Nuestro amor por las presas

Aunque todos los días lamentamos el tiempo perdido, el agotamiento, el hartazgo y la frustración, en el fondo, nuestros más profundos impulsos primarios nos hacen perpetuar lo que tanto criticamos.

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Aunque todos los días lamentamos el tiempo perdido, el agotamiento, el hartazgo y la frustración, en el fondo, nuestros más profundos impulsos primarios nos hacen perpetuar lo que tanto criticamos atrincherados en el anonimato de nuestro “perfil” en la red.

Bueno, pero no hay que hacer tanto drama por llegar tarde: todos necesitamos parquear frente a la pulpería para tomar un desayuno como Dios manda, condimentado por la emoción de hacerlo sobre línea amarilla; o parquear frente al cajero para sacar platita, no importa si hay mucha fila; o frente a la escuela o el trabajo para recoger a nuestros seres queridos, aunque estos no reparen en el atraso que ocasionan a todos los demás seres no queridos; o, simplemente, tontear con el teléfono inteligente, ojalá en una esquina del distrito Catedral. Ante todo “yo y mi circunstancia”.

Y si por mala fortuna el carro se nos queda varado, empujarlo un poquito para esperar ayuda a un ladito… es mucho pedir, eso no nos toca. Entretanto, el chofer de servicio público se detiene donde mejor le place, a la izquierda o a la derecha, como nuestros candidatos; mientras, su usuario inicia diligentemente el conteo de sus monedas, incluidas las que se le caen, en un ritual interminable para quienes deben esperar el capricho español, ojalá bajo un semáforo o una parada de buses.

Los más afortunados logran escabullirse hasta toparse con una fila de vehículos kilométrica; unos 45 minutos después –sin privarse, claro, del casi erótico efecto mirón–, se enteran de que dos autos colisionaron sus espejos laterales y el oficial de tránsito no ha llegado aún, pero si no sucede ningún choque, Cupido nos satisface a todos: nadie se quedará sin una calle cerrada sin ningún aviso de advertencia; o un desfile escolar o comunal cualquier día, menos el de la independencia; o una manifestación sindical, la cual indefectiblemente terminará a media mañana –la hora del almuerzo es sagrada–; o un cordón de seguridad para que transite el “alto dignatario”, aunque lleve a cuestas varias altas denuncias y bajas condenas.

Fin de una era. Hace tiempo se derrumbó el ideal caballeresco medieval; ellas son tan agredidas por ellos, como son ellas de agresoras. La adrenalina y la malacrianza fluye a raudales, la masa de choferes en tropel conduce su vehículo cual arma de asalto con el gatillo en el pie derecho: aceleran con toda su crispación para evitar a toda costa que alguien se les adelante en los próximos tres metros.

El respeto al peatón, al semáforo o al carril de mayor velocidad sería mostrar debilidad en el fragor de la batalla campal… y carnal. En medio del bacanal, casi todos los motociclistas hacen gala de su “libertad” para mofarse de absolutamente todas las normas, hasta las de higiene, a vista y paciencia de la autoridad –si es que logra ser divisada por algún observador de aves–.

El respeto por sus vidas y las ajenas no aplica para ellos, solo para todos los demás, ergo, todos terminaremos comprando una y ¡adiós a las reglas! Claro, si les aumentan la póliza de accidentes, bloquean alguna calle esencial para hacer valer sus derechos bien torcidos. Suicidas y homicidas por igual se disputan el espacio por circular, en el cual, nadie circula.

Pueblo pacífico y practicante, la mayor cantidad de sus muertes violentas en las calles las engendra y las llora en Semana Santa y en Navidad, botella de guaro en una mano y crucifijo en la otra. Es culpa de los políticos, dicen, porque no construyen mejores carreteras.

El autor es médico.