kant y Hegel– Joseph de Maistre escribió: “La Constitución de 1795 es hecha para el hombre. Sin embargo, no existe tal cosa en el mundo. ¿El hombre? He visto, en mi vida, franceses, italianos, rusos, y sé, gracias a Montesquieu, lo que significa ser persa: pero por lo que al hombre atañe, declaro no haberlo encontrado nunca. Si existe, es cosa que ignoro”. La reflexión no podría ser más elocuente.

De Maistre formula aquí un sentir que encontrará su expresión artística en el surgimiento de las escuelas musicales nacionalistas del siglo XIX: Chopin en Polonia, Liszt en Hungría, Glinka y “El Grupo de los Cinco” en Rusia, Smetana y Dvorák en Checoslovaquia, Grieg en Noruega, Sibelius en Finlandia, Albéniz y Falla en España.

Enriquecimiento. El estilo “cosmopolita”, poco más o menos “internacional” de las tradiciones austro-germánica, francesa e italiana –las tres voces “oficiales” de la música desde el barroco– cedió su lugar a la sensibilidad local, a la incorporación de melodías, ritmos, danzas y leyendas vernáculas que enriquecieron inmensamente el panorama musical europeo.

El folclor se integró a la producción musical de los grandes maestros, confiriendo a sus estilos una fisonomía inconfundible. Queda así cimentada la noción de Volksgeist (genio del pueblo). En su expresión exorbitada y degenerativa, los nacionalismos de este jaez pueden conducir a aberraciones como el nazismo.

Convengo: a largo plazo, y bajo circunstancias históricas desafortunadas, el Volksgeist es una noción potencialmente peligrosa. ¡Pero tampoco celebro la idea de un Geist desprovisto de Volks! Aún más: lo juzgo inconcebible.

Miedo. Es erróneo asumir que el brexit tuvo por causa primera el temor ante las oleadas migratorias, el descontento con las instituciones de la Unión Europea o la inconformidad con las directrices económicas de Bruselas.

Estas no son razones raigales sino, tan solo, racionalizaciones, epifenómenos, la formalización –la codificación– de un miedo mucho más profundo, y de un móvil infinitamente más atávico.

El miedo de los miedos: dejar de ser. Dejar de ser en tanto que británicos, precisemos. Ver cómo ese principio sustentador de la identidad que es el Volksgeist, la especificidad cultural del pueblo británico –eso que los tornaba únicos e irrepetibles– se disolvía en el océano de la globalización.

Miedo a quedar convertidos en un ectoplasma cultural: algo semejante al hombre descorporeizado, abstracto, privado de rostro, nombre, pasado, tradición, memoria y patria de la Aufklärung.

En efecto, el ciudadano de la Comunidad Europea representa, con respecto a un español, un italiano o un francés –y a fortiori, un vasco, catalán o bretón– un paso hacia arriba en la dialéctica ascendente que nos lleva de lo concreto a lo abstracto: de seguir en esa dirección, llegaremos al hombre huero y desustanciado de la Ilustración.

Pero la sobrerreacción del Reino Unido fue excesiva, y desnuda a un pueblo que tiene de su identidad una imagen tan frágil y precaria, que prefiere cerrarse a ese mundo globalizado que podría fagocitarla y reducirla a pura mismidad. La xenofobia es uno de los síntomas inequívocos de un Volksgeist enfermo, degenerativo.

Nacionalismos. El brexit no es sino uno más de los muchos movimientos pendulares –retráctil, en este caso– que, en la historia de Europa, han llevado a los pueblos de la singularización, de los nacionalismos exacerbados, de los proteccionismos paranoides, a la voluntad de integración en un organismo ( Gemeinenschaft ) que los trasciende y articula, pero que también puede borrar su especificidad cultural.

El principio operativo de la Unión Europea siempre fue el de la unidad en la multiplicidad ( unitas multiplex ). Una integración que no amenazase la identidad cultural de los pueblos.

Lo irónico del caso es que la identidad colectiva, si goza de buena salud y está firmemente enraizada en la tradición, en los grandes valores de una nación, no tiene nada qué temer de la integración.

Preservar la identidad atrincherándose en una actitud separatista, insular y proteccionista, es muy fácil: ¡la gracia del asunto consistía en lograrlo en el contexto de un mosaico multicultural!

Detrás del brexit alienta ese monstruo que demasiado bien conocemos, esa irracional, ciega vocación gregaria, el instinto del cardumen, la horda, la piara: el nefasto nacionalismo de viejo cuño. Pocas banderías le han costado tanta sangre al mundo como el nacionalismo fanático.

El relumbrón mediático de figuras como Le Pen y Trump apunta a un hecho que debería alarmarnos: ese nacionalismo aberrante, ese veneno ideológico, ese canto de sirena para las multitudes patrioteras, ha estado siempre ahí, esperando una fisura en la superficie de la cultura para volver a manifestarse, y abrasar a la gente en su demencial llamarada localista.

Grave error. El Reino Unido se equivocó, y el suyo es un error imperdonable: esos que se cometen por falta de memoria y exégesis histórica. Todo cuanto el brexit racionalizó de una u otra forma procede, en el fondo, de impulsos profundamente oscuros, irracionales, de ese dédalo de cavernas y ríos subterráneos que irrigan el subconsciente colectivo de los pueblos. Fue un voto motivado por el terror, por la falta de fe en la solidez de la propia identidad.

El Reino Unido votó con todo, menos con la razón. Los suyos son motivos muy atendibles desde el punto de vista humano, pero nadie, en su sano juicio, fundaría con ellos una plataforma para construir un nuevo proyecto político.

El brexit es uno más de los muchos rostros que el ancestral, atávico nacionalismo anglocentrista ha asumido a través de los siglos. De eso a mandar a James Bond a reconquistar el mundo hay tan solo un paso. On Her Majesty’s Secret Service… ¡Pssst!

Imperialismo vapuleado, humillado, un país nunca resignado a su rol satelital de miembro en el organismo, y que ahora remoza sus viejos, marchitos blasones hegemonistas.

Pobrecillos… todavía creen estar en tiempos del doctor Livingstone, el duque de Wellington o sir Winston Churchill.

El autor es pianista y escritor.