Opioides y por qué adelantarnos a la crisis

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La crisis de opioides en Estados Unidos comenzó en la década de los noventa, tras la comercialización masiva, estructurada y maquiavélicamente planificada de distintos derivados del opio con gran potencial adictivo.

Una de las estrategias fue vender a los médicos la idea de que el dolor sería “el quinto signo vital”, lo que bien pudo haber propiciado, junto con otros factores, una medicación excesiva en miles de casos.

De forma exponencial, con el paso del tiempo, se observaron cada vez más muertes por sobredosis debidas al consumo de estas sustancias, al punto que, según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés), solo en ese país han muerto más de medio millón de personas.

Algunos reportes indican que podría superar los fallecimientos de personas jóvenes en accidentes de tránsito. Se ha mencionado, además, que estos decesos han aumentado durante la pandemia.

La empresa comercializadora de OxyContin, producto de liberación controlada de oxicodona —un opioide poderoso—, ha tenido que pagar muchísimos millones de dólares en compensaciones por demandas luego de haber ocultado información sobre el riesgo de abuso.

En condiciones ideales, estos medicamentos son utilizados por personal calificado para el adecuado control de síndromes dolorosos, en particular los producidos por el cáncer.

Con precauciones, también podría ser empleado contra el dolor crónico no oncológico. Si la prescripción no sigue un control riguroso, existe el riesgo de que la persona, al experimentar una sensación de alivio y otras sensaciones placenteras (gratificación inmediata), con el tiempo sienta la necesidad de aumentar la dosis para alcanzar el efecto inicial (tolerancia), con consecuencias como abuso, síndromes de abstinencia graves y conductas desajustadas (robo de medicamentos, engaños al personal médico, tráfico, entre otros).

Lo anterior describe técnicamente el fenómeno de la adicción. Una vez ahí, lo que se ha observado en otras latitudes es que los individuos se trasladan al consumo de opioides de venta ilegal, como la heroína, con efectos más graves para la salud (infecciones, alto potencial de sobredosis, problemas legales y hasta la muerte).

Varias características de la sociedad costarricense nos ponen en una condición vulnerable para que tal fenómeno ocurra: la migración de personas adictas a opioides —lo veo cada vez más en la consulta médica—, la venta sin receta digital de no menos de 60 productos que contienen tramadol o codeína (pese al peligro de la venta sin controles), la ausencia de protocolos para el uso y abuso de opioides, los diversos casos de personal sanitario que ha desarrollado adicción a estas sustancias, el poco conocimiento que el público en general tiene sobre el tema, la mínima disponibilidad y recursos del Estado para brindar una atención integral (incluidos los internamientos de pacientes graves) y la tensión social que vivimos, en parte potenciada por la pandemia y sus consecuencias económicas y psicológicas.

Gabor Maté, médico de familia canadiense experto en la materia, plantea que es indispensable un estado de vulnerabilidad emocional para desarrollar una adicción.

El Ministerio de Salud prohibió el uso de estos productos a causa de los diversos efectos secundarios en menores de edad y madres en períodos de lactancia, según consta en la Alerta de Seguridad 03-17 del 26 de abril del 2017.

Sin embargo, llama poderosamente la atención que no exista una postura clara con respecto al potencial adictivo, así como que no se requiera una receta digital para estupefacientes como el tramadol y la codeína.

¿Qué estamos esperando para tomar acciones? ¿Necesitamos que los reportes de muertes por estas causas aumenten? ¿Cuál es el motivo por el que estos dos opioides con potencial para que se abuse de ellos no estén incluidos en las recetas digitales de estupefacientes?

Ha habido llamadas de atención. Nos toca actuar a tiempo y diligentemente antes de que como sociedad terminemos pagando el elevado precio.

ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr

El autor es médico psiquiatra y profesor asociado en la UCR.